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EL PRAGMATISMO Y LA FALSA TEOLOGÍA

 

Reciente escrito de un Sacerdote misionero

 

Se nota en algunos miembros de la jerarquía de la Iglesia una corriente pragmatista, entendiendo por pragmatismo aquello que pone como criterio de verdad la eficacia y el valor que se estima traer de algo. El pragmatismo como tal fue un movimiento filosófico iniciado en los Estados Unidos hacia fines de 1800. Lo que se está viendo es justamente eso: no son los principios los que cuentan sino la eficacia en los resultados inmediatos y estos resultados, a su vez, están subordinados al sentir de la mayoría sobre cuestiones, en este caso, de moral e implícitamente de fe. Uno de los criterios que sostienen el pragmatismo es que no conviene ir contra la opinión de la mayor parte de la gente porque es una batalla inútil, sobre todo porque esa opinión es la mayor de las veces originada y siempre alentada por los grandes medios de comunicación. En lugar de ello, para llegar y conquistar la adhesión de los alejados de la Iglesia hay que dejar de lado los principios, no hablar –por ejemplo- de principios no negociables, y sí adaptar el lenguaje a lo que la gente quiere escuchar. Para lograrlo hay que valerse no de definiciones inequívocas e inapelables sino de expresiones ambiguas, de modo que la interpretación la dé el consumidor. De ese modo, siempre según esta corriente pragmatista, se evita el rechazo inicial de la mayoría que bloquea luego toda posibilidad de evangelización. Lo importante es que de alguna manera las personas se acerquen a la Iglesia y luego ya el Señor obrará en ellas. Esta, en líneas generales, sería una de las posturas de corte ingenuamente pragmatista. Ya de entrada saltan a la evidencia los puntos débiles como la desorientación que se provoca a los creyentes, la confusión que genera en fieles y sacerdotes, la ruptura de diques de contención moral, el daño a la ortodoxia de la fe, la desautorización de aquellos pastores que se mantengan en la sana doctrina.

 

Por otra parte, en este desolador panorama se unen pseudo criterios teológicos y así a la ortodoxia (que es la recta doctrina de la fe) se le suele acoplar, cuando no directamente oponer la llamada ortopraxis (o sea la práctica correcta de la fe). En todos los casos se esgrimen razones pastorales para justificar la oposición, que con apariencia teológica encierra una verdadera ideología. Ya no es la gracia la que convierte al hombre sino el hombre que transforma la realidad para su propio bien. Esa oposición es extraña a la verdad porque la recta doctrina y la correcta práctica deben estar mutuamente asociadas en tanto la fe se refleja en las obras y las obras que hacen a la salvación, las obras de amor, tienen como sustento la fe y como norma la Ley. En cambio, cuando se las opone, enfatizando, por ejemplo, en la ortopraxis imperativos sociales y políticos y despreciando por ello a la teología trascendental se desemboca en el ámbito de la ideología con una visión puesta sólo sobre el horizonte inmanente, de esta vida, en la que importan dar satisfacción a necesidades materiales, sociales y políticas excluyendo la dimensión trascendente que es la salvación de las almas y para la que el Hijo de Dios se hizo hombre y padeció y murió en la cruz.

Los que sostienen el primado de la acción es la acción correcta (en todo caso habría que evaluar su corrección en relación a los valores evangélicos) la que da lugar a nuevas reflexiones doctrinarias y de ese modo la doctrina no quedaría fija, inmutable, sino que estaría sujeta a adaptaciones de acuerdo al momento histórico que se vive. Queda claro que detrás de estos planteamientos se asoma la dialéctica materialista marxista. Claro está, toman algunos pasajes evangélicos como justificación teológica, entre ellos y en primer lugar el juicio escatológico que aparece en el Evangelio de san Mateo (“…tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me acogisteis…” (Cf Mt 25:31-46), pero se cuidan de mencionar otros pasajes como el tan exigente de la Ley del cap. 5 de san Mateo, donde el Señor no hace concesiones sea por “conveniencias pastorales” como por “nuevas realidades que llaman a la misericordia”.

 

Sugestivamente, sea en el aspecto ideológico como en el pragmatista desde esas corrientes nunca se oirán prédicas acerca de la necesidad de la salvación de las almas, de la obra redentora de nuestro Señor ni de su juicio al final de la vida terrena y de la historia.

Al quedar la verdad ofuscada y negada, las razones pastorales que se aducen carecen de fundamento y caen en el error. Entre tales razones pastorales la que ahora sobresale es el acceso a la comunión sacramental de los divorciados y vueltos a casar civilmente apelando a la misericordia.

En estos días está apareciendo un libro-entrevista[1] al Prefecto para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Müller, en la que, entre otras cosas, dice al respecto:

“Una simple ‘adaptación’ de la realidad del matrimonio a lo que espera el mundo no da ningún fruto, más bien resulta contraproducente; la Iglesia no puede responder a los desafíos del mundo actual con una adaptación pragmática. Oponiéndose a una fácil adaptación pragmática, estamos llamados a elegir la audacia profética del martirio. Con ella podremos dar testimonio del Evangelio de la santidad del matrimonio. Un profeta tibio, mediante una adecuación al espíritu de la época, buscaría la propia salvación no la salvación que sólo Dios puede dar”.

 

En la misma entrevista, a propósito de la alegada misericordia, dice el Cardenal:

“Si abrimos el Evangelio encontramos que también Jesús, en diálogo con los fariseos a propósito del divorcio, alude al binomio `divorcio` y `misericordia`(Cfr. Mt 19:3-12). Acusa a los fariseos de no ser misericordiosos, dado que según su engañosa interpretación de la Ley habían concluido que Moisés habría concedido un supuesto permiso de repudiar a sus mujeres. Jesús les recuerda que la misericordia de Dios existe como remedio a nuestra debilidad humana. Dios nos da su gracia para que podamos serle fieles.

Esta es la verdadera dimensión de la misericordia de Dios. Dios perdona también un pecado tan grave como el adulterio; sin embargo, no permite otro matrimonio que pondría en duda un matrimonio sacramentalmente ya existente, matrimonio que expresa la fidelidad de Dios. Apelar a una presunta misericordia absoluta de Dios equivale a un juego de palabras que no ayuda a aclarar los términos del problema. En realidad, me parece que sea ése un modo para no percibir la profundidad de la auténtica misericordia divina.

Asisto con un cierto asombro al empleo, de parte de algunos teólogos, del mismo razonamiento sobre la misericordia como pretexto para favorecer la admisión de los sacramentos a los divorciados vueltos a casar civilmente. La premisa de partida es que, siendo que Jesús mismo ha tomado partido por los que sufren, ofreciéndoles su amor misericordioso, la misericordia es la señal que caracteriza todo seguimiento auténtico. Esto es verdad en parte. Sin embargo, una referencia equivocada a la misericordia comporta el grave riesgo de banalizar la imagen de Dios, según la cual Dios no sería libre, sino que estaría obligado a perdonar. Dios no se cansa nunca de ofrecernos su misericordia, el problema es que nosotros nos cansamos de pedirla, reconociendo con humildad nuestro pecado, como ha recordado con insistencia el papa Francisco en el primer año y medio de su pontificado.

Los datos de la Escritura revelan que, además de la misericordia, también la santidad y la justicia pertenecen al misterio de Dios. Si ocultásemos estos atributos divinos y si banalizáramos la realidad del pecado, no tendría ningún sentido implorar la misericordia de Dios sobre las personas. Por ello, se comprende que Jesús, después de haber tratado a la mujer adúltera con gran misericordia, haya agregado como expresión de su amor: “Vete y desde ahora no peques más” (Jn 8:11). La misericordia de Dios no es una dispensa de las mandamientos de Dios y de las enseñanzas de la Iglesia. Es todo lo contrario: Dios, por infinita misericordia, nos concede la fuerza de la gracia para un cumplimiento pleno de sus mandamientos y así restablecer en nosotros, tras la caída, su imagen perfecta de Padre del Cielo”.

 

Como dice el Cardenal Müller, no se puede desvincular la misericordia de los otros atributos divinos sin que ésta pierda el verdadero significado. No se puede separarla de la verdad y de la justicia, ni postergar la verdad por una pretendida misericordia, que no lo es. El Señor ejerce misericordia pero exige también el arrepentimiento y el abandono del pecado. Al Evangelio hay que tomarlo íntegramente y no de acuerdo a conveniencias. El Señor perdona a la adúltera pero le dice “no peques más”. El Señor premia las obras de misericordia con la justificación (Cf Mt 25:31-46 arriba citado) pero se muestra exigente en el cumplimiento de la Ley (“Habéis oído que se dijo…pero yo os digo” (Cf Mt 5:17ss)). Cuando la verdad es oscurecida –aún por las mejores razones pastorales que se quieran esgrimir- no es que por eso brille la misericordia, la consecuencia es que todo será tiniebla.

Tanto el pragmatismo como las llamadas teologías de la ortopraxis y entre ellas la de la liberación, niegan el Magisterio milenario de la Iglesia que tiene como base las enseñanzas del Señor y la doctrina firme de los Apóstoles. Según esas corrientes no es el Magisterio quien enseña la verdad sino que es el mundo o la ideología quienes determinan qué está bien y qué está mal según sus propios y cambiantes criterios.

 

El pragmatismo es una actitud humana, natural y totalmente ajena a las enseñanzas del Señor. “El cielo y la tierra pasarán pero mis palabras no pasarán” (Mt 24:35). ¿En qué lugar de los Evangelios encontramos el pragmatismo, el acomodarse a una situación por alguna pretendida conveniencia? Alguien podría decir que fue la estrategia que Pablo utilizó en Atenas. Pero eso no es así porque si bien aprovechó una situación, la de la figura del dios ignoto del panteón, inmediatamente centró su discurso en el anuncio: “Pues bien, lo que adoráis sin conocer, eso vengo yo a anunciar” (Hch 17:23) y les habló de la necesidad de conversión y del juicio al mundo y de la resurrección. Sabemos cómo todo terminó. ¡Qué lejos entonces del pragmatismo! Cuando encontramos algo parecido es para ser reprochado. Tal el caso de Pedro, severamente regañado por Pablo cuando, por debilidad y temor a los judaizantes, finge hipócritamente no juntarse con los cristianos incircuncisos para no contaminarse (Cf Gal 2:11-14). Es de recordar que esto ocurre cuando Pedro ya había dejado de ser Simón y era la piedra fundamental puesta por Cristo para edificar su Iglesia. Ocurre también después que el Señor resucitado le había confirmado para pacer sus ovejas (Cf. Jn 1:42; Jn 21: 15-17), es decir cuando era ya el primer Papa de la historia de la Iglesia. Cuando Pablo ve que no “caminaban rectamente (se refiere a Pedro y a otros, entre ellos Bernabé que simulaban por temor a aquellos cristianos judaizantes) según la verdad del Evangelio” reprochó a Pedro su conducta (Cf. Gal 2:14).  Y ni qué hablar de los ejemplos que los evangelios nos ofrecen del Señor. Baste pensar al capítulo 6 del evangelio de san Juan, el discurso eucarístico, donde casi todos lo abandonan y las disputas con fariseos y saduceos.

No son las estrategias ni las conveniencias tácticas las que hacen eficaz el anuncio sino el Espíritu Santo como lo demuestra en forma inequívoca la vida de los santos de la Iglesia.

 

¿Dónde vemos razones de tipo ideológico? En los zelotas que buscan la liberación de Israel por las armas, sin duda alguna, pero también en ese pasaje del capítulo 12 del evangelio joánico donde Judas reprocha el gesto de María de ungir con el precioso perfume de nardos los pies de Jesús diciendo que bien se habría podido vender el valioso perfume para dar lo obtenido a los pobres (Cf Jn 12:3-8).

La ideología es el falseamiento de la teología, la retorsión de la verdad para fines y medios que no son salvíficos. Jesucristo vino a enseñar y obró algo totalmente distinto.

 

El pragmatismo es tortuoso, no es recto. Se adapta a las circunstancias no se rige por la verdad. Jesús no buscó la complacencia ni la utilizó como instrumento para conseguir adeptos sino que vino a proclamar la verdad, vino –como le dijo a Pilato- a dar testimonio de la verdad, un testimonio que lo llevó a la muerte de cruz.  A partir de entonces el mayor testimonio es el del mártir, el que muere, como su Señor, por la verdad. Y no en vano la palabra martyr, que significa testigo, se convierte en quien da testimonio con su sangre de Cristo, que es la Verdad. Pero, eso no lo entiende Pilato. Pilato es un pragmatista, un político. ¡Cuán actual se nos hace aquel diálogo! Dice el Señor: “Nací y vine al mundo para dar testimonio de la verdad. Quien sea de la verdad escucha mi voz”. Pilato responde con el desdén propio de quien no le interesa la verdad sino el éxito, el poder de este mundo, “¿Qué es la verdad?” (Jn 18:37).

El pragmatismo es el antitestimonio. Con tal de adaptarse porque conviene, porque no se está dispuesto a ir contracorriente defendiendo la verdad, a ésta la hace a un lado. El pragmatismo va de la mano con el relativismo de este tiempo en el que no hay ninguna verdad absoluta, son todas verdades subjetivas y por tanto no hay verdad ni importa ella. Uno y otro destruyen a la verdad. ¡Y pensar que el Señor en la Última Cena rogó al Padre por sus discípulos y por los que vendrían detrás de ellos, sobre todo por los obispos, pastores de su Iglesia, para que ellos fueran santificados en la verdad! (Cf Jn 17:19).

Es la verdad la que nos hace verdaderamente libres, es en la verdad que nos santificamos. Fuera de ella no hay posibilidad ni de liberación ni de santificación sino de condena, aquí y en la otra vida.

 

En la adaptación al momento histórico, lo que equivale a negar implícitamente la objetividad de la verdad de la fe y su valor absoluto, se termina relativizando e incluso provocando la inversión moral de mal por bien. “Ay de aquellos que llamen bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas” (Is 5:20).

P. J.A.L.

 


[1] La esperanza de la familia. Diálogo con el Cardenal Gerhard-Ludwig Müller, BAC, Madrid, 2014, pp. 80

 

 

 

 

A.M.G.D   y la   B.V.M

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