Prerrogativas de María |
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Prerrogativas de María /María Madre de Dios / La Inmaculada Concepción / Virginidad Perpetua de María / María Madre de la fe y de los creyentes / María Madre de la Esperanza / |
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Títulos
en preparación: |
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Conocer a María Prerrogativas
de María: Son los privilegios concedidos a la Santísima Virgen por haber sido creada para ser la Madre de Dios y asociada a Cristo, su Hijo, para la obra de redención de la humanidad. Y la primera prerrogativa, a la vez su mayor título, es el de Madre de Dios. De ésta derivan las demás excelencias que son dogmas marianos de fe de la Iglesia (1) y las consecuentes virtudes. |
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1.
María Madre de Dios
De la
misma Sagrada Escritura surge que María es madre de Jesús (cf Mt
1:16; Lc 2:6-7; Mc 3:31; Jn 2:1-2; Lc 1:43) y que Jesús es Dios (cf Jn
1:14; Gal 4:4), por tanto es Madre de Dios. Explícitamente,
en Lc 1:42-43 Isabel llena del Espíritu Santo confiesa a María como
Madre de su Señor. Nestorio, Patriarca de Constantinopla, negaba a la Virgen el título de Theotókos (Madre de Dios) siendo para él solamente Christotókos (Madre de Cristo) porque concebía que en Cristo había un desdoblamiento de sujetos de acuerdo a sus dos naturalezas. El Concilio de Éfeso (431), presidido por san Cirilo de Alejandría, que condena el nestorianismo como herejía a la vez que declara solemnemente a María Madre de Dios (Theotókos) como verdad de fe. (1)
El Magisterio de la Iglesia define dogmas de fe por la autoridad que le
viene de Cristo siendo estos dogmas verdades contenidas en la Revelación
Divina que proviene de las Sagradas Escrituras y de la Tradición de los
Santos Padres de la Iglesia, o verdades que tienen con ellas un vínculo
de necesidad. Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia los dogmas
son luces en el camino de nuestra fe y en la medida que nuestra vida sea
recta tendremos la apertura de mente y de corazón como para acoger su
luz (CIC 88 y 89). En la formulación del Concilio de Éfeso: D113 (contra Nestorio)... Si
alguno no confiesa que Dios
es según verdad el Emmanuel y que por eso la Santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho
carne), sea anatema. D111
... no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen y luego
descendió sobre El, el Verbo, sino que unido
desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal,
como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne. De esta manera
los Santos Padres no tuvieron inconveniente en llamar Madre
de Dios a la Santa Virgen. D218
Can6... Si alguno llama a la
santa gloriosa siempre Virgen María, Madre
de Dios, en sentido figurado
y no en sentido propio o por relación, como si hubiera nacido un puro
hombre y no se hubiera encarnado de ella el Dios Verbo..sea
anatema.
Quienes
niegan la maternidad divina de María son los que no creen en la
divinidad de Jesucristo o bien los que creyendo en su divinidad hacen la
diferencia de sujetos, como Nestorio, y dicen que es solamente madre de
Jesús hombre, como si la persona de Jesús no fuese única: la del
Verbo que se encarna en el seno de la Virgen.
Estas
herejías nos permiten ver cómo la verdad de fe de Cristo está unida a
la verdad de fe que concierne a su Madre y cómo la mariología no puede
ser separada de la cristología. Por otra parte, como lo expresara el
Santo Padre Juan Pablo II en su Encíclica Redemptoris
Mater: “Sólo
en el misterio de Cristo se esclarece plenamente su
misterio…
María es la Madre de Dios (Theotókos),
ya que por obra del Espíritu Santo concibió en su seno virginal y dio
al mundo a Jesucristo, el Hijo de Dios consubstancial al Padre. «El
Hijo de Dios... nacido de la Virgen María... se hizo verdaderamente uno
de los nuestros...», se hizo hombre. Así pues, mediante el misterio de
Cristo, en el horizonte de la fe de la Iglesia resplandece plenamente el
misterio de su Madre. A su vez, el dogma de la maternidad divina de María
fue para el Concilio de Éfeso y es para la Iglesia como un sello del
dogma de la Encarnación, en la que el Verbo asume realmente en la
unidad de su persona la naturaleza humana sin anularla”.
Además
del Concilio de Éfeso, proclamaron a María como Madre de Dios los
Concilios de Calcedonia,
Constantinopla II y III, Letrán y todos los Padres
y Doctores de la Iglesia y Sumos
Pontífices confesaron esta verdad de fe. Concilio de Letrán
(649) bajo el Pontificado de Martín I declara:
"Si
alguno, según los Santos Padres, no
confiesa que propia y verdaderamente es Madre
de Dios la santa y siempre virgen e inmaculada María, ya que
concibió en los últimos tiempos sin semen, del Espíritu Santo, al
mismo Verbo de Dios propia y verdaderamente, que antes de todos los
siglos nació del Padre, y que dio a luz sin corrupción, permaneciendo
indisoluble su virginidad aun después del parto, sea
anatema (condenado)...".
Notemos,
de paso, que en el texto aparece taxativamente que María es “siempre
virgen” e “inmaculada”, verdades que serán luego proclamadas
solemnemente como dogmas de fe. Como
antes se ha expuesto (q.16 a.l), todo nombre que signifique una
naturaleza en concreto puede aplicarse a cualquier hipóstasis de esa
naturaleza. Por haberse realizado la unión de la encarnación en la hipóstasis,
como antes hemos dicho (q.2 a.3), es manifiesto que el nombre Dios
puede aplicarse a la hipóstasis que tiene naturaleza humana y divina.
Y, por este motivo, todo lo que
conviene a la naturaleza divina y a la humana puede atribuirse a la
persona, bien se aluda con ella a la naturaleza divina, bien se
signifique con la misma la naturaleza humana. Ahora bien, el
ser concebido y el nacer se atribuyen a la hipóstasis de acuerdo
con aquella naturaleza en que es concebida y nace.
Por consiguiente, habiendo
sido asumida la naturaleza humana por la persona divina en el mismo
principio de la concepción, como antes se ha dicho (q.33 a.3), síguese
que puede decirse que Dios verdaderamente fue concebido y nació de la
Virgen. Se llama madre de una persona a la mujer que la ha concebido
y dado a luz. De donde se deduce que la Santísima Virgen es llamada con
toda verdad madre de Dios.
Solamente se podría negar que la Santísima Virgen es madre de Dios si
la humanidad hubiera estado sujeta a la concepción y al nacimiento
antes de que aquel hombre fuese Hijo de Dios, como enseñó Fotino, o si
la humanidad no hubiera sido asumida en la unidad de la persona o de la
hipóstasis del Verbo de Dios, como afirmó Nestorio. Pero ambas hipótesis
son falsas. Luego es herético
negar que la Santísima Virgen es madre de Dios.
Madre de alguien se llama verdadera y propiamente aquella
mujer que lo engendra y da a luz. Y sabemos que María concibió y dio a
luz a Cristo, que es Dios; luego María es verdadera y propiamente Madre
de Dios. La razón es concluyente, puesto que Jesucristo en ningún
momento deja de ser Dios. Excelencias
que provienen de la maternidad divina
Así lo
expresaba S.S. Pío IX en la bula
“Ineffabilis Deus” del 8 de Diciembre de 1854 sobre la
Inmaculada Concepción: “...Dios…
eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una
Madre, para que su unigénito
Hijo, hecho carne de ella,
naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó
por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima
benevolencia. Por lo cual tan
maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales
carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos
los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda
hermosa y perfecta, manifestase
tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno
mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios. …..tan
venerable Madre, a quien Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a
quien ama como a sí mismo, engendrado como ha sido igual a sí de su
corazón, de tal manera que naturalmente fuese uno y el mismo Hijo común
de Dios Padre y de la Virgen...”.
En
la Constitución Apostólica “Munificentissimus Deus” del 1-11-1950 por la que define el dogma
de la Asunción, Pío XII dice: “En efecto, Dios, que desde toda la eternidad mira a la Virgen María con particular y plenísima
complacencia, «cuando vino la plenitud de los tiempos» (Gal 4:4)
ejecutó los planes de su providencia de
tal modo que resplandecen en perfecta armonía los privilegios y las
prerrogativas que con suma liberalidad le había concedido”.
En la Encíclica "Fulgens Corona" del 8 de septiembre de 1953, de S.S. Pío
XII: ….al saludar a la misma Virgen Santísima «llena de gracia» (Lc 1, 18), o sea «kecharistomene» y «bendita entre todas las mujeres» (ibíd. 42) con esas palabras, tal como la tradición católica siempre las ha entendido, se indica que «con este singular y solemne saludo, nunca jamás oído, se demuestra que la Virgen fue la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo, y más aún, tesoro casi infinito y abismo inagotable de esos mismos dones, de tal modo que nunca ha sido sometida a la maldición».
...Los
Santos Padres en la Iglesia primitiva, sin que nadie lo
contradijera, enseñaron con claridad suficiente esta doctrina,
afirmando que la Santísima Virgen fue lirio entre espinas, tierra
absolutamente virgen, inmaculada, siempre bendita, libre de todo
contagio del pecado, árbol inmarcesible, fuente siempre pura, la única
que es hija no de la muerte, sino de la vida; germen no de ira, sino de
gracia; pura siempre y sin mancilla, santa y extraña a toda mancha de
pecado, más hermosa que la hermosura, más santa que la santidad, la
sola santa, que, si exceptuamos a solo Dios, fue superior a todos los
demás, por naturaleza más bella, más hermosa y más santa que los
mismos querubines y serafines, más que todos los ejércitos de los ángeles. …Después de meditar diligentemente como conviene estas alabanzas que se tributan a la bienaventurada Virgen María, ¿quién se atreverá a dudar de que aquella que es más pura que los ángeles, y que fue siempre pura (cf. ibídem), estuvo en todo momento, sin excluir el más mínimo espacio de tiempo, libre de cualquier clase de pecado? Con razón San Efrén dirige estas palabras a su divino Hijo: «En verdad que sólo tú y tu Madre sois hermosos bajo todos los aspectos. Pues no hay en ti, Señor, ni en tu Madre mancha alguna». En cuyas palabras clarísimamente se ve que, entre todos los santos y santas de esta sola mujer es posible decir que no cabe ni plantearse la cuestión cuando se trata del pecado, de cualquier clase que éste sea, y que, además, este singular privilegio, a nadie concedido, lo obtuvo de Dios precisamente por haber sido elevada a la dignidad de Madre suya. Pues esta excelsa prerrogativa, declarada y sancionada solemnemente en el Concilio de Éfeso contra la herejía de Nestorio, y mayor que la cual ninguna parece que pueda existir, exige plenitud de gracia divina e inmunidad de cualquier pecado en el alma, puesto que lleva consigo la dignidad y santidad más grandes después de la de Cristo. Además de este sublime oficio de la Virgen, como de arcana y purísima fuente, parecen derivar todos los privilegios y gracias que tan excelentemente adornaron su alma y su vida. Bien dice Santo Tomás de Aquino: «Puesto que la Santísima Virgen es Madre de Dios, del bien infinito, que es Dios, recibe cierta dignidad infinita». Y un ilustre escritor desarrolla y explica el mismo pensamiento con las siguientes palabras: «La Santísima Virgen... es Madre de Dios; por esto es tan pura y tan santa que no puede concebirse pureza mayor después de la de Dios».
Santo Tomás de Aquino la coloca por
encima de los ángeles. Y la razón de esta dignidad, que él califica
como "Quodamodo infinita" (en cierto modo infinita) se funda
en que no solamente engendró a uno igual a Ella, sino a uno
infinitamente mejor que Ella.
Pablo VI en la Carta
Encíclica Christi Matri y
más tarde en las Exhortaciones Apostólicas Signum magnum y
Marialis cultus recuerda
los fundamentos y criterios de aquella singular veneración que la Madre
de Cristo recibe en la Iglesia, y Juan Pablo II le dedica la Encíclica Redemptoris
Mater. |
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2. Inmaculada Concepción de María
Introducción La
santidad de Quien la habita exige la santidad, la absoluta pureza y la
mayor perfección de quien lo recibe. María se vuelve así el templo de
Dios, Santo de los Santos, Arca de la Alianza, todas figuras y
preparaciones veterotestamentarias a su predestinación para ser la
Morada de Dios entre los hombres. María
es feliz, de una felicidad sobrenatural, por haber creído (Cf Lc 1:45)
y es Madre por escuchar la Palabra de Dios, atesorarla en su corazón y
en todo cumplirla (Cf Lc 2:19; 2:51; 8:21). |
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La Inmaculada Concepción de María significa que la Santísima Virgen fue concebida, por especial privilegio divino, sin la mínima mancha del pecado original. Ella es la nueva creatura colmada de perfecciones desde el mismo momento de su concepción, sin asomo de pecado y de una libertad no condicionada por el mal, absolutamente ajeno a su naturaleza, coronada por la máxima gracia –después de la Encarnación y por motivo de ella- dada a la humanidad. En
efecto, María es la llamada “llena de gracia”, Aquella donde habita
la plenitud de la gracia, Aquella que al recibir al Arcángel san
Gabriel, ya era plena de la gracia desde el primer instante de su vida y
que lo seguiría siendo hasta su tránsito a la gloria. La palabra griega que utiliza el ángel en la Anunciación es "kecharistomene” y, recordaba el Papa Pío XII en Fulgens Corona que, "con esas palabras, tal como la tradición católica siempre las ha entendido, se indica que con este singular y solemne saludo, nunca jamás oído, se demuestra que la Virgen fue la sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los dones del Espíritu Santo, y más aún, tesoro casi infinito y abismo inagotable de esos mismos dones, de tal modo que nunca ha sido sometida a la maldición”.
Es de notar que ya en los primeros siglos del cristianismo se la nombra como “inmaculada”. Uno de los Padres Capadocios, san Gregorio de Nisa, en el siglo IV también usa el mismo término adjetivando el de “virgen”, siendo tal expresión –virgen inmaculada- consecuencia de la plenitud de la gracia que recibió para concebir a Jesucristo en su seno. A través de todos los siglos se la reconoció como virgen inmaculada, de la purísima y limpia concepción, jamás violada por la concupiscencia. La fiesta de la Inmaculada Concepción, por ejemplo, fue extendida por toda la Iglesia por el papa Sixto IV en 1483. Al respecto dijo el Concilio Vaticano II:
“… no es extraño que entre los Santos
Padres fuera común llamar a
la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como
plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura.
Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores
de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel
por mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc 1:28), y ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra" (Lc 1:38). Así
María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de
Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón
y sin impedimento de pecado
alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor,
a la Persona y a la obra de su
Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con
Él y bajo
Él, por la
gracia de Dios omnipotente…” (Constitución Dogmática Lumen
Gentium núm. 56) La veneración hacia el Arca de la Alianza, de la que nos habla el Antiguo Testamento, en la admirable pedagogía divina nos instruye e introduce en el respeto, veneración y reverencia hacia quien habría de ser el Arca de la Nueva Alianza. Así como el Arca de la Antigua Alianza custodiaba la Palabra de Dios y conservaba el maná, María Santísima será quien lleve en su seno a la Palabra Encarnada, a Aquel que es el Pan bajado del Cielo. En
las palabras del ángel, en la Anunciación, hay una alusión a la
Tienda del Encuentro o Testimonio que alojaba el Arca. El ángel le dice
a la Virgen de Nazaret: “El Espíritu vendrá sobre ti y el poder del
Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1:35). Es la entrada de Dios
en Ella, que se ha de manifestar en la concepción virginal del Hijo de
Dios por obra del Espíritu Santo. Esa expresión usada por el ángel
debería evocar en María el episodio que se relata en la Toráh
(Pentateuco) en términos parecidos: “La
Nube cubrió entonces la Tienda del Encuentro y la gloria de Yahvé llenó
la Morada" (Ex 40:34-35) y “El día en que se erigió la
Morada, la Nube cubrió la Morada, sobre la Tienda del Testimonio” (Nm
9:15). También en el libro del Apocalipsis, al final del Capítulo 11 se nos presenta, sugestivamente, una visión tremenda: se abre el Santuario de Dios en el cielo y aparece el arca de su alianza en el santuario y se describe una manifestación del poder de Dios que hace temblar la tierra, con truenos y rayos. Inmediatamente después comienza el Capítulo 12 diciendo que un gran signo aparece en el cielo: la Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Esta Mujer desde siempre ha tenido la doble interpretación de representar a la Iglesia y a la Madre de Dios. Vemos que la interpretación mariana está vinculada a la imagen del arca, que es la prefiguración de la Virgen. Documentos
del Magisterio de la Iglesia
En
el documento pontificio el Papa cita a su predecesor, Alejandro VII,
quien dos siglos antes había declarado claramente:
“Antigua por cierto es la piedad de los fieles cristianos
para con la santísima Madre Virgen María, que sienten que su alma,
en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo, fue
preservada inmune de la mancha del pecado original, por singular gracia
y privilegio de Dios, en atención a los méritos de su hijo Jesucristo,
redentor del género humano, y que, en este sentido, veneran y celebran
con solemne ceremonia la fiesta de su Concepción”. (Const.
"Sollicitudo omnium Ecclesiarum", 8 de diciembre de 1661).
También recuerda el Papa Alejandro VII a otros predecesores suyos
cuando dice: “...renovamos las Constituciones y decretos promulgados
por los Romanos Pontífices, Nuestro Predecesores, y principalmente por Sixto
IV, Pablo V y Gregorio XV en favor de la sentencia que afirma que el
alma de Santa María Virgen en su creación, en la infusión del cuerpo
fue obsequiada con la gracia del Espíritu Santo y preservada del pecado
original...” (ibidem). Pío IX cita además al Concilio de Trento:”...el
concilio Tridentino mismo, al promulgar el decreto dogmático del
pecado original, por el cual estableció y definió, conforme a los
testimonios de las sagradas Escrituras y de los Santos Padres y de los
recomendabilísimos concilios, que los hombres nacen manchados por la
culpa original, sin embargo, solemnemente declaró que no era su
intención incluir a la santa e Inmaculada Virgen Madre de Dios en el
decreto mismo y en una definición tan amplia. Pues con esta
declaración suficientemente insinuaron los Padres tridentinos,
dadas las circunstancias de las cosas y de los tiempos, que la misma
santísima Virgen había sido librada de la mancha original”.
Agrega
el documento: “...la venerada antigüedad de la Iglesia oriental y
occidental vigorosísimamente testifican que esta doctrina de la
Concepción Inmaculada de la santísima, Virgen…. existió
siempre en la misma Iglesia como recibida de los antepasados (1)
y distinguida con el sello de doctrina revelada”.
8.
Y en primer lugar, ya en las Sagradas Escrituras aparece el fundamento
de esta doctrina, cuando Dios, creador de todas las cosas, después de
la lamentable caída de Adán, habla a la tentadora y seductora
serpiente con estas palabras, que no pocos Santos Padres y doctores, lo
mismo que muchísimos y autorizados intérpretes, aplican a la Santísima
Virgen: «Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu descendencia
y la suya...» (Gn 3:15). Pero si la Santísima Virgen María, por
estar manchada en el instante de su concepción con el pecado original,
hubiera quedado privada de la divina gracia en algún momento, en este
mismo, aunque brevísimo espacio de tiempo, no hubiera reinado entre
ella y la serpiente aquella sempiterna enemistad de que se habla desde
la tradición primitiva hasta la definición solemne de la Inmaculada
Concepción, sino que más bien hubiera habido alguna servidumbre.
De
todas esas consecuencias se ve librada María, por haber sido creada sin
el pecado original. |
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Lourdes y la
Inmaculada Concepción |
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3.
Virginidad Perpetua de María |
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Decía
el Papa Juan Pablo II, en la audiencia general
del 10 de julio de 1996: “La
expresión que se usa en la definición de la Asunción,
"la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen", sugiere también la conexión
entre la virginidad y la maternidad de María: dos prerrogativas unidas
milagrosamente en la generación de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Así, la virginidad de María
está íntimamente vinculada a su maternidad divina y a su santidad
perfecta”.
Como
nos enseña el Catecismo, desde las primeras formulaciones de la fe (cf.
DS 10-64), la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno
de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo,
afirmando también el aspecto corporal de este suceso: Jesús fue
concebido "absque semine ex Spiritu Sancto" (Cc Letrán, año
649; DS 503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo
(CIC 496). En
el llamado Credo de los Apóstoles, que consta de 12 artículos de fe,
se profesa que santa María es “siempre virgen”.
La
profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la
Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el
parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo
"lejos de disminuir consagró la integridad virginal" de su
madre (LG 57). La liturgia de la Iglesia celebra a María como la "Aeiparthenos",
la "siempre-virgen" (cf. LG 52) (CIC 499).
Y
la Iglesia ve en la virginidad de María, madre de Jesús, el
cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: "He
aquí que la virgen concebirá y dará a luz un Hijo" (Is 7:14 según
la traducción griega de Mt 1:23).
En
el ámbito de la liturgia es de destacar que la celebración de la
memoria de la santa Madre y siempre virgen María (mneme tes hagias
Oeotokou kai aeikarthenou Marias)
se celebraba en Antioquia ya hacia el año 370 Virgen
antes del parto:
Antes
de concebir a Jesús, María era virgen y ello queda de manifiesto en la
Sagrada Escritura “¿Cómo puede ser esto puesto que no conozco varón?”
(no tengo relación con hombre alguno) Lc 1:34. También lo es en la
misma concepción porque es por obra del Espíritu Santo “El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra” (Lc 1:35); “...lo engendrado por ella es del Espíritu
Santo” (Mt 1:20).
La
concepción virginal de María siempre ha tenido objetores. Al respecto
dice el Catecismo en su número 498: La fe en la concepción
virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión
por parte de los no creyentes, judíos y paganos (cf. S. Justino, Dial
99, 7; Orígenes, Cels. 1, 32, 69; entre otros); no ha tenido su origen
en la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo.
El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe que lo ve
en ese "nexo que reúne entre sí los misterios" (DS 3016),
dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación
hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquia da ya testimonio de este vínculo:
"El príncipe de este mundo
ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor:
tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios"
(Eph 19:1;cf. 1 Co 2:8). Virgen
en el parto:
No
lo dice la Escritura pero sí toda la Tradición de la Iglesia y lo
confirman revelaciones privadas. María dio a luz a Jesús sin perder su
virginidad como “el rayo de luz atraviesa el cristal sin romperlo ni
mancharlo”. Virgen
después del parto:
María
permaneció Virgen después del parto de Jesús.
“La
designación de María como "santa,
siempre Virgen e Inmaculada", suscita la atención sobre el vínculo
entre santidad y virginidad. María quiso
una vida virginal, porque estaba animada
por el deseo de entregar todo su corazón a Dios”. En esta clave,
que mencionaba el Santo Padre Juan
Pablo II (Audiencia general del 10 de julio de 1996),
debe entenderse la réplica de la Santísima Virgen al ángel en la
anunciación: “¿Cómo puede ser
esto, puesto que no conozco varón?”. Una pregunta totalmente
impropia si hubiera tenido intenciones de tener relaciones matrimoniales
con su esposo José. Los
Padres de la Iglesia
El
Catecismo de la Iglesia nos recuerda que los Padres ven en la concepción
virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha
venido en una humanidad como la nuestra:
Es
también de este Padre de la Iglesia la célebre frase: "El príncipe
de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la
muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el
silencio de Dios".
María
"fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen
durante el embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre"
(S. Agustín, serm. 186, 1).
.
En
el siglo XIII el Aquinate y
san Buenaventura también tratan el mismo argumento diciendo:
"Nace,
en efecto, Dios, de la Virgen pero nace fecundándola y
hermoseándola, sin aportillar ni corromper su integridad virginal, según
aquello de Ezequiel 44; "esta puerta ha de estar cerrada por
siempre...". Dolor
en el parto:
Escribió el santo
Tomás de Aquino (S.Th. III q.35,a.6): “no
existió dolor alguno en aquel parto, como tampoco hubo corrupción de
ninguna clase; se dio, en cambio, la máxima alegría porque había
nacido en el mundo el Hombre-Dios, según palabras de Is 35:1-2...”
A
continuación se citan solamente algunos de los muchos documentos
magisteriales acerca de esta prerrogativa.
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La
virginidad perpetua de María fue declarada Dogma
por el Concilio de Letrán, de 649, convocado
por el Papa Martín I, ante la herejía de los monotelitas. "Si alguno, de acuerdo con los Santos Padres, no confiesa propiamente y según verdad por Madre de Dios a la Santa y siempre Virgen María, que concibió en los últimos tiempos sin semen por obra del Espíritu Santo al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo ella, aun después del parto, en su virginidad indisoluble, sea condenado" (D 256 Can. 3). |
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La
prerrogativa de la perpetua virginidad tuvo en san Ildefonso (606-667),
obispo de Toledo, un acérrimo defensor. En el
675 el
Concilio reunido en Toledo,
tratando la Trinidad en el Símbolo de la fe y específicamente sobre la
Encarnación, declara:
“Creemos
que, de estas tres personas, sólo la persona del Hijo, para liberar al
género humano, asumió al hombre verdadero, sin pecado, de la santa e
inmaculada María Virgen, de la que fue engendrado por nuevo orden y por
nuevo nacimiento. Por nuevo orden, porque invisible en la divinidad, se
muestra visible en la carne; y por nuevo nacimiento fue engendrado porque
la intacta virginidad, por una parte, no supo de la unión viril y, por
otra, fecundada por el Espíritu Santo, suministró la materia de la
carne. Este parto de la Virgen, ni por razón se colige, ni por ejemplo
se muestra, porque si por razón se colige, no es admirable; si por
ejemplo se muestra, no es singular” (D-282). |
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Concilio
de Trento.
Sobre la Trinidad y Encarnación (De la Constitución de Paulo IV Cum quorumdam, del 7 de agosto de 1555).
“Como
quiera que la perversidad e iniquidad de ciertos hombres ha llegado a
punto tal en nuestros tiempos que de entre aquellos que se desvían y
desertan de la fe católica, muchísimos se atreven no sólo a profesar
diversas herejías, sino también a negar los fundamentos de la misma fe
y con su ejemplo arrastran a muchos a la perdición de sus almas. Nos -deseando, conforme a nuestro pastoral deber y caridad, apartar a tales
hombres, en cuanto con la ayuda de Dios podemos, de tan grave y
pestilencial error, y advertir a los demás con paternal severidad que
no resbalen hacia tal impiedad-, a todos y cada uno de los que hasta
ahora han afirmado, dogmatizado o creído que Dios omnipotente no es
trino en personas y de no compuesta ni dividida absolutamente unidad de
sustancia, y uno, por una sola sencilla esencia de su divinidad; o que
nuestro Señor no es Dios verdadero de la misma sustancia en todo que el
Padre y el Espíritu Santo; o
que el mismo no fue concebido según la carne en el vientre de la beatísima
y siempre Virgen María por obra del Espíritu Santo, sino, como los demás
hombres, del semen de José;
o que el mismo Señor y Dios nuestro Jesucristo no sufrió la muerte
acerbísima de la cruz, para redimirnos de los pecados y de la muerte
eterna, y reconciliarnos con el Padre para la vida eterna; o
que la misma beatísima Virgen María no es verdadera madre de Dios, ni
permaneció siempre en la integridad de la virginidad, a saber, antes
del parto, en el parto y perpetuamente después del parto (...nec perstitisse semper
in virginitatis integritate, ante partum scilicet, in partu et perpetuo
post partum...);
de
parte de Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con autoridad
apostólica requerimos y avisamos... sea anatema” (D 993)
.
Una
de las objeciones más frecuentes para negar la virginidad de María
después del parto es por la mención que hace la Escritura acerca de
hermanos y hermanas de Jesús. Esos vínculos de sangre no son los que
hoy entendemos en el sentido estricto sino que en esas culturas del próximo
y medio Oriente se extiende a los primos el nombre de hermanos. A propósito
de tal equívoca interpretación, en el III
Concilio de Cartago (397) se declaró:
“A
la verdad, no podemos negar haber
sido con justicia reprendido el que habla de los hijos de María,
y con razón ha sentido horror vuestra santidad de que del mismo
vientre virginal del que nació, según la carne, Cristo, pudiera haber
salido otro parto.
Porque no hubiera escogido el Señor Jesús nacer de una virgen,
si hubiera juzgado que ésta había de ser tan incontinente que, con
semen de unión humana, había de manchar el seno donde se formó el
cuerpo del Señor, aquel seno, palacio del Rey eterno…”. De la Carta
9 Accepi litteras vestras a Anisio, obispo de Tesalónica, de 392
(D-91).
Dice el Catecismo al respecto: La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no
referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José
"hermanos de Jesús" (Mt 13:55) son los hijos de una María
discípula de Cristo (cf. Mt 27:56) que se designa de manera
significativa como "la otra María" (Mt 28:1). Se trata de
parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del
Antiguo Testamento (cf. Gn 13:8; 14:16; 29:15; etc.) (CIC 500) |
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4. María Madre de la fe y de los creyentes |
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La
Santísima Virgen es la llena de gracia desde el mismo instante de su
inmaculada concepción y por lo mismo es la mujer plena de virtudes
naturales y sobrenaturales, ordenadas todas a su misión de Madre del
Hijo de Dios y a su fiel y directa cooperación en la salvación
cumplida por su Hijo. María es mujer de fe, de esperanza y de caridad como ninguna otra creatura había sido antes ni jamás lo ha de ser. |
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Cuando
Ella visita a Isabel recibe estas palabras de su pariente: "Bienaventurada
la que ha creído que se cumplirán las cosas que se le han dicho de
parte del Señor
"
(Lc l:45). Es el mismo Espíritu Santo quien habla por boca de Isabel
quien declara a María dichosa por haber creído, por haber tenido fe
y no haber padecido ni la mínima sombra de duda en Dios, cuando le
fue anunciado el misterio de la Encarnación. María no dudaba
ante lo que para otros podría haber sido absurdo o alucinante por lo
increíble. Ella, si no entendía, mantenía su fe en el estupor y
"guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón"
(Lc 2, l9). |
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“El
Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la
aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la
mujer contribuyó a la muerte, así también contribuirá a la vida.
Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo
la vida misma que renueva todas las cosas y que
fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres
fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda
mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una
nueva criatura. Enriquecida
desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad
del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por
mandato de Dios como "llena de gracia" (cf. Lc 1:28), y
ella responde al enviado celestial: "He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra" (Lc 1:38). Así María, hija de
Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y
abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin
impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma,
cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo,
sirviendo al misterio de la Redención con Él y bajo Él, por la
gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los
Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento pasivo,
sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y
obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo,
"obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género
humano entero". Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman:
"El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la
obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la
incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe"; y, comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y
afirman con mayor frecuencia: "La muerte vino por Eva; por María,
la vida".
La
constitución
Lumen gentium,
al profundizar en la maternidad de María, recuerda que se realizó
también con disposiciones eminentes del alma: «Por
su fe y su obediencia engendró en la tierra al Hijo mismo del Padre,
ciertamente sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu
Santo, como nueva Eva, prestando
fe no adulterada por ninguna duda al mensaje de Dios,
y no a la antigua serpiente» (n. 63).
Estas
palabras ponen claramente de relieve que la fe y la obediencia de María
en la Anunciación
constituyen
para la Iglesia virtudes que se han de imitar y, en cierto sentido,
dan inicio a su itinerario maternal en el servicio a los hombres
llamados a la salvación.
Ciertamente que cuando decimos que la Santísima Virgen María era una
mujer de fe como nunca la hubo, no queremos decir que se tratase de
una fe luminosa la suya, en el sentido de que todo le era evidente,
sino de una fe firme, inamovible, que se trasunta en su absoluta
obediencia.
“El Concilio Vaticano II dice que María
avanzó en la peregrinación de la fe
(LG 58).
El Evangelio nos muestra que la fe de María es
una fe oscura, una fe en camino, como la de Abraham,
que no conoce el futuro ni comprende de primeras todo lo que está
sucediendo. Ya en el mismo relato de la Anunciación, María se
pregunta qué significado puede tener el saludo del ángel (Lc 1:29),
y dice admirada: Cómo será esto posible (Lc 1:34). Una vez
nacido Jesús, se asombra de lo que dice Simeón sobre el niño
(Lc 2:33-35) y, cuando Jesús crece, no entiende lo que el hijo le
dice (Lc 2:50). Probablemente tampoco figuraban en el guión de la
propuesta del Señor las concreciones de los sinsabores vividos con y
por el hijo, las habladurías e interpretaciones, no siempre amables,
que la gente podría hacer de su virginidad, ni tantos imprevistos
que, en su función materna y como creyente, tuvo que afrontar. Como
dice Aristide Serra comentando la fe de María:
"Creer no es un privilegio que nos dispense de la fatiga
común de vivir. El rostro del verbo encarnado se busca en la
banalidad de lo cotidiano, entretejida de alegrías y penas, luz y
tinieblas, de amor y desamor, de muerte como premisa de la resurrección"
[1].
Ninguna vocación, por muy nítida que sea, puede
prever cada una de las vicisitudes por las que va a tener que pasar. Que
María sea instrumento voluntario y consciente en la obra de salvación
no significa que ha visto de antemano todos los pormenores de la
existencia que le espera. Su sí a la maternidad es lúcido y,
al mismo tiempo, sin condiciones ni cálculos porque es un sí
al plan de Dios. Su fe se
va enriqueciendo cada día por la
meditación y el discernimiento: María guardaba
todas estas cosas en lo íntimo del corazón (Lc 2:19; Lc 2:59).
En la encíclica Redemptoris
Mater, Juan Pablo II dice que María, en la Anunciación,
ha respondido a Dios con todo su "yo" humano y femenino
[2]. Ve en ese sí de
María la aplicación concreta de lo que dice el Concilio Vaticano II
sobre nuestra actitud de fe. Dice la constitución sobre la divina
revelación, a la que se refiere Juan Pablo II: "Cuando
Dios revela, el hombre tiene que someterse en la fe (Rom 16:26;
Rom 1:5; 2 Cor 10:5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y
libremente a Dios, le ofrece 'el homenaje total de su entendimiento y
voluntad', asintiendo libremente a lo que Dios revela. Para dar esta
respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y
nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el
corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede 'a
todos gusto en aceptar y creer la verdad'. Para que el hombre pueda
comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu
Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones” (Extraído de “María
mujer de fe, madre de nuestra fe” de Ignacio Ocaña). María es Madre de los creyentes porque es Madre de la fe. Su fe es más grande incluso que la de Abraham a quien llamamos padre de la fe. La Santísima Virgen María nos enseña a ser verdaderos creyentes, humildes y obedientes. A abandonarnos confiadamente en Dios aceptando sus misterios y meditándolos en el corazón. |
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5. María Madre de la Esperanza | ||
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La
Madre del Señor sufrió el dolor más desgarrador que podamos imaginar
al pie de la cruz y la mayor de las soledades, pero nunca desesperando
sino en la esperanza cierta de la victoria de su Hijo sobre la muerte.
Ella es quien sufre en el alma la Pasión de su Hijo, el dolor por el
mal de toda la humanidad presente en el Gólgota, el abandono de Dios
cuando la noche cae sobre el mundo y el Padre parece ausente. “Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, ese grito de Jesús en la
cruz quedaría clavado en el corazón de la Madre. Dolor pero no
desesperación. Dolor misteriosamente dulce por la esperanza que lo
sostiene iluminada por la fe en su Dios y Señor. Pleno de esperanza y de oración, con los Apóstoles, es también el tiempo que va desde la partida del Señor a los cielos hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
María
es la Mujer que se anuncia en el Génesis, en el llamado Protoevangelio
(Gen 3:15) o primer buen mensaje o anuncio, donde ya despunta la
esperanza salvífica. Dirigiéndose a la Serpiente dice Dios: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”. En este pasaje, según la exégesis judía basada sobre la versión griega y retomada por los Padres de la Iglesia, no es el linaje en sí sino que aparece alguien determinado de esa descendencia que será quien tendrá la victoria final. Sobre ese indicio se erigía la esperanza mesiánica de la humanidad en un Salvador vencedor de Satanás. Junto al Mesías está su Madre por quien él viene al mundo. Es la Mujer profetizada en el Génesis, no Eva sino que se develará en María la Nueva Eva, a quien Cristo legándola como Madre de la humanidad, dará el poder para luchar contra Satanás y vencerlo. Esta victoria está reflejada en la versión latina -que traduce: “ella te pisará la cabeza”- y que constituye la tradición mariológica de dicho pasaje. Con ello no se antepone la Madre al Hijo, único Redentor de la humanidad sino que se realza la figura maternal al unirla muy particularmente a la guerra que Cristo mantiene con el Enemigo y a su victoria final. En este sentido resulta muy significativa la imagen franciscana de la Virgen con el Niño quien con un tridente, desde los brazos de su Madre, atraviesa a la serpiente. Dios no sólo asocia a la Santísima Virgen en la victoria sobre el demonio y sus secuaces sino que la hace verdadera protagonista de esta lucha (ver Apocalipsis cap. 12). Por lo mismo, cuando somos atacados por los espíritus de las tinieblas depositamos nuestra confianza en su protección y en el ritual del exorcismo se reserva una parte a la invocación a la Virgen y al rezo del Santo Rosario.
Significativamente, con el nombre de Mujer, Jesucristo se dirige a su Madre y al discípulo predilecto diciendo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”... “Ahí, tienes a tu madre” (Jn 19:26-27). Es el legado que nos deja en la cruz: María Madre de todos los hombres. A partir de entonces no habremos de experimentar orfandad alguna porque sabemos que siempre estará nuestra Madre socorriéndonos y consolándonos en momentos de dificultad y dolor.
“Reina y Madre de misericordia, Abogada nuestra, Socorro de los afligidos, Auxilio de los Cristianos, Refugio de los pecadores” son más que letanías que los hijos agradecidos le hemos dado, son títulos convalidados a lo largo de la historia de la cristiandad.
Al final de los tiempos también aparece la Santísima Virgen como signo grandioso y pleno de esperanza en los cielos: “la Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12:1). Son los tiempos de la gran apostasía y también de las grandes apariciones marianas. Cuando Ella viene a dirigir la batalla final contra el Dragón, la Serpiente antigua llamado también diablo y Satanás. Y aparece la Virgen sufriendo “los dolores del parto y el tormento de dar a luz” (Ap 12:2) a los nuevos hijos, a esos que guardarán “los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús” (Ap 12:17).
María por cierto merece el título de Madre de la esperanza. Cuando parece que el mundo cae en el abismo, que todo está perdido, que todo colapsa y el mal tiene la victoria, cuando Satanás se enseñorea sobre la humanidad, aparece la Virgen Madre de Dios. Aparece la luz esperanzadora de su presencia y de su voz. Aparece toda la majestad augusta y el amor inconmensurable de su maternidad.
En estos tiempos de general apostasía y de consecuente destrucción del hombre, la Madre de Dios nos asegura con su presencia el favor del cielo, la victoria de nuestro Señor sobre el pecado, la muerte y sobre Satanás. Ella viene a traernos la luz de Cristo. Ella viene a llevarnos a Cristo, Ella viene a defender a la Iglesia y a su Pastor. Su presencia continua reaviva y fortalece nuestra esperanza e ilumina nuestra fe.
¡Madre
de todos los hombres, Madre de todos los pueblos, Madre de la Iglesia,
Madre de la Esperanza! Atribulados clamamos tu protección y Tú, hoy
como ayer, nos devuelves la esperanza perdida y nos cobijas en su Manto
protector. |
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