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Año 2010 |
25
de enero de 2010
Comentario
Más de una vez hemos reflexionado que éste es tiempo de gracia, pero
la gracia requiere siempre de nuestra cooperación y aceptación.
Siempre debe contar con nuestro asentimiento para que actúe y con
nuestra disponibilidad para rezar y hacer lo que sabemos y discernimos
es la voluntad de Dios en nuestras vidas.
Gracia es que nuestra Madre se aparezca con tanta frecuencia y durante
tanto tiempo en Medjugorje. Gracia es que nos llame a seguir el camino,
que nos propone por medio de sus mensajes mensuales y extraordinarios.
Gracia es que la escuchemos creyendo en la verdad de estas apariciones.
Gracias son las que Ella nos trae y nos ofrece para nuestra conversión
y nuestra santidad.
Toda esta ingente gracia o todas estas gracias de nada sirven si las
dejamos pasar sin hacer nada de nuestra parte. No basta con escuchar,
con leer y meditar los mensajes si luego no los ponemos en la vida, si
no hacemos lo poco y simple que nos pide.
Ahora nos recuerda que debemos orar y que la oración personal es muy
importante para el crecimiento espiritual de cada uno.
Por
medio del bautismo nos fue implantada, por así decirlo, la semilla de
la fe. Hemos recibido el Espíritu Santo y luego en el sacramento de la
confirmación de esta fe, también se nos ha infundido el Espíritu. Y
cada vez que nos abrimos a su influjo lo seguimos recibiendo. En cada
Eucaristía, el mismo Espíritu que obra el misterio viene a nosotros
por la comunión sacramental. Siempre en la medida de nuestra apertura,
conciencia del bien recibido y cooperación.
Así la fe plantada sigue firme y puede crecer. Y crecerá en la medida
que me encuentre con Dios y que lo deje entrar en mi corazón. Él en mí
y yo en Él. Porque es el Señor quien primero me llama a su intimidad. “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre yo
entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3:20).
La oración que me hace crecer en la fe –nos dice la Reina de la Paz-
es aquella en la que dedicamos tiempo para tener un encuentro privado
con nuestro Creador y Salvador. Es esa oración que hacemos “cerrando
la puerta de la habitación”, solos con Dios que está en lo
secreto (Cf. Mt 6:6). Es decir, cuando de algún modo, del que podamos,
nos apartamos en el silencio y cerramos también la puerta de los
sentidos, en el silencio, para dialogar con nuestro Señor. Es entonces
que nos encontramos en lo secreto con Él, en el santuario de nuestro
corazón.
Esa oración está hecha de palabras y de silencios. En la oración le
hablamos pero también debemos escucharle para recibir sus inspiraciones
y mociones.
Como el lugar del encuentro es el santuario del corazón, lo más íntimo
de nosotros, la oración verdadera es la oración del corazón. Es
cuando la boca o la mente habla de la plenitud del corazón (Cf Mt
12:34), cuando nuestro tesoro está puesto en Dios (Cf Mt 6:21).
Teófanes
el Recluso, autor espiritual ruso de fines del siglo XIX, escribió lo
siguiente: “Cuando pronunciéis vuestra oración, procurad que salga
del corazón. En su verdadero sentido, la oración no es otra cosa que
un suspiro dirigido a Dios; cuando falta este impulso, no se puede
hablar de oración”. Quien anhela a Dios ya está orando aunque no lo
exprese con palabras. Por eso mismo, el corazón debe ser purificado de
las pasiones, que alejan de lo sagrado y de todo pecado, mediante la
confesión.
La
primera oración debe ser la del ofrecimiento del día y para pedir que
el Señor llene nuestros vacíos. Oración de ofrecimiento y también de
abandono a su Providencia y a su Misericordia.
Oración
es la alabanza, la acción de gracias, la petición personal y la
intercesión por otros. Oración es la vocal, la de cada Rosario que
rezamos y también la mental.
Sin
embargo, además del crecimiento de la fe, de acuerdo a este mensaje,
hay otro paralelo: el de la alegría del corazón que nos vuelve
testigos alegres, gozosos de la presencia de Dios en nuestras vidas.
Ya
en el Antiguo Testamento no faltan las exhortaciones a la alegría. En
los salmos se insta repetidamente a los fieles a alegrarse. “Adorad al
Señor con reverencia y alegraos con temblor” (Sal 2) (es decir es la
alegría no de la risa vana y fatua sino del
gozo íntimo del corazón reverente hacia Dios). “Alegraos
justos en el Señor y regocijaos” (Sal 97, 68, 33 y 32) (Joel 2:23),
etc.
¡Cuánto
más a partir de la venida de nuestro Salvador, debemos alegrarnos! Alegrarnos por la Buena Noticia que Dios se hizo hombre y no sólo
estuvo sino que permanece con nosotros. La Buena Noticia que nos dio a
la Santísima Virgen como Madre. Y que Ella está también con nosotros,
y nos viene a visitar y a acompañarnos y a exhortarnos y guiarnos hacia
la felicidad verdadera, la que no tiene fin.
Cuando
nos acercamos al Señor y acrecentamos la fe por medio de la oración y
por la fe intensificamos la vida sacramental, cuando aprendemos a entrar
en la intimidad a la que Dios nos llama, cuando, en fin, nos abrimos a
la gracia y cooperamos con ella, entonces experimentamos paz y el gozo
en el Señor y ésa es nuestra fortaleza.
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25
de febrero de 2010
Por
eso, ahora no llama nuestra atención al invierno y a la oscuridad,
figura de muerte, sino al despertar a la nueva vida. Para hacérnoslo
evidente –como lo hacía su Hijo cuando hablaba a las gentes- toma
ejemplo del ambiente circundante. En este caso del tiempo estacional, ya
que en Medjugorje como en el resto de la Europa mediterránea está ya
próxima la primavera y en algunas partes, dejando atrás heladas y
nevadas, aparecen los primeros brotes y los primeros atisbos de flores.
Luego del letargo y del frío invernal con sus velados paisajes, la
naturaleza empieza a colorearse. La tierra repite el ciclo que Dios le
impone con sus leyes.
El
ser humano, en cambio, tiene la libertad de observar la Ley de Dios o de
negarla porque fue creado, ¡oh misterio de amor!, libre. Fue creado a
imagen y semejanza de su Creador. A su imagen porque posee el alma
espiritual. A su semejanza porque no es espíritu puro y su libertad no
es absoluta.
El
hombre fue hecho poco menos que los ángeles, con una inmensa dignidad,
siendo coronado de gloria y majestad (Cf. Sal 8:5), y cuando cayó el
mismo Hijo de Dios se hizo hombre para salvarlo.
La
majestad del hombre y su misma dignidad se manifiesta en que es capaz de
comprender a Dios y, por su voluntad, de anhelar su presencia y amarle.
La
voluntad humana es libre, por más que pueda estar condicionada por el
pecado, original y actual. Condicionada porque la naturaleza caída hace
al hombre un ser debilitado por la concupiscencia (tendencia hacia el
mal manifestada por el apetito desordenado hacia placeres deshonestos y
deseo desmedido de bienes terrenos) y por la ignorancia. Sin embargo, la
gracia que viene de la redención obrada por Cristo lo regenera. El
medio habitual por el cual viene la gracia es por los sacramentos, del
bautismo y de la reconciliación.
La
voluntad –nos exhorta ahora nuestra Madre en este mensaje- debe
movernos hacia la apertura a la acción divina. Aunque no diga
expresamente que el llamado es a la conversión, la Reina de la Paz está
aludiendo a otro tiempo también actual: el litúrgico.
Estamos
en el tiempo cuaresmal que es el tiempo fuerte de llamado a la conversión
personal.
En
el mensaje queda claro que es Dios quien nos convierte, quien nos modela
a su imagen santa porque nos arranca el corazón de piedra y crea en
nosotros un corazón puro (Cf. Ez 11:19).
Tiempo
cuaresmal es el de apertura a la gracia extraordinaria (la Madre de Dios
comienza el mensaje diciendo “en este tiempo de gracia”, es decir,
tiempo extraordinario de gracia extraordinaria), o sea de dar respuesta
al llamado. Es tiempo de acercamiento al amor de Dios; tiempo para
reflexionar sobre el misterio de Cristo y sobre nosotros mismos, sobre
nuestra relación con Dios y nuestro camino y acogimiento a sus gracias.
Aquí
vale ahora hacer una disquisición acerca de la traducción. En la versión
italiana dice “para que Él los transfigure y modele a su imagen”,
mientras que en la castellana está escrito “para que los
transforme…”. Me parece que, aludiendo al tiempo litúrgico, sea más
apropiado decir que la apertura de nuestro corazón permitirá que Dios
nos transfigure. En efecto, el Evangelio del domingo que sigue a este
mensaje (Domingo II de Cuaresma) es el de la Transfiguración del Señor.
Así como el Señor mostró la divinidad que estaba velada por su carne,
así también seremos transfigurados por Dios develando en nosotros la
imagen suya, que es Cristo y ésa será la impronta divina en nuestro
corazón.
Retornando
a la metáfora del letargo invernal, asociada a la muerte física y
espiritual, se nos hace evidente que ante la muerte caben dos actitudes.
O bien se la trata de conjurar negándola, disfrazándola, no pensando
en ella (por más que siempre se nos haga presente), huyendo de la
realidad de la caducidad y efímero de la vida en la tierra, o bien
trascendiéndola en la fe y la esperanza cristianas que nos abre al
horizonte de la vida eterna.
Es
una verdad universal que no queremos morir, que nuestra naturaleza
repele la muerte como algo que le es ajeno. Y esto es así porque fuimos
creados no para la muerte sino para la eternidad. Lo que nuestra Madre
nos propone es recuperar, no sofocar, ese anhelo de eternidad que es
parte de nuestra condición creatural, de seres hechos a imagen y
semejanza de Dios.
Nuestro
Creador y Salvador quiere hacer emerger en nosotros ese bien dormido en
el invierno de nuestras vidas. Por medio de Jesucristo, nuestro
Salvador, hemos de recuperar el bien perdido. Él venció, para y por
nosotros, al pecado y a la muerte. Dios nos llama y nos lleva a su Hijo,
a través de María. Si a Él nos confiamos, si a Él seguimos, si Él
vive en nosotros, entonces sí ha de aflorar la bondad que resplandece
en la vida nueva de la gracia, saciando nuestro anhelo de eternidad y de
Dios.
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25
de marzo de 2010
Las
pruebas son una suerte de poda necesaria que Dios nos hace o que permite
para nuestro crecimiento. Al reprobable uso de la libertad que el hombre
pueda hacer –o sea la de elegir el mal- Dios le opone la gracia que
permite revertirlo en bien. Y cuando se habla del mal, éste se refiere
tanto al que la persona comete contra otros y contra sí misma o al que
padece en cuanto víctima de otros.
Para
poder soportar las pruebas y pasar por ellas, necesario es, de necesidad
imprescindible, la oración. Todos necesitamos de la oración porque por
ella el Espíritu Santo nos da fortaleza, porque por ella disponemos
nuestra vida a la unión con Dios, porque por ella dialogamos con
nuestro Señor y Salvador. Todos necesitamos orar. Tanto el que se sabe
débil como el que se considera fuerte necesitan de la oración para
soportar y no ser abatido por las pruebas. Nuestra fuerza está en
Jesucristo y a Él llegamos por la oración. Por eso, la Santísima
Virgen nos pide ser fuertes en la oración, es decir, tomárnosla muy en
serio. Porque mediante la oración resistiremos los asaltos y saldremos
fortalecidos en la fe y en el amor, que es lo que cuenta.
Entonces,
porque fuertes en la oración, o sea perseverantes y serios en el empeño,
seremos fuertes en las pruebas.
“Mientras eres castigado con golpes y por la corrección de Dios, no te
desalientes, que no se te escape el lamento de la murmuración. Que la
amargura de la tristeza no te envuelva por completo, que la
pusilanimidad no te vuelva inquieto.
Que
reine siempre la serenidad en tu rostro, y la alegría en tu corazón y
resuene en tu boca el agradecimiento.
Es
necesario, en efecto, alabar el plan divino que golpea momentáneamente
a los suyos con el fin de sustraerlos a los flagelos eternos. Deprime
para elevar, corta para curar, derriba para sostener”.
Vocación
y misión van unidas. La misión sigue a la vocación. Es el Señor
quien llama mediante su gracia. Es la gracia del llamado que antecede a
la gracia de la respuesta. Lo primero que Jesucristo nos dice, aún hoy,
es “ven”, “vengan a Mí” (Cf. Mt 11:28). Luego nos envía:
“Vayan...” (Cf. Mt 18:29). Nos manda ir al mundo para predicar la
Buena Nueva, que es también la de dar testimonio que somos de Cristo,
que tenemos su impronta, la del bautismo, la señal con que nos marca el
Espíritu Santo y que sólo en Cristo encontrará el mundo la salvación.
El testimonio de vida es fundamental porque el buen cristiano es aquel
que muestra la gracia que obra en él, que refleja a su Señor en tanto
ama, perdona, es misericordioso, humilde y vive la dicha de la
Resurrección.
Durante
las pruebas es cuando se dan los más elocuentes y grandes testimonios
del señorío de Cristo sobre nuestras vidas. Cuando ante la adversidad
se sufre con alegría se da testimonio veraz y contundente de la gracia
que nos asiste y nos lleva a superar las dificultades.
Se están desatando
campañas mediáticas contra sacerdotes y religiosos aprovechando escándalos
para manchar con ellos a todo lo que es católico. Y ahora están
disparando contra el Papa. Es la cabeza visible de la Iglesia lo que les
interesa. La intención es, como reciente lo escribió la historiadora
Elizabeth Lev (1), destruir la fuerza moral de la Iglesia Católica.
Por
parte de los grandes medios vemos que hay una suerte de indignación
selectiva, como lo denunció el Arzobispo de New York, por la cual se
magnifican los escándalos, siempre abominables por cierto, que se dan
en el seno de la Iglesia Católica, mientras se pasa por alto los de
otras proveniencias religiosas o de grupos. Si se trata de algún
miembro eclesiástico entonces va con grandes titulares y en primera página
o en páginas importantes, sino es una pequeña noticia en el interior
del periódico o ni se menciona si es un telediario. Por otra parte,
llama poderosamente la atención que las masacres perpetradas contra
cristianos en la India, en Nigeria, en Pakistán y las graves
persecuciones en Egipto, para poner sólo algunos ejemplos recientes, no
sean noticia.
Luego,
la “noticia” que se ha hecho resaltar, muchas veces falsa o
provocadamente distorsionada, es tomada por otro medio y el eco se va
ampliando y magnificando hasta alcanzar prontamente entidad mundial. Un
ejemplo paradigmático es lo que está ocurriendo con el New York Times
que, en pocos días ha lanzado una feroz campaña contra el Santo Padre.
Así, siguiendo tesis preconstituidas y ordenadas con el fin de atacar a
la figura del Papa, ha forzado los hechos más allá de todo límite de
mínima veracidad y razonabilidad. Tal determinación y tendenciosidad
no puede más que dejar estupefacto, ya no a cualquier católico
sino a cualquier persona intelectualmente honesta. Sin embargo, ellos
saben muy bien qué hacen porque la mayoría de la gente no se cuestiona
lo que lee o escucha en los medios. Muchos sólo ven los titulares y son
incapaces de analizar. Entonces queda aquello de Goebbels: “miente,
miente que algo quedará, mientras más grande sea una mentira más
gente lo creerá”.
Entonces,
este mensaje también se aplica muy especialmente ahora que la Iglesia y
el Santo Padre en particular, como su cabeza visible, están bajo una
gran prueba, bajo ataques que presagian tiempos muy duros. Ahora como
nunca antes, cuando el círculo perverso quiere cerrarse en torno a la
Iglesia de Cristo, nosotros debemos cerrar el círculo de la oración y
de la adoración en torno a Cristo para preservar a nuestro Papa, para
que Dios le dé fortaleza a él y a todos nosotros con y junto a él.
La
guerra, en verdad, es contra Cristo. Sabemos, es nuestra confianza, la
de nuestra fe, que la victoria es siempre del Señor. “Ellos pelearán
contra el Cordero y el Cordero los vencerá, porque él es Señor de Señores
y Rey de Reyes y los que están con él son llamados, escogidos y fieles
(Ap 17:14). P. Justo Antonio Lofeudo
"Uno espera que los estadounidenses tengan el suficiente sentido común para cambiar de curso mucho antes de que lleguemos a este punto", concluye. (Fuente: ACI) |
25
de abril de 2010
Éste, sin lugar a dudas, es tiempo de grandes pruebas para toda la
Iglesia y también para cada uno de nosotros como hijos de la Iglesia
que sufren ante los feroces ataques que buscan embestir y mancillar su
santidad.
Junto a la dureza de los tiempos que nos toca vivir, comunitariamente y
también en lo personal, se nos presenta la misericordia de Dios en la
presencia de la Santísima Virgen por medio de sus apariciones.
Conocedores de esta presencia tan cercana y maternal es que nos
dirigimos en oración a la Madre de Dios buscando su intercesión.
Espontáneamente acudimos a la Santísima Virgen, presentándole
nuestras intenciones, porque sabemos que podemos confiar en nuestra
Madre y que su intercesión es poderosa porque es también la Madre del
Señor. Las intenciones que le presentamos son necesidades espirituales
y materiales, propias o de otras personas por las que pedimos.
Nuestra Madre todo esto lo sabe, escucha nuestros ruegos, los acepta en
la medida que son aceptables y los presenta al Señor de quien recibe
las gracias para sus hijos. Hasta aquí es, digamos, el contenido normal
de nuestra relación filial y orante con nuestra Madre del Cielo. Ahora,
la Santísima Virgen nos pide dar un paso más. Lo hace apelando a
nuestra generosidad de hijos que la escuchan y que quieren seguirla,
para que recemos por otros, a quienes no conocemos pero Ella sí conoce.
Quiere que nuestras oraciones sean por los que tienen cerrado el corazón
al llamado de este tiempo de misericordia, que se manifiesta en las
apariciones y los mensajes de la Reina de la Paz en Medjugorje.
Nuestras oraciones, por estas intenciones particulares, dirigidas a la
Madre de Dios harán que pueda Ella ayudar a esas personas alejadas de
la divina gracia.
La primera es la figura preeminente de la Santísima Virgen en la obra
de la Redención, dispuesta por el Altísimo desde su Inmaculada
Concepción. Ella es la Mujer elegida desde la eternidad, antes del
mismo pecado de nuestros padres, para unirse en seguimiento al Salvador.
Creada Inmaculada en mérito a la Redención que Jesucristo llevará a
cabo, obediente en todo a Dios, atesorando en su corazón cada momento
de la vida de su Hijo, será finalmente al pie de la cruz, cuando
Jesucristo cumple la obra de salvación de todos los hombres, que María
de Nazaret, unido íntimamente su sacrificio al de su Hijo, perfeccionará
su misión corredentora.
Luego,
este mensaje nos dice que en la historia de la salvación, cada uno de
nosotros tiene también una cierta misión, o sea que no debemos ser
meros espectadores del drama salvífico sino que cada uno podrá dar o
hacer algo para el bien espiritual y el destino de eternidad de los demás.
Si bien es muy cierto, como lo acaba de recordar el Santo Padre, que
“el sacerdote continúa la obra de Redención en la tierra”, ello no
excluye que todos los demás cristianos sean instrumentos de salvación
por medio de sus ejemplos de vida, oraciones y ofrecimientos. De un modo
directo o indirecto todos somos solidarios, puesto que la salvación no
es aventura meramente personal.
A través del mensaje también se nos hace evidente que nuestra
contribución a la salvación de otros se realiza junto a la Madre de
Dios y que Ella, en esto, necesita de nosotros. Nuestras, pobres pero
indispensables, oraciones unidas a las suyas, poderosas, permitirán a
la Virgen ayudar a que otros accedan a la gracia. La gracia, que supera
todo mal, se manifiesta ahora en la atención y acatamiento a estos
mensajes celestiales, medio ciertamente no único pero sí privilegiado
que Dios ha elegido en estos tiempos para rescatar a la humanidad
doliente y rebelde.
Este mensaje nos dice algo más: por cuanto gratuita sea la gracia que
Dios nos da a través de la Virgen hay una parte que nos compete hacer a
nosotros para que la gracia actúe y esa es la de aceptarla. Por eso, la
gracia es al mismo tiempo don y conquista.
La Madre de Dios interviene con nuestras oraciones (debemos subrayar que
es “con nuestras oraciones”) para que los que están alejados de
Dios, que lo ignoran, lo rechazan, lo desprecian, puedan aceptar estos
mensajes y así abrirse al conocimiento de Dios, amarlo y salvarse.
Podemos estar muy seguros que las suyas son intenciones de salvación de
sus hijos y que todos nosotros estamos incluidos en ellas.
La mirada atenta y la intercesión de nuestra Madre y Señora nos debe
dar siempre la confianza de su cercanía.
Cuando
somos conscientes de que la Reina de la Paz está con nosotros,
intercediendo por cada uno, logramos escuchar la voz de sus mensajes.
Y ahora, ¿qué esperamos para unirnos a la Reina de todo lo Creado y
obedecerla para que otros, por Jesucristo, sean salvados? Empecemos ya a
rezar nuestros rosarios y a ofrecer Misas y sacrificios personales por
las intenciones de la Santísima Virgen. Ella nos lo agradece bendiciéndonos. |
25
de mayo de 2010
Ningún creyente y menos un cristiano puede dudar que la vida es gracia
de Dios. También por gracia, que viene del Espíritu Santo, se es capaz
de discernir el bien del mal y, siempre por la misma gracia divina
-superando nuestra naturaleza caída- a ese bien poder realizarlo.
Otro aspecto que se deriva es poder custodiar lo bueno que anida
en cada uno, en otros y en el ambiente circundante.
El
amor de Dios exige que seamos santos. “Sean santos como Dios es
santo”, exhorta san Pedro en su primera carta. La santidad es la unión
con Dios y por tanto la suma felicidad y destino del hombre.
Ese
amor que Dios nos tiene es personal y al mismo tiempo universal. Por
eso, la gracia también permite transmitir la bondad de la cercanía con
el Señor a otras personas por medio del ejemplo y de la exhortación
explícita, inspirándolas y animándolas a ser mejores y más santas.
Sin
embargo, ¡cuántas veces los mejores propósitos se ven frustrados por
tantos y tan diversos motivos! ¡Cuántas veces no hacemos el bien que
queremos sino el mal que no deseamos! ¡Cuántas veces nos equivocamos y
queriendo hacer un bien terminamos dañando a otros y a nosotros mismos!
¡Cuántas otras por incapacidad o desidia no custodiamos el bien propio
ni el ajeno y degradamos la naturaleza que nos circunda o no hacemos
nada para impedirlo! Y no siempre somos nosotros los únicos causantes
de la pérdida del bien y de la realización del mal. Ciertamente,
cuando cometemos el mal -dejando de lado actos involuntarios o
ignorancia invencible- es porque en nosotros existe una propensión en
hacer el mal. Pero, ese mal es alentado, aumentado, propagado y llevado
a extremos más allá de lo humano por el gran Enemigo (o sea Satanás,
que significa Adversario) de Dios y del hombre. Y esto desde siempre;
desde el comienzo mismo de la creación -en un momento desconocido para
nosotros pero no por eso incierto- el hombre por instigación y envidia
de la antigua serpiente o Satanás, desconfiando de su Creador y
queriendo ser él dios, decidiendo autónomamente qué es bueno y qué
es malo, se separó de la intimidad y amistad de Dios perdiendo así el
Sumo Bien. Desde entonces el mal no ha dejado de interponerse entre el
hombre y Dios.
El
mal no es un mera abstracción sino algo muy concreto que nos lleva a la
infelicidad y a la destrucción y hasta a la condena eterna del
infierno. Satanás es ese “ser
viviente, espiritual, pervertido y pervertidor, realidad terrible,
misteriosa y temible”,
(de quien hablaba el Papa Pablo VI en una de sus catequesis recordando
la enseñanza de la Iglesia) que desde los orígenes y hasta el final de
la historia se interpone entre Dios y el hombre para destruirlo y
ofender el amor divino.
Satanás no duerme, no
deja nunca de instigarnos, seducirnos, amenazarnos y atacarnos.
Nuestra Santísima Madre nos pone en guardia sobre la acción demoníaca
de estos tiempos y, por vez primera, habla de algo muy concreto: el
modernismo, como instrumento diabólico para desviarnos del camino de
Dios y llevarnos por el que conduce a la perdición.
Ante
esta seria advertencia conviene detenernos para ver qué es eso del
modernismo.
El
modernismo, en lo que más preocupa, atañe sobre todo a la fe,
desconociéndole primacía alguna y degradándola a mera creencia de fábulas
que han sido repetidas y se pudieron mantener hasta que llegó la
ciencia positiva actual. Desconoce el orden sobrenatural y todo absoluto
que no sea el suyo. Habla sí de amor y de libertad pero son términos
equívocos, no son los que nos enseñó el Señor y sigue enseñando la
Madre Iglesia. Utiliza eufemismos para ocultar el mal que propone
disfrazándolo de bien. Así por ejemplo al aborto lo llama
“interrupción voluntaria del embarazo”, ¡como si luego se pudiera
reanudarlo! Hay que saber que la primera táctica del Enemigo es
corromper y pervertir el lenguaje y llamar con la misma o con una
aceptable palabra el significado contrario. El espíritu del mundo está
impregnado de modernismo.
Fue
sobre todo en el siglo XIX que los Papas vieron el peligro que esta
corriente entrañaba (ahora se habla de neo-modernismo, pero es el mismo
modernismo al que se le ha quitado la pátina y se lo ha recubierto con
nuevos discursos).
Ya a mediados del siglo XIX el Papa Pío IX condena en el “Syllabus”
por heréticas a 65 proposiciones modernistas.
Luego es san Pío X que en su Encíclica “Pascendi” denuncia la doctrina modernista como “el conjunto
de todas las herejías”. Dice el Papa que si bien nunca faltaron,
suscitados por Satanás, “hombres de lenguaje perverso”, “sujetos
al error y que arrastran al error”, “decidores de novedades y
seductores”, en estos tiempos los enemigos de Cristo usan nuevas artes
llenas de perfidia con el fin de, si fuera posible, aniquilar la Iglesia
y destruir el Reino de Cristo. Lo peor –sigue diciendo- y que grandísimo
dolor y angustia causa, es que se ocultan en el mismo seno de la
Iglesia.
A
este punto no podemos menos que recordar las muy actuales palabras del
Santo Padre Benedicto XVI, en su reciente peregrinación a Fátima,
cuando dice: “La novedad que podemos descubrir hoy en este mensaje (se
refería al tercer secreto de Fátima) reside en el hecho de que los
ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los
sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la
Iglesia, del pecado que hay en la Iglesia. También esto se ha sabido
siempre, pero hoy lo vemos de modo realmente tremendo: que la mayor
persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que
nace del pecado en la Iglesia...”. Y no se refería simplemente a
la pedofilia sino a todo pecado que la corrompe como la apostasía de la
fe, la rebelión al Magisterio, la ambición de poder, la banalización
del misterio y el ataque a todo lo que es sagrado y santo, …
Asimismo,
en el pasado siglo XX aparecen teólogos y liturgistas que siguen en la
misma tarea de socavar los fundamentos de la Iglesia. En los Países
Bajos, apenas concluido el Concilio Vaticano II, se publica el Nuevo
Catecismo para Adultos, llamado “Catecismo holandés”. Estamos
ante el manual del neo-modernismo, un verdadero compendio de herejías.
Interviene Pablo VI. Se detectan la gran mayoría de los errores del
modernismo aunque bajo otras presentaciones más elaboradas y
sofisticadas. El pretendido “catecismo” inducía a la duda o negaba
verdades fundamentales de nuestra fe como la concepción virginal de Jesús,
la virginidad perpetua de María, la real Presencia eucarística, la
pre-existencia de Cristo y su Encarnación, la infalibilidad de la
Iglesia, la diferencia entre sacerdocio ministerial y común, el Primado
del Papa, los milagros de Cristo, los novísimos, la muerte y la
resurrección, el sacramento de la penitencia, la indisolubilidad del
matrimonio, la regulación de los nacimientos y una lista aún mayor de
herejías. Ante ese, diríamos hoy, tsunami heterodoxo, el Papa Pablo VI
reaccionó con el Credo del Pueblo de Dios (30 junio 1968) (Ver
Anexo a continuación).
Lo grave es que esta corriente hereje ha estado muy difundida porque sus
sostenedores han ocupado durante muchos decenios cátedras en seminarios
y facultades de teología, entre las más importantes de Occidente,
influyendo enormemente en la formación de futuros pastores escépticos,
críticos y en rebeldía con la Tradición. Aún hoy a una de estas
figuras, mentor del catecismo y de la misa holandesa, Wikipedia la
considera “el mejor teólogo católico sin duda del siglo XX”.
Otra
cuestión grave fue la llamada misa holandesa en la que se admite que un
laico, en la ausencia inevitable de un sacerdote y por vía del
sacerdocio común que confiere el bautismo, pueda celebrar válidamente
la misa. Esa falsa y perversa doctrina se fue aplicando y extendiendo en
Holanda y otros países. Todas ésas, obviamente, son misas ilegítimas,
ilícitas y por tanto inválidas.
El otro punto de
ataque vino de la liturgia, de aquellos que han querido “librar a la
liturgia de todas las escorias con que la ha oscurecido la Edad
Media”. Entre ellas, ¡atención!, “la excesiva insistencia en la
presencia real en la Eucaristía”. Algunos monjes liturgistas y teólogos,
en el primer tercio del Siglo XX y posteriormente, pusieron mano a la
obra de “purificación” atacando a la tradición y con ella al
misterio, en aras de formar una piedad colectivista. El ataque frontal
era contra el Concilio de Trento.
Por vía de la
liturgia querían cambian la doctrina sobre la Iglesia.
No es posible en
este comentario, que aún pretende no ser muy extenso, entrar en más
detalles para poder darnos cuenta del porqué hemos llegado a la anarquía
y banalización litúrgica de nuestros días y comprender también el
porqué de los esfuerzos del Santo Padre para recuperar el misterio y
toda la belleza y la riqueza de la divina liturgia.
Otro ariete, con
el que el neo-modernismo arremete, para derribar las puertas de la
Iglesia, es el relativismo o lo que el Santo Padre llama “la dictadura
del relativismo”.
El
entonces Cardenal Ratzinger, en la Misa que presidió antes del Conclave
del 2005, reflexionó y nos hizo reflexionar con estas palabras. “¡Cuántos
vientos de doctrinas hemos conocido en estos últimos decenios, cuántas
corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento… La pequeña
barca del pensamiento de muchos cristianos a menudo se vio agitada por
estas olas –lanzadas de uno a otro extremo; del marxismo al
liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo
radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo
al sincretismo, etcétera”.
Y
agregaba: “Poseer una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es a
menudo etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, el
dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina, aparece
como la única actitud a la altura de los tiempos actuales. Se va
constituyendo así una dictadura del relativismo que no reconoce nada
como definitivo y que deja como última medida sólo al propio yo y sus
deseos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el
verdadero hombre. Es Él la medida del verdadero humanismo. ‘Adulta’
no es una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad; adulta
y madura es una fe profundamente radicada en la amistad con Cristo”.
De Él viene “el criterio para discernir entre lo verdadero y lo
falso, entre el engaño y la verdad”.
La dictadura del
relativismo, que refuta la verdad absoluta, promueve viva y eficazmente
a todo teólogo que pase por innovador y que sea visto a tono con el
mundo y sus dictámenes. Es decir, todo aquel que esté contra el Papa y
su Magisterio, contra la sana doctrina, contra la verdadera fe, contra
los principios morales no negociables, contra lo sagrado, ése será
inmediatamente exaltado, propuesto como modelo de la nueva Iglesia y
difundido por todos los canales de los medios masivos de difusión y de
opinión. Y por esos medios poderosos, a base de una remachadora
insistencia, crean una opinión pública. La gente acaba por repetir
slogans e ideas impuestas como si fueran verdaderas. Hoy, por ejemplo,
uno de los puntos preferidos de ataque externos y también internos es
la figura del Santo Padre y el tema del celibato. Desde adentro hay
quienes desde cierta teología y alta jerarquía están ya proponiendo
un gobierno colegiado o sinodal de la Iglesia para restarle fuerza y
primacía al Papa y poder introducir sus desviaciones.
Hace
ya 40 años que el Cardenal Siri, como ahora el Santo Padre, reconocía
que “la actual situación de la Iglesia es una de las más graves de
su historia, porque esta vez no se trata de la persecución exterior la
que la ataca sino la perversión de adentro que es más grave”.
Hablaba de “aquellos que usan de su función eclesiástica para
subvertir la Iglesia”. Hablaba de abusos en la liturgia y de la
ideología ecumenista. Afirmando luego que “lo más urgente es
restaurar en la Iglesia la distinción entre verdad y error”.
Es
decir, denunciaba los efectos devastadores del modernismo y daba las
pautas para combatirlo, tal cual está haciendo paciente y decidida y
valientemente nuestro Papa Benedicto XVI. El principal antitodo, nos
dice la Santísima Virgen y el Papa, es la santidad de vida de todos
nosotros que somos Iglesia, fieles y sacerdotes.
Nuestra
Madre apela al amor, a su amor y al amor que le tenemos para que amemos
a Dios por sobre todas las cosas, puesto que éste es el primer
mandamiento y vivamos todos sus otros Mandamientos. Los Mandamientos van
más allá del Decálogo. Dios se encarnó; nos visitó, hablando
palabras de hombre y cumpliendo actos humanos nos enseñó y mandó que
lo imitásemos; fundó su Iglesia, nuestra Iglesia que es su forma de
permanecer con nosotros; antes de entregarse voluntariamente a la muerte
nos regaló el inefable, infinito don de Sí mismo en la Eucaristía;
nos pidió custodiar sus palabras, su Presencia, todo lo santo que nos
dio, nos dio una Madre en el Cielo, su misma Madre en la tierra. Por
eso, cumplir sus Mandamientos es amar y someternos amorosamente a todo
lo que nos dio. Debemos escuchar qué dice Pedro, nuestro Papa,
obedecerlo, escuchar su voz iluminante en este tiempo de oscuridad,
seguirlo porque nos lleva a la sana doctrina, defenderlo. Debemos, como
nos pide nuestra Santísima Madre e insiste ahora el Papa, volvernos
constantemente a Dios, en continua conversión. Debemos en nuestras
vidas traer el orden, la paz, la armonía, la verdad a los demás. Con
ello y con nuestras oraciones y sufrimientos ofrecidos a Dios nuestra
vida cobrará sentido de trascendencia y seremos verdaderos portadores
de paz, verdaderos hijos de Dios. CREDO DEL PUEBLO DE DIOS Profesión de fe del Papa Pablo VI [1] 1.
Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu. 2.
Creemos que este Dios único es absolutamente uno. 3.
Creemos en el Padre que engendra al Hijo desde toda la eternidad. 4.
Creemos en nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. 5.
Creemos en el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida. 6.
Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado,
nuestro Dios y Salvador Jesucristo. 7.
Creemos que en Adán todos pecaron. 8.
Creemos que Nuestro Señor Jesucristo por el Sacrificio de la Cruz nos
rescató del pecado original y de todos los pecados personales. 9.
Creemos en un solo Bautismo, instituido por nuestro Señor Jesucristo
para el perdón de los pecados. 10.
Creemos en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica,
edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro. 11.
Creemos todo lo que está contenido en la Palabra de Dios escrita o
transmitida. 12.
Creemos en la infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro. 13.
Creemos que la Iglesia es indefectiblemente una en la fe, en el culto y
en el vínculo de la comunión jerárquica. 14.
Creemos que la Iglesia es necesaria para salvarse. 15.
Creemos que la Misa es el Sacrificio del Calvario. 16.
Creemos que el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten
en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo glorioso. 17.
Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de
Cristo no es de este mundo. 18.
Creemos en la vida eterna. 19.
Creemos que la multitud de aquellos que se encuentran reunidos en torno
a Jesús y a María en el Paraíso, forman la Iglesia del cielo. 20.
Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo. 2. Creemos que este Dios único es absolutamente uno en su esencia infinitamente santa al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. "El es el que es", como lo ha revelado a Moisés (Cf. Ex:3,14); y "Él es Amor", como el apóstol Juan nos lo enseña (Cf. 1 Jn:4,8); de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma Realidad divina de Aquél que ha querido darse a conocer a nosotros y que, "habitando en una luz inaccesible" (Cf. 1 Tim:6,16) está en sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. Solamente Dios nos puede dar ese conocimiento justo y pleno de sí mismo revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por gracia a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y más allá de la muerte en la luz eterna. Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las Tres Personas, siendo cada una el solo y el mismo Ser divino, son la bienaventurada vida íntima del Dios tres veces santo, infinitamente superior a lo que podemos conocer con la capacidad humana (Cf. Dz. Sch. 804). Damos con todo gracias a la Bondad divina por el hecho de que gran número de creyentes puedan atestiguar juntamente con nosotros delante de los hombres la Unidad de Dios, aunque no conozcan el Misterio de la Santísima Trinidad. 3. Creemos en el Padre que engendra al Hijo desde toda la eternidad; en el Hijo, Verbo de Dios, que es eternamente engendrado; en el Espíritu Santo, Persona increada, que procede del Padre y del Hijo, como eterno Amor de ellos. De este modo en las Tres Personas divinas, "coaeternae sibi et coaequales" [eternas e iguales entre sí] (Cf. Dz. Sch., 75), sobreabundan y se consuman en la eminencia y la gloria, propias del Ser increado, la vida y la bienaventuranza de Dios perfectamente uno, y siempre "se debe venerar la Unidad en la Trinidad y [Se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María y se hizo hombre] la Trinidad en la Unidad" (Cf. Dz. Sch., 75). 4.
Creemos en nuestro Señor Jesucristo, que es el Hijo de Dios. Él es el
Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial
al Padre, "homoousios to Patri" (Cf. Dz. Sch., 150), y por
quien todo ha sido hecho. Se encarnó por obra del Espíritu Santo en el
seno de la Virgen María y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre
según la divinidad, e inferior al Padre según la humanidad (Cf. Dz.
Sch., 76), y uno en sí mismo (no por una imposible confusión de las
dos naturalezas, sino) por la unidad de la persona (Cf. Dz., Sch. 76). 6. Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado, nuestro Dios y Salvador Jesucristo (Cf. Dz. Sch., 251-252), y que por virtud de esta elección singular, Ella ha sido, en atención a los méritos de su Hijo, redimida de modo eminente (Cf. Lumen Gentium, 53), preservada de toda mancha de pecado original (Cf. Dz. Sch., 2803) y colmada del don de la gracia más que todas las demás criaturas (Cf. Lumen Gentium, 53). Asociada por un vínculo estrecho e indisoluble a los Misterios de la Encarnación y de la Redención (Cf. Lumen Gentium, 53, 58, 61), la Santísima Virgen, la Inmaculada, ha sido elevada al final de su vida terrena en cuerpo y alma a la gloria celestial (Cf. Dz. Sch., 3903) y configurada con su Hijo resucitado en la anticipación del destino futuro de todos los justos. Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia (Cf. Lumen Gentium, 53, 56, 61, 63; Pablo VI, "Aloc. en la clausura de la III Sección del Concilio Vat. II": AAS LVI (1964 1016); Exhort. Apost. "Signum Magnum", Introd.), continúa en el cielo su misión maternal para con los miembros de Cristo cooperando al nacimiento y al desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos (Cf. Lumen Gentium 62; Pablo VI, Exhort. Apost. "Signum Magnum", P. 1, n. 1). 7. Creemos que en Adán todos pecaron, lo cual quiere decir que la falta original cometida por él hizo caer a la naturaleza humana, común a todos los hombres, en un estado en que experimenta las consecuencias de esta falta y que no es aquel en el que se hallaba la naturaleza al principio en nuestros padres, creados en santidad y justicia y en el que el hombre no conocía ni el mal ni la muerte. Esta naturaleza humana caída, despojada de la vestidura de la gracia, herida en sus propias fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte se transmite a todos los hombres y en este sentido todo hombre nace en pecado. Sostenemos, pues, con el Concilio de Trento [Creemos que Nuestro Señor Jesucristo por el Sacrificio de la Cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales] que el pecado original se transmite con la naturaleza humana "no por imitación, sino por propagación" y que por tanto "es propio de cada uno" (Cf. Dz. Sch., 1513). 8. Creemos que Nuestro Señor Jesucristo por el Sacrificio de la Cruz nos rescató del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que, según afirma el Apóstol, "donde había abundado el pecado, sobreabundó la gracia" (Cf. Rom., 5,20). 9. Creemos en un solo Bautismo, instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. El bautismo se debe administrar también a los niños que todavía no son culpables de pecados personales, para que, habiendo sido privados de la gracia sobrenatural, renazcan "del agua y del Espíritu Santo" a la vida divina en Cristo Jesús (Cf. Dz. Sch., 1514). 10. Creemos en la Iglesia, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que es Pedro. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo, al mismo tiempo sociedad visible, instituida con organismos jerárquicos, y comunidad espiritual; la Iglesia terrestre, el Pueblo de Dios peregrino aquí abajo y la Iglesia colmada de bienes celestiales, el germen y las primicias del Reino de Dios, por el que se continúa a lo largo de la historia de la humanidad la obra y los dolores de la Redención y que tiende a su realización perfecta más allá del tiempo en la gloria (Cf. Lumen Gentium, 8 y 5). En el correr de los siglos, Jesús, el Señor, va formando su Iglesia por los sacramentos, que emanan de su Plenitud (Cf. Lumen Gentium, 7.11). Por ellos hace participar a sus miembros en los misterios de la Muerte y de la Resurrección de Cristo, en la gracia del Espíritu Santo, fuente de vida y de actividad (Cf. Sacrosanctum Concilium, 5,6; Lumen Gentium, 7, 12, 50). Ella es, pues, santa, aun albergando en su seno a los pecadores, porque no tiene otra vida que la de la gracia: es, viviendo esta vida, como sus miembros se santifican; y es, sustrayéndose a esta misma vida, como caen en el pecado y en los desórdenes que obstaculizan la irradiación de su santidad. Y es por esto que la Iglesia sufre y hace penitencia por tales faltas que ella tiene el poder de curar en sus hijos en virtud de la Sangre de Cristo y del Don del Espíritu Santo. Heredera de las promesas divinas e hija de Abrahán según el Espíritu, por aquel Israel cuyas Escrituras guarda con amor y cuyos Patriarcas y Profetas venera: fundada sobre los Apóstoles y transmitiendo de generación en generación su palabra siempre viva y sus poderes de Pastores en el Sucesor de Pedro y los Obispos en comunión con él; asistida perennemente por el Espíritu Santo, tiene el encargo de guardar, enseñar, explicar y difundir la Verdad que Dios ha revelado de una manera todavía velada por los Profetas y plenamente por Cristo Jesús. 11. Creemos todo lo que está contenido en la Palabra de Dios escrita o transmitida y que la Iglesia propone para creer como divinamente revelado, sea por una definición solemne, sea por el magisterio ordinario y universal (Cf. Dz. Sch., 3011). 12. Creemos en la infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro, cuando enseña ex cathedra [desde la cátedra] como Pastor y Maestro de todos los fieles (Cf. Dz. Sch., 3074) y de la que está asistido también el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el magisterio supremo en unión con él (Cf. Lumen Gentium, 25). 13. Creemos que la Iglesia fundada por Cristo Jesús, y por la cual El oró, es indefectiblemente una en la fe, en el culto y en el vínculo de la comunión jerárquica. Dentro de esta Iglesia, la rica variedad de ritos litúrgicos y la legítima diversidad de patrimonios teológicos y espirituales, y de disciplinas particulares, lejos de perjudicar a su unidad, la manifiesta ventajosamente (Cf. Lumen Gentium, 23; Orientalium Ecclesiarum, 2, 3, 5, 6). Reconociendo también, fuera del organismo de la Iglesia de Cristo, la existencia de numerosos elementos de verdad y de santificación que le pertenecen en propiedad y que tienden a la unidad católica (Cf. Lumen Gentium, 8) y creyendo en la acción del Espíritu Santo que suscita en el corazón de los discípulos de Cristo el amor a esta unidad (Cf. Lumen Gentium, 15), Nos abrigamos la esperanza de que los cristianos que no están todavía en plena comunión con la Iglesia única se reunirán un día en un solo rebaño con un solo Pastor. 14. Creemos que la Iglesia es necesaria para salvarse, porque Cristo, el solo Mediador y Camino de salvación, se hace presente para nosotros en su Cuerpo que es la Iglesia (Cf. Lumen Gentium, 14). Pero el designio divino de la salvación abarca a todos los hombres; y los que sin culpa por su parte ignoran el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sinceridad y, bajo el influjo de la gracia, se esfuerzan por cumplir su voluntad conocida mediante la voz de la conciencia, éstos, cuyo número sólo Dios conoce, pueden obtener la salvación (Cf. Lumen Gentium, 16). 15. Creemos que la Misa celebrada por el sacerdote, representante de la persona de Cristo, en virtud del poder recibido por el sacramento del Orden, y ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo Místico, es el Sacrificio del Calvario, hecho presente sacramentalmente en nuestros altares. 16. Creemos que del mismo modo que el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo glorioso, y reinante en el cielo, y creemos que la misteriosa presencia del Señor, bajo lo que sigue apareciendo a nuestros sentidos igual que antes, es una presencia verdadera, real y sustancial (Cf. Dz. Sch., 1651). Cristo no puede estar así presente en este Sacramento más que por la conversión de la realidad misma del pan en su cuerpo y por la conversión de la realidad misma del vino en su Sangre, quedando solamente inmutadas las propiedades del pan y del vino, percibidas por nuestros sentidos. Este cambio misterioso es llamado por la Iglesia, de una manera muy apropiada, "transustanciación". Toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, para estar de acuerdo con la fe católica debe mantener que en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el Cuerpo y la Sangre adorables de Cristo Jesús son los que están desde ese momento realmente delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino (Cf. Dz. Sch., 1642, 1651-1654; Pablo VI, Enc. "Mysterium Fidei"), como el Señor ha querido para darse a nosotros en alimento y para asociarnos en la unidad de su Cuerpo Místico (Cf. S. Th., III, 73,3). La existencia única e indivisible del Señor en el cielo no se multiplica, sino que se hace presente por el Sacramento en los numerosos lugares de la tierra donde se celebra la Misa. Y sigue presente, después del sacrificio, en el Santísimo Sacramento que está en el tabernáculo, corazón viviente de cada una de nuestras iglesias. Es para nosotros un dulcísimo deber honrar y adorar en la santa Hostia que ven nuestros ojos al Verbo Encarnado que no pueden ver, el cual sin abandonar el cielo se ha hecho presente ante nosotros. 17. Confesamos que el Reino de Dios iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de las técnicas humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al Amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres. Este mismo amor es el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres. Sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo, los alienta también, en conformidad con la vocación y los medios de cada uno, a contribuir al bien de la ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz y la fraternidad entre los hombres, a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados. La intensa [Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo son llevadas por Jesús al Paraíso como hizo con el buen ladrón] solicitud de la Iglesia, Esposa de Cristo, por las necesidades de los hombres, por sus alegrías y esperanzas, por sus penas y esfuerzos, nace del gran deseo que tiene de estar presente entre ellos para iluminarlos con la luz de Cristo y juntar a todos en Él, su único Salvador. Pero esta actitud nunca podrá comportar que la Iglesia se conforme con las cosas de este mundo ni que disminuya el ardor de la espera de su Señor y del Reino eterno. 18. Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de cuantos mueren en la gracia de Cristo -ya las que todavía deben ser purificadas en el purgatorio, ya las que desde el instante en que dejan los cuerpos son llevadas por Jesús al Paraíso como hizo con el buen ladrón-, constituyen el Pueblo de Dios más allá de la muerte la cual será definitivamente vencida en el día de la resurrección cuando esas almas se unirán de nuevo a sus cuerpos. 19. Creemos que la multitud de aquellos que se encuentran reunidos en torno a Jesús y a María en el Paraíso, forman la Iglesia del cielo donde, en eterna bienaventuranza, ven a Dios tal como es (Cf. 1 Jn., 3,2; Dz. Sch., 1000) y donde se encuentran asociadas, en grados diversos, con los santos Ángeles al gobierno divino ejercido por Cristo en la gloria, intercediendo por nosotros y ayudando nuestra flaqueza mediante su solicitud fraternal (Cf. Lumen Gentium, 49). Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo, de los que aún peregrinan en la tierra, de los difuntos que cumplen su purificación, de los bienaventurados del cielo. 20. Creemos en la comunión de todos los fieles de Cristo, de los que aún peregrinan en la tierra, de los difuntos que cumplen su purificación, de los bienaventurados del cielo, formando todos juntos una sola Iglesia; y creemos que en esta comunión el amor misericordioso de Dios y de los Santos escucha siempre nuestras plegarias, como el mismo Jesús nos ha dicho: Pedid y recibiréis (Cf. Luc. 10,9-10; Jn., 16,24). De esta forma, con esta fe y esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. ¡Bendito sea Dios, tres veces santo! Amén. PABLO
VI, Papa Basílica
de San Pedro 30
de junio de 1968
[1] Cumpliendo con el mandato de Cristo a Pedro, a saber, la de confirmar a sus hermanos en la fe (1 Tim 6:20), el sumo Pontífice Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968 una solemne profesión de fe que explica y recoge el contenido del Credo o símbolo Niceno. Desde entonces el texto ha sido un excelente punto de referencia para discernir cual es la verdadera doctrina católica en tiempos de confusión. |
25 de junio de 2010 ¡29°
Aniversario de las Apariciones!
En
la versión original griega del Evangelio de san Lucas, el saludo del ángel
a la doncella de Nazaret sonaba así: “¡Alégrate (regocíjate) llena
de gracia!”. El saludo anticipaba la grandísima noticia que le sería
dada. Ahora también Ella nos saluda en el signo de la alegría porque
sus mensajes son buena noticia, son Evangelio que nos lleva a su Hijo.
Nuestra
Madre expresa su alegría porque el Señor le ha permitido y sigue
permitiendo, después de 29 años, manifestarse de este modo tan
especial y dirigirnos sus mensajes a nosotros sus hijos.
Ese
gran hombre de Dios, teólogo y conocedor del mundo espiritual, que fue
don Divo Barsotti, a propósito de esa capacidad que tiene la Santísima
Virgen de estar fuera del tiempo y en la gloria divina pudiendo
contemporáneamente estar en la vida de cada uno de sus hijos y sus
hijas, decía: “No es que la Virgen aparezca sino que son nuestros
ojos que la ven… Las apariciones de la Virgen es el don de una nueva
vista, vista en la que se manifiesta lo que habitualmente no aparece, no
porque las cosas no sean sino porque nuestra mirada no es capaz de
percibir esta luz… La respuesta se puede resumir así: no son nuestros
ojos que la ven, es Ella que tiene necesidad de entrar en comunión con
nosotros, y no podría ser de otro modo”.
La
Madre de Dios y Madre nuestra siempre está a nuestro lado y siempre
acude a nuestro llamado aún cuando no la veamos.
También
hay alegría porque la misión de llevar a Jesús es siempre de intenso
gozo. Quien ama al Señor (y ¿quién más que su Madre?) arde de deseos
de hacerlo conocer y llevar a otros hacia Él, para que lo amen y lo
adoren. Y ello siempre implica gran alegría: la del anuncio y la de ver
coronada la aspiración cuando quienes estaban lejos se acercan al Señor.
El
Reino de los Cielos, el Reino de Dios, es el Reino de la felicidad. Ser
conscientes de ello nos permite vivir los mensajes, vivir el Evangelio
como buena, bella y alegre noticia, vivirlos gozosamente, y no como una
carga pesada que hay que soportar. Como tantas veces repetía san Pablo,
nosotros vivimos en la gracia que nos viene de Cristo Jesús, no bajo el
yugo insoportable de la ley. Nuestro deber de amar, a Dios por sobre
todas las cosas y al prójimo, por la gracia del Señor se convierte en
un dulcísimo deber.
La
misión de la Santísima Virgen ha sido y es traer a Jesús y llevar a
todos a Él. Ella es la llena de gracia porque concibió y dio a luz al
autor de la gracia, porque recibió la plenitud de la gracia como para
seguirlo hasta el propio sacrificio de la cruz. María Santísima es la
Mediadora y Dispensadora de todas las gracias. De Dios las recibe y Ella
las dona y Ella conduce siempre a Jesucristo, la fuente de todas las
gracias. La Virgen Inmaculada no deja de co-operar (obrar con su Hijo)
en grado excelso a la salvación de los hombres. Verdad de fe es que Uno
sólo es el Salvador de los hombres, siendo su Madre María la que
mejor, más rápido y en manera más segura conduce a su Hijo.
Jesucristo
es nuestra paz, quien nos trae la paz verdadera. “Os
dejo la paz, mi paz os doy, no como el mundo la da, Yo os la doy” (Jn
14:27). La paz es el gran bien mesiánico que nos viene de la cruz del
Señor. Él es nuestra alegría, nuestro todo.
La
alegría y la paz no vienen de condiciones externas favorables. Mas bien
esas pueden ser y muchas veces son adversas. La verdadera paz y la
verdadera alegría a la que nos llama la Reina de la Paz, vienen del
interior del corazón tocado por la gracia del Señor. Entonces, la
condición para recibir paz y alegría es la apertura del corazón a la
acción de Dios y por eso el camino, que desde hace 29 años nos viene
proponiendo la Reina de la Paz, es seguir sus mensajes.
¿Cómo
no estar alegres cuando recibimos estas palabras de nuestra Madre del
Cielo? Cuando nos sabemos por Ella bendecidos y amados con ese amor suyo
incondicional, sin confines.
Tú,
Santísima Madre, nos das las gracias porque respondemos a tu llamado. Y
las das sabiendo de nuestras imperfecciones y frecuentes infidelidades
en cumplirlos. Nosotros, tus hijos, te respondemos: ¡Gracias, Madre
amadísima por manifestarte y mostrarnos todo tu amor! ¡Gracias por
todos estos años junto a nosotros!
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25 de julio de 2010 ¡Queridos hijos! Los invito nuevamente a seguirme con alegría. Deseo guiarlos a todos a mi Hijo y vuestro Salvador. No son conscientes de que sin Él no tienen alegría, ni paz, ni futuro, ni vida eterna. Por eso, hijitos, aprovechen este tiempo de oración gozosa y de abandono. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! Comentario Los invito nuevamente a seguirme con alegría Aquí, en estas primeras palabras, se entrecruzan dos interpretaciones que cada uno la resuelve según su historia. La primera es la renovación de la invitación a seguirla y que el seguimiento sea en la alegría. La otra es volver a seguirla con alegría como fue al principio del encuentro, quizás de la conversión a Dios por medio de estas apariciones de la Santísima Virgen en Medjugorje. Hay una suerte de experiencia que se repite en toda conversión y es el entusiasmo y la alegría inicial acompañados del celo por el cumplimiento de lo que Dios nos pide, que luego se va, poco a poco, como diluyendo. Se va perdiendo ese impulso del comienzo, esa alegría con que –por ejemplo, tomando estas apariciones- se estaba dispuesto a ayunar dos veces a la semana y a rezar el Rosario completo cada día. Luego, pasa el tiempo y la tensión inicial decae y aunque se sigue caminando, el paso se vuelve más pesado, más lento y por las vicisitudes de la vida el corazón va perdiendo alegría y ganando preocupación. Es como que el horizonte existencial, que antes brillaba, ahora se va oscureciendo. Es también el momento en que la esperanza se ofusca y disminuye el abandono confiado a Dios. En uno y otro caso, la exhortación que nos hace es a seguirla con alegría. Es decir a seguirla apartando las preocupaciones, poniendo plena confianza en Dios. El llamado es a no tomar como definitivas las durezas que la vida a todos nos presenta, a no quejarse ni lamentarse por nada sino a gozar de la certidumbre que da la fe, que da la gracia en creer que la Virgen realmente está cerca de nosotros y que nos está cuidando y hablando personalmente. Ahora conviene detenerse para precisar que siendo la Santísima Virgen enviada de Dios, su cercanía y cuidados reflejan el perpetuo amor de Dios y su deseo de salvación. Por otro lado, cuando la Reina de la Paz apela a nuestra voluntad para que dejemos preocupaciones y tristezas de lado lo hace porque Dios, a través de Ella, nos está dando las gracias para que la alegría esté en nosotros ya que nuestra pobre voluntad nada podría sin la gracia divina. Esa alegría no dependerá entonces de nuestras circunstancias ni de ciertas condiciones juzgadas como favorables sino del don de Dios que estemos dispuestos a conquistar. Entonces, el sacrificio se volverá no un peso y una ocasión para el lamento sino una ofrenda gozosa. Aún la penitencia podrá ser hecha con alegría. Se trata de la alegría de quien, aunque arduo sea el camino, por la fe ya ve ante sí las puertas del cielo. Es la misma alegría, que canta el salmista, del peregrino que se llena de júbilo porque marcha hacia la Casa del Señor y ante la perspectiva cierta de pisar las puertas de Jerusalén olvida todos los sufrimientos e inconvenientes que le esperan (Cf. Sal 122). ¡Cuántas veces nos ha llamado la Virgen a la alegría! La alegría no es un sentimiento vacío sino que se apoya en el descubrimiento que hacemos que a Dios le importamos, que por Él somos amados. Le importamos tanto y nos ama tanto que nos dio a su Hijo unigénito para que, creyendo en Él, tengamos la vida eterna (Cf. Jn 3:16). Nuestra Santísima Madre nos viene, entonces, a decir que Dios nos quiere felices, que quiere protegernos del mal al que vamos al encuentro por responsabilidad propia o ajena. Él nos quiere y nos hará felices a condición que cooperemos con la gracia esforzándonos por seguir el camino que la Reina de la Paz nos está trazando. Unos antes otros después, todos comprobamos que la felicidad que promete el mundo, la alegría que nos traen las cosas que hemos buscado finalmente nos han dejado tristes. Sólo el acudir y responder a la llamada de Dios nos devuelve la alegría. Desde siempre ha sido y así será siempre: la Santísima Virgen nos lleva s Jesús. Esa es su misión: venir a nosotros, sus hijos, para llevarnos a su Hijo y Salvador. La experiencia que el hombre de todo tiempo y lugar hace es que “nadie puede salvarse a sí mismo ni pagar a Dios su rescate. Es tan caro el rescate de la vida que nunca le bastará para vivir perpetuamente sin bajar a la fosa” (Cf. Sal 49). Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal y crece el grano junto con la cizaña. Aún cuando no lo entendamos todos comprobamos la verdad del misterio de la iniquidad. Cuán ciertas son aquellas palabras del Apóstol: “no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero” porque “el pecado habita en mí”, “la ley del mal está presente en mí”. ¿Quién ha de salvarme? Cristo Jesús que por nosotros murió, más aún resucitó (Cf. Rm 7:9ss). Sólo Él. El precio del pecado es la muerte, el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús (Cf. Rm 6:23). Porque sólo uno es el Salvador, ya que no ha sido dado a los hombres ningún otro nombre bajo el cielo por el que podamos ser salvados sino el nombre que está sobre todo nombre, Jesucristo nuestro Señor (Cf. Hch 4:12; Flp 2:9). Por eso, a continuación dice: “Sin mí nada podéis” dice el Señor (Jn 15:5). Si no permanecemos en Él, en su amor y si Él no permanece en nosotros todo será inútil. Si lo ignoramos, lo rechazamos, lo desconocemos, sólo daremos frutos amargos. La alegría no sólo será fugaz sino que no será verdadera. La paz sólo la conoce quien es de Cristo. Éste es el sello de la conversión y la prueba evidente que Cristo está presente en una vida. “La paz os dejo, mi paz os doy, no como la da el mundo”, nos dice el Señor (Jn 14:27). El Señor nos llama a vivir nuestro día sin preocuparnos del futuro porque sabemos que no depende de nosotros sino de su Providencia. Quien ha puesto su refugio en la Roca, que es Cristo, nada teme del futuro por incierto y oscuro que aparezca. Y ciertamente, sin Él no puede haber vida eterna porque Él es la puerta a la vida eterna, en Jesucristo y por Jesucristo encontramos acceso a la eternidad de gloria. Jesucristo dio su vida para que tuviéramos en nosotros la vida verdadera y en abundancia. La fe en Cristo y la observancia de su mandato nos da la vida eterna (Cf. Jn 3:36). En el discurso eucarístico del capítulo sexto del evangelio de san Juan, el Señor se presenta como el Pan de la vida capaz de saciar el hambre de eternidad. El que come de ese Pan, la Eucaristía, tiene vida y vida eterna porque el Señor promete la resurrección en el día final (Cf. 6:54). Comer de ese Pan, Jesucristo presente en la Eucaristía, es entrar en comunión con Él y a través de Él con toda la Santísima Trinidad y también entre nosotros. La comunión sacramental exige las disposiciones debidas, es decir el estado de gracia que se recupera por medio de la confesión sacramental, o sacramento de reconciliación, y de la conciencia de a quién se va a recibir. Por ello, la confesión debe hacerse mediante un riguroso examen de conciencia, con la actitud no de justificarse ni de acusar a otros sino de acusarse a sí mismo por el mal cometido y con el arrepentimiento debido. Por ello también, la comunión exige adoración porque es la Persona divina de Cristo a la que se recibe en la Eucaristía. Se recibe a Dios y a Dios se lo recibe en actitud adorante, con total reverencia y respeto. Aprovechen este tiempo de oración gozosa y de abandono Una vez más nos recuerda que éste es tiempo de gracia. La interpretación que deberíamos hacer es que habrá otro tiempo, que seguirá a éste, en que las cosas serán distintas. Tiempo de gran tribulación, de persecuciones, tiempo que ya se atisba, en el que parecerá que Dios desaparece del mundo porque el mundo así lo ha querido, tiempo de mayor oscuridad. En esos momentos la oración será clamar al cielo para que terminen las duras pruebas. Para quien no ha aprovechado este tiempo, la oración no vendrá de un corazón gozoso y confiado sino de la angustia y la desesperación. Por lo mismo no podrá abandonarse en tranquila confianza quien antes no la practicó. En los comienzos de las apariciones, decía la Santísima Virgen que no había que esperar a que los secretos se verificasen porque no sería ya tiempo propicio para la conversión. Para entonces, los acontecimientos se sucederán muy rápidamente y lo que antes no se hizo, cuando las condiciones eran las apropiadas, resultará muy difícil sino imposible hacerlo. Recapacitar sobre esto hará que aprovechemos este tiempo que Dios nos regala, esta presencia de la Santísima Virgen entre nosotros, este don infinito del Corazón de Dios que es la Eucaristía. Si vivimos cada Eucaristía aunque no tengamos la dicha y el consuelo de ver a la Santísima Virgen, aún sin darnos cuenta, estaremos aprovechando nuestro tiempo, dándole un nuevo valor. Entonces, tendremos paz en el corazón, nuestra oración será jubilosa y radiante y dulce nuestro abandono. |
2 de
agosto de 2010
Uno de los primeros mensajes de la Reina de la Paz dado en Medjugorje fue “vengo a decirle al mundo que Dios existe”. Hoy lo repite dicho de otro modo: “Mi Hijo existe”. Su Hijo es Jesucristo, hombre verdadero y Dios verdadero. Jesucristo existe, está vivo y nos llama a través de su Madre quien para estos tiempos es su enviada. El Reino de los Cielos es el Reino de Dios y en él Dios es todo. Es el estado de la felicidad plena, de la bienaventuranza, de la visión beatífica, de la paz y de todo lo que ni ojo vio ni oído oyó ni mente pudo imaginar. Este Reino, nos dice la Reina de la Paz, es más que posible y debemos esforzarnos ya para conseguirlo.
Cuentan que un hombre muy rico muere y lo reciben en el Cielo. Allí ve grandísimas mansiones. Acostumbrado a vivir así y habiendo hecho una vida no mala en cuanto a conducta cree que le corresponderá una de esas riquísimas mansiones para morada eterna. Pero, no es así. Luego, ve otras menos opulentas pero igualmente apetecibles. Tampoco es alguna de esas. Y así va viendo como descienden las categorías hasta encontrar que a él le corresponde una mínima choza. Asombrado por tal destino pregunta el porqué y le responden: “las mansiones del cielo se construyen con los ladrillos y materiales que vienen de las buenas obras y de las oraciones de la tierra”. Para alcanzar el Reino necesario es construirlo desde ahora. ¡Cuántas veces repetimos el Padrenuestro! ¿Somos conscientes de qué pedimos? “…venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Ciertamente la voluntad divina es la única en el Cielo. Pero, ¿hago yo la voluntad de Dios? ¿La hago siempre? ¿La conozco? Muchas veces nos parece tener bellos proyectos y rezamos por ellos, y está bien que así lo hagamos. Pero, ¿esos proyectos son los de Dios sobre nosotros? Si no rezo, si no tengo una cercanía al Señor a través de la oración y la adoración del corazón no podré saber si esa voluntad es la mía o la suya. Buscar siempre la perfecta voluntad de Dios significa tener la luz del Espíritu para poder discernirla y la luz del Espíritu sólo viene con la oración intensa y profunda. Para llegar a ella hay que rezar porque a orar se aprende orando, y también hay que abrir el corazón porque sino la oración es un mero conjunto de palabras que no despegan del suelo y no pueden tomar altura.
Por el Espíritu recibimos iluminación para conocer las cosas de Dios y su voluntad, y por la fuerza que viene de Él y sus inspiraciones hacer lo que Dios nos pida. Como hizo Jesucristo. En definitiva, seguirlo a Él.
Aquí nos está diciendo indirectamente que Satanás a través de la tentación y en casos graves por medio de pactos, tiene el poder de abrir caminos, de llevar o de inducir a una persona al éxito mundano, a la fama, a lo que se entiende por felicidad en la tierra, pero estos son siempre caminos de perdición. Son falsos y duran, a lo máximo, lo que puede durar una vida. La tragedia es que esos caminos, si no se los abandona en esta vida, desembocan en el mismo Infierno. La Madre de Dios nos ofrece la santidad que es la unión con Cristo. Nos ofrece a Cristo que es no sólo modelo de santidad sino el mismo Reino de Dios. Esa es felicidad que no termina y la plenitud de la vida. Jesucristo es todo para nosotros. Es la Puerta de acceso al Reino, es el mismo Camino que nos conduce y una vez alcanzado Él mismo se revela como el Reino de los Cielos, puesto que en Él reside toda la plenitud del bien y la santidad. Construir el Reino de los Cielos es configurarse a Cristo, obedecerlo, seguirlo, imitarlo y acudir a Él para que nos realce toda vez que hayamos caído. Para ir hacia el Señor, que es el Camino y también nuestro destino, y que es la Verdad y la Vida, debemos aligerar nuestro peso despojándonos de nosotros mismos, del hombre viejo. No se puede hacer camino con el peso insoportable del egoísmo, de la soberbia, de la vanidad, del pecado. El pecado tiene su gravedad, su componente de fuerza que tira hacia abajo, hacia la perdición. Porque no se puede caminar así hay que renunciar al pecado, a tomar esos caminos fáciles porque van en bajada y se demuestran trágicos a poco o mucho andar. A eso alude la Santísima Virgen cuando nos exhorta a abandonar lo que es personal. Por último, una aclaración que también es una profundización sobre términos muy conocidos para nosotros. Se refiere a Reino de los Cielos y Reino de Dios. Son equivalentes y usados por uno o por otro de los evangelistas. El Santo Padre nos recordaba muy recientemente que hoy todos sabemos que “cielo” no es un concepto espacial localizable sino algo difícil de definir por nuestros limitados conceptos humanos. Cielo quiere decir que Dios tiene un puesto para nosotros después de este tránsito terrestre. Un puesto que debe ser alcanzado.
Nosotros fuimos creados por amor. Dios crea sólo y únicamente por amor. El amor estalla, no puede tenerse para sí, el amor se proyecta como las astillas encendidas del fuego de un hogar. Dios grita su alegría creando, creando por amor. Nosotros somos mantenidos en la existencia por el amor de Dios, porque Él nos ama, porque –dice el Santo Padre- nos ha pensado para la vida. En Dios, en su pensamiento, en su amor, existimos ahora y luego de la muerte no como un recuerdo, como una sombra, sino que somos custodiados e introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser en la eternidad. Lo que llamamos Cielo es su Amor que vence a la muerte y nos da la eternidad. Nuestra garantía es Jesucristo, hombre y Dios, garantía que puede existir y vivir el hombre eternamente en Dios. Toda nuestra vida la toma Dios y en Él es purificada para recibir la eternidad. |
25 de
agosto de 2010
Estamos ya acostumbrados a los mensajes en que nuestra Madre nos pide
oración y la pide, simplemente, porque la oración posee primacía
sobre cualquier otra cosa ya que es la manera de comunicarnos con
nuestro Dios.
Al repetir sus invitaciones a la oración y la misma palabra “oren”,
por tres veces, nos está indicando la persistencia que debe tener
nuestra oración. Es como decirnos “no dejen de orar ni se cansen de
rezar”. También, casi al principio de las apariciones, explicó que
cuando nos dice “oren, oren, oren” quiere además significarnos que
aumentemos la profundidad de la oración.
Si bien toda oración es agradable a Dios, con la que mayor crecemos y
entramos en intimidad con Él es con la oración personal. No basta con
participar de la Santa Misa, la mayor oración comunitaria ni formar
parte de un grupo de oración si no tenemos momentos de oración
personal. Oración comunitaria y oración personal son complementarias y
se refuerzan mutuamente. Durante
el día busquen un lugar donde, en recogimiento, puedan orar con alegría
Con ello nos indica primero que la oración personal debe ser diaria y
luego que debe tener su ambiente propicio, que es el recogimiento o sea
el silencio y la posibilidad de no ser perturbados ni distraídos
durante ese tiempo de oración.
Y dice, además, que esa oración sea “con alegría”. Es que la
oración perseverante y profunda que sale del corazón es la que nos
conduce a ese regocijarse en y por Dios. La alegría no es otra que la
del júbilo pascual, es decir la del encuentro con Cristo Resucitado,
vencedor de todo mal incluso de la muerte.
Al recogimiento interior ayudado por el silencio exterior lo favorecemos
buscando un espacio donde podamos rezar tranquilos y buscando también
un tiempo para hacerlo. Son tiempo y espacio consagrados a nuestro
encuentro con el Señor. Tiempo y espacio que deben ser defendidos,
protegidos y respetados.
En la medida de lo posible la mejor oración personal, el mejor
recogimiento es frente a la Presencia real del Señor en el Santísimo
Sacramento. Quien tuviere la posibilidad de acercarse a una capilla
donde esté expuesto el Santísimo gran parte del día o, mejor aún, a
una capilla de adoración perpetua le sería fácil encontrar el tiempo
–ya que todas las horas están disponibles- para diariamente estar en
oración frente al Señor.
La oración del corazón es también de abandono confiado en la
Providencia y la Misericordia de Dios, lo que implica necesariamente
despojarse de toda seguridad humana y de todo temor. Como nos enseña
santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe. Nada te espante. … quien a
Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta”. Abandonarse a Dios es lo
mismo que dejarse amar por Él.
La Reina de la Paz nos invita, desde la alegría, a encontrar la alegría
en la oración personal de cada día. Todos de un modo u otro buscan ser
felices, dichosos, estar alegres. La diferencia la hace dónde buscamos
esa felicidad, por cuáles caminos y dónde finalmente la encontramos.
El camino de la oración recogida que es encuentro de nuestra intimidad
con la de Dios lleva a la verdadera alegría. Como dijimos, la del júbilo
pascual, de sabernos amados por Dios que se da a sí mismo y nos conduce
a la vida eterna, de eterna dicha.
A ese regocijarse en el Señor, a este júbilo pascual, a este gozo íntimo
del alma se oponen las tribulaciones, las preocupaciones e inquietudes
por nuestro presente o por nuestro futuro cuando las cosas no van como
nos gustarían que fueran, la enfermedad, las distracciones y
tentaciones del mundo, la acción del demonio.
Así, cuando se pierde o viene a menos la esperanza, la alegría
desaparece y deja paso a la tristeza y a la depresión. No debemos
pactar con esos estados de ánimo ni con ninguna de nuestras debilidades
porque lo que nosotros no podemos obtener por nuestros medios humanos,
el Señor sí puede dárnoslo con su gracia. Tampoco en esos casos
debemos entrar en diálogo con el diablo, es decir no alimentar dudas,
incertidumbres, escepticismos sino creer. Creer en Aquél que todo lo
puede y que nos ama infinitamente. Creer en su amor.
Muchos otros son los pasajes bíblicos, del Antiguo y del Nuevo
Testamento, que hablan de la alegría. Nuevamente san Pablo, dirigiéndose
esta vez a los cristianos de Filipos, insiste diciéndoles: “Estad
siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres” (Flp 4:4).
Y la razón de esa alegría era porque Cristo está cerca. También les
decía que no se inquietasen por nada y que, más bien, orasen a Dios
con súplicas y elevando acción de gracias. La respuesta de lo Alto será
–decía el Apóstol- la paz en los corazones y en las mentes (Cf. Flp
4:5-7). Es decir, que la alegría, sustentada en la oración, debe
superar toda inquietud, toda preocupación por legítima que ella sea.
La alegría del corazón, el júbilo íntimo que nos provoca el
encuentro con el Señor en cada oración de profunda intimidad, en cada
comunión sacramental hecha con conciencia de a Quien recibimos, viene
siempre de Dios. San Ignacio, en su discernimiento de espíritus escribía:
“Es propio de Dios y de sus ángeles, en sus mociones, dar una
verdadera alegría y gozo espiritual, quitando las turbaciones que el
enemigo induce. Es propio en cambio del enemigo combatir contra toda
alegría y consuelo espiritual, trayendo razones aparentes, sutilezas y
continuas falacias”. Es el demonio quien no soporta nuestra alegría y
por diferentes medios procura quitárnosla.
La verdadera alegría está siempre en la verdad, la falsa alegría en
la mentira, en el engaño, en la hipocresía, en el egoísmo. Buscar la
alegría fuera de Dios, en el placer que puedan dar las cosas o las
personas lleva al fracaso. El hedonismo, la búsqueda del placer a toda
costa, acaba siendo mera ilusión y no el placer verdadero. Ese placer
falso es como una anestesia que oculta el dolor pero no sana, y el mal
avanza. Ese placer da dependencia (droga, sexo para poner unos ejemplos)
y lleva al abismo que no tiene fondo porque cuanto más se tiene más se
quiere y se termina en la angustia, en la tristeza, en el dolor y en la
desesperación.
Decía una joven que se recuperaba de la droga en Nuovi Orizzonti[1]:
“Estoy convencida que los frutos que lleva la sexo-dependencia son
muchos, muchos más difundidos, menos evidentes pero hasta más
terribles que los de la tóxico-dependencia. Porque la tóxico-dependencia
lleva sí a una muerte horrenda, pero la sexo-dependencia te empuja
continuamente a herir y a recibir heridas que llevan al miedo de amar y
de ser amado. Es un miedo paralizante que te hace morir por dentro, te
hace estar vivo exteriormente pero muerto dentro, porque no eres más
capaz de amar”.
En el contexto de la Última Cena, según el evangelio de san Juan, el
Señor le dice a sus discípulos: “Os he dicho estas cosas para que mi
alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea plena” (Cf Jn
15:11). Poco antes les había exhortado a permanecer en su amor
observando sus mandamientos y agregaba: “Éste es mi mandamiento: que
os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15:12). De donde se
deduce que cumplir con el mandamiento de amor, amar fuera de todo cálculo,
con todo nuestro ser, es la condición para permanecer en el amor de
Cristo y éste la causa de la mayor alegría, porque es la alegría del
mismo Señor. Ahora nuestra Madre nos está diciendo que su alegría es
llamarnos a la unión con Dios mediante la oración personal de cada día,
esa oración que debe convertirse en diálogo de amor entre cada uno de
nosotros con nuestro Creador y Salvador. La oración constante,
cotidiana, del corazón abierto al amor de Dios y al amor a los demás
es nuestra permanencia en el amor de Cristo.
¿Qué
comentario cabe a estas palabras de nuestra amadísima Madre del Cielo? Desbordantes
de dicha recibamos junto a su bendición este amor suyo que todo lo
puede.
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2
de setiembre de 2010 Muy
claramente nuestra Santísima Madre nos dice que éste es tiempo de
purificación y que estamos viviendo en medio de pruebas. La
purificación es esa especie de mal que nos parece debemos sufrir y
que, en verdad, es un bien para nosotros. La purificación es el bien
revertido por Dios del mal que nosotros nos hacemos y provocamos a
otros. Y ese mal siempre tiene dos caras: el que nos infligen y el que
cometemos. Cuando
al final del Padrenuestro le pedimos a Dios que nos libre del mal, en
una primera instancia y sobre todo cuando aún no se ha emprendido un
camino de conversión, cuando nuestro ego nos impide ver más allá de
nuestras propias heridas, pensamos que se refiere al mal que puede
acometernos. Que nos libre Dios, pedimos y entendemos así la petición
de la oración, de ese mal que
pueda sobrevenirnos no se sabe por quién o por qué. Cierto es, hay
que decirlo, que pedimos también que nos libre del Maligno. Y ambas
cosas, pedir que nos libre del Maligno (libera
nos a malo, “malo” se traduce del latín no sólo como mal
sino muy propiamente como Maligno) y que nos libre del mal exterior
dirigido a nosotros es muy legítimo pedirlo. ¡Claro que sí! Pero,
hay otro mal del cual debemos pedir ser librados y esto se ve cuando
dejamos que Dios nos vaya convirtiendo a la verdad de su amor, es
decir a Él. Ese mal es el que nosotros podemos hacer a otros. Que
Dios nos libre de hacer mal. Porque el mal anida en nuestro corazón.
Es la cizaña que está en cada uno de nosotros junto al buen grano y
ambos crecen juntos. Por la purificación nos va despojando de la cizaña. La
Madre de Dios viene a ayudarnos a pasar estas pruebas asistiéndonos
con sus luminosas enseñanzas, exhortándonos a seguir el recto camino
que conduce a su Hijo e intercediendo por nosotros. El
mal tiene mil caras y todas horribles. Hay una ahora de la que nos
habla la Santísima Virgen y es, precisamente aquella en la que
nuestro Señor tanto insiste. Esa forma de mal está ya contenida en
la oración que Jesús nos enseñó, porque en el Padrenuestro decimos
“perdona nuestras ofensas como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. En la fórmula
antigua, más en concordancia con la versión latina, se decía
“nuestras deudas” y “nuestros deudores”, siendo deuda un término
más amplio que ofensa porque la deuda requiere ser pagada, restituido
el bien y la ofensa puede ser perdonada sin más ni más. Pues
bien, aquí está el mal, la ofensa cometida a Dios, que debe ser
reparado con el perdón otorgado a otros. Tan importante es esto que
nuestra petición de perdón por nuestros pecados no será escuchada
si no hemos ya perdonado a quienes nos han ofendido. El
Señor, luego de haberles enseñado a sus discípulos cómo orar, les
dice: “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará
también a vosotros vuestro Padre celestial”. Atención ahora a
lo que viene: “pero si no
perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras
ofensas” (Cf. Mt 6:14-15). Es decir, que la condición del perdón
de Dios hacia nosotros es nuestro perdón hacia quienes nos han
ofendido. Y para esto no hay excusas ni condiciones de parte nuestra.
Porque debemos perdonar absolutamente siempre, que esto significa “perdonar
hasta setenta veces siete”(Mt 18:22).
El
perdón pedido a Dios, vinculado íntimamente al que damos a nuestra
vez, es tan pero tan importante que el Señor vuelve una y otra vez
sobre el tema explicitándolo. Así, por ejemplo, en el llamado Sermón
de la Montaña, cuando dice: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos obtendrán
misericordia” (Mt 5:7). O cuando enseña “cuando
os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno,
para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone
vuestras ofensas” (Mc 11:25).
El
perdón es cumbre de la oración cristiana ya que al orar debemos
perdonar desde el fondo del corazón. Sin perdón no hay oración del
corazón porque el corazón se ha cerrado y vuelve impenetrable el
amor misericordioso de Dios. Finalmente,
recordemos la parábola del siervo sin entrañas a quien el Rey le había
condonado una deuda muy grande (de 10.000 talentos) y aquél había
exigido hasta el último céntimo a otro de quien era acreedor por una
pequeña suma (100 denarios, casi un millón menos de lo debido por él
al Rey). “Entonces,
llamándolo el Rey, le dijo: Siervo
malvado, te perdoné toda aquella deuda porque me suplicaste. ¿No
deberías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como
yo me compadecí de ti? Y enfurecido el Rey, lo entregó a los
verdugos hasta que pagara todo lo que le debía. Así también mi
Padre celestial hará con vosotros, si no perdonáis de corazón cada
uno a su hermano” (Mt 18:32-35). Es
decir que para recibir la absolución en el sacramento de la
reconciliación y para acercarse a la comunión sacramental la condición
es abrirse al perdón a quienes nos hayan ofendido. Evidentemente,
nosotros no podemos dejar de sentir la ofensa, sobre todo cuando hemos
sido muy heridos y tampoco está en nosotros el olvidar, pero sí debe
estar en cada uno la voluntad de perdonar. Si digo “no siento este
perdón porque todavía me duele lo que me hicieron y vuelve una y
otra vez a mi memoria”, eso no es un pecado y el Señor no me pide
algo que yo no soy capaz de sentir. Lo que me pide es la voluntad de
perdonar. Si, en cambio, digo: “no quiero perdonar” o si no lo
digo pero actúo sin misericordia con quien me ha ofendido, allí sí
que me aparto de la misericordia de Dios. Debo
ofrecerlo todo a Dios para que el Espíritu Santo obre en mí, para
que cierre la herida y la transforme en sentimiento de compasión y
purifique la memoria cambiando la ofensa por intercesión (Cf. CIC
2838-2845). Permíteme
que te pregunte (una pregunta que me hago a mí mismo) ¿Has perdonado
a todos? Repasa tu vida con la luz del Espíritu antes de contestar. ¡Cuántas
veces cuando se le pregunta a alguien si a todos perdonó dice sin
hesitar que sí, pero luego cuando se comienza a excavar se ve que no
es así! ¡Cuántas veces se dice: ese es un asunto liquidado! Sí,
liquidado pero no perdonado. Son los casos en que al otro se lo sepultó
y hasta se le puso una lápida encima que dice algo así como “para
mí éste ya no existe”. Por tanto, no hay perdón. El
Señor no dice nada acerca de la causa de la ofensa, que sea justa o
injusta, sino que debemos perdonar ¡siempre! La
falta de perdón enferma a quien no perdona, lo enferma
espiritualmente y hasta física y psíquicamente. No se debe y no se
puede vivir sin perdonar. El perdón, lo dijo la Reina de la Paz en su
primer mensaje de Medjugorje, es la condición necesaria y fundamental
de la reconciliación de los hombres con Dios y de ellos entre sí. Sólo
con el perdón se alcanza la paz. Quien no ha perdonado no tiene paz y
la causa no debe buscarla fuera, en sus circunstancias, sino en él
mismo. Vuelvo
a la pregunta anterior: ¿Has tú perdonado? ¿A todos? El
pecado ofende al amor, ofende a Cristo, ofende a Dios que es Amor. La
falta de perdón es una ofensa a Dios. Quien ofende a otro peca ante
Dios, pero también quien es ofendido si no perdona peca ante
Dios. La
Santísima Virgen no sólo habla en este mensaje de perdonar sino de
pedir perdón. En esto hay que admitir que es muy fácil, más aún,
inmediato sentir la herida que nos infligen pero rara vez nos damos
cuenta de la herida que a otros hacemos. O si nos damos cuenta nunca cómo
la otra persona la ha recibido. Muchas veces puede parecernos que no
era para tanto. Es común una grande sensibilidad para sí y poca para
el otro. Y es regla general que esa sensibilidad hacia uno está en
proporción inversa con la sensibilidad hacia el otro. Porque es muy
visto que cuanto más una persona se ofende menos es consciente de
haber ofendido a otros, y cuanto más alguien es cuidadoso de no
ofender menos se siente a su vez ofendido y más fácil perdona y
justifica a los demás. Debemos
pedir perdón a quien hemos ofendido. Debemos hacerlo porque no basta,
por ejemplo, que la discusión haya pasado si dijimos palabras fuertes
e hirientes porque para el que las recibió la ofensa no pasó.
Debemos hacerlo como reparación, como prueba de amor y también para
nuestra propia edificante humillación. Reconciliarse
con el hermano, nos dice el Señor, va antes del culto a Dios ya que
la ofrenda sin la reconciliación no es aceptada. “Si,
pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que
tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del
altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano, luego vuelves y
presentas tu ofrenda” (Mt 5: 23-24). Quien
no esté abierto al perdón no puede seguir a la Virgen –lo dice
Ella- en el camino hacia la paz del amor de Dios. La paz que viene del
perdón ofrecido y también pedido al hermano y a Dios. Nuestra
Madre no acusa a quien aún guarda resentimientos y no puede perdonar
sino que le dice que aprenda a perdonar, que ponga su voluntad en
perdonar y así tendrá paz, así sabrá qué es amar, así caminará
con Ella y será verdaderamente su hijo, su hija. |
25
de setiembre de 2010 En
su extrema delicadeza, antes de llamarnos fuertemente a nuestra
realidad, nuestra Madre nos asegura su bendición maternal, de paz
–agrega-, junto a la certeza que está con nosotros. Esto suele
decirlo en el mensaje al despedirse, pero hoy le pareció oportuno
ponerlo por primero, como diciendo: “tengo algo para decirles que no
les gustará o que quizás les cueste reconocerlo, por lo que primero
deseo que haya paz en vuestro corazón y os doy esa paz con la seguridad
de mi presencia y de mi bendición”. Estas primeras palabras del
mensaje son las que anticipan la corrección, que viene del amor de
Madre deseosa sólo del bien de sus pequeños hijos. Veamos
ahora cómo somos, cómo nos comportamos de acuerdo a la visión
totalmente inequívoca de nuestra Madre que nos conoce íntimamente y en
profundidad. Ella
sabe que nuestra fe no es fuerte porque le falta firmeza. Es por eso que
nos dice que somos débiles, débiles en la fe. La
fe alimenta la fortaleza que nos hace soportar los momentos difíciles
de nuestra vida y las tribulaciones a las que podamos estar sometidos en
el futuro. La fe es la que ilumina el entendimiento cuando hay cosas que
nuestra razón no logra comprender.
La fe nos procura una nueva mirada sobre los acontecimientos del mundo y
refuerza nuestra esperanza, de modo que nada de lo que nos suceda o nos
pueda suceder pueda provocarnos desesperación. La fe nos da la certeza
que Jesucristo es el Señor de la historia y que la última palabra es
la suya. Que la muerte fue vencida y que del Señor es la victoria también
sobre el pecado, el mal, Satanás y el mundo. Por eso quien vive la fe
supera el temor a lo desconocido y al mal presente, y goza de la alegría
de servir al Señor. La
fe es la luz que aclara el oscuro camino que nos toca recorrer. La fe
nos asienta sobre la Roca que es Cristo. Cuando
la fe es pobre, cuando el ánimo es titubeante, al llegar las pruebas no
nos mantenemos firmes sino que nos derrumbamos. Cuando vienen las
pruebas todo lo que creíamos ser y tener desaparece y así
experimentamos que no podemos o no sabemos abandonarnos en Dios, que
pensamos que Dios está lejos, que la Virgen está lejos, que no nos
escuchan. Si
la prueba es dura o persistente perdemos la claridad de conciencia y
caemos en confusión. Si no estamos seguros de nuestra fe no somos
fuertes sino débiles. Fuertes son sí las palabras del apóstol
Santiago el menor en su carta, cuando –refiriéndose a la fe en el
pedir a Dios- dice: “…el que vacila es semejante al oleaje del mar,
agitado por el viento y zarandeado de una a otra parte. Que no piense
recibir cosa alguna del Señor un hombre como éste, un hombre
irresoluto e inconstante en todos sus caminos”. Esa persona irresoluta
es la que carece de sencillez de corazón y se siente tironeada por
inspiraciones o tendencias buenas y malas y no sabe qué hacer.
La
sencillez del corazón viene de la humildad. Y la Santísima Virgen
también nos dice que debemos ser humildes, porque no lo somos. Con lo
cual nos está recordando que la fe se la vive desde la humildad. Paradójicamente,
quien parece pisar fuerte en la vida, quien se siente por encima de los
demás, quien dicta conducta a los otros no es el fuerte sino el débil.
No confía en Dios sino en sus propias fuerzas o en la de su propia
condición. No es humilde y por no ser humilde no puede conocer el don
de Dios, no llega a entender qué es la gracia. Eso nos pasa o nos puede
pasar a todos al menos en ciertos momentos de nuestra vida. Éste,
que nos da nuestra Madre Santísima, es un llamado de atención para ser
humildes, para no dejar el camino de la humildad. Ya nos los dice
expresamente el Señor: “Aprended de mí que soy manso y humilde de
corazón” (Mt 11:29). En
la humildad está nuestra grandeza. Al pequeño, Dios lo exalta como lo
hizo con la Virgen cuando “puso sus ojos en la pequeñez de su
esclava” (Lc 1:48). Ella, la Mujer, la más grande de toda la creación,
la humilde María de Nazaret y su Hijo Jesús, nuestro Señor, deben ser
para nosotros modelos de humildad de los que nunca debemos
apartarnos. Ésta
es la otra corrección maternal de este mensaje: la de hablar menos y
hacer más por nuestra conversión. Asocia nuestra Madre la conversión
personal al testimonio. Dice muy claramente que en la medida de nuestra
conversión, o sea en la medida de nuestra dedicación a trabajar en la
propia conversión será la fecundidad de nuestro testimonio. La
conversión de vida comienza a verificarse cuando bajo la gracia de Dios
la persona camina en la fe del mismo Dios que salva en Jesucristo; pone
como meta de su vida el encuentro con Dios, encuentro unificador que se
da en cada Eucaristía intensamente vivida, y vive en la docilidad al
Espíritu. Es
el mismo Espíritu Santo que sella el corazón del hombre haciendo del
indiferente, del escéptico y del ateo un creyente y lo vuelve amable,
compasivo, proclive al perdón (Cf Ef 4:32). El
testimonio será fecundo en la medida de su veracidad y la veracidad es,
a su vez, fruto de la conversión personal. Me
sea permitido hacer aquí un comentario que se basa sobre la observación
de muchos años. Es muy común que las personas que regresan de
Medjugorje, después de una experiencia fuerte, sientan un deseo de dar
testimonio. Muchas veces esos testimonios son espontáneos y otras veces
alentados por los guías de las peregrinaciones o por otras personas
vinculadas a Medjugorje que están deseosas de que otros reconozcan la
bondad de lo que allí ocurre y puedan identificar la gracia de las
venidas de la Virgen y la autenticidad de los mensajes. Todo eso además
de ser muy comprensible y legítimo es también loable. Quien encontró
el tesoro quiere hacer a otros partícipes de esa dicha. Otro
de los motivos que mueve al peregrino es intentar convencer a su párroco
o a algunos sacerdotes que verdaderamente la Virgen se aparece en
Medjugorje. Nuevamente, sana es la intención pero en la medida en que
la cuestión no quede en meras palabras y no sean éstas sostenidas por
ejemplos de vida coherentes con la fe que se dice profesar. Por ello, la Reina de la Paz nos advierte: hablar menos. El mejor testimonio, el que brinda buenos frutos, no viene de los relatos maravillosos y extraordinarios de lo que a uno le ha tocado vivir (entre otras cosas porque las señales suelen ser muy personales y el Señor se las da a cada uno según su sensibilidad), sino del cambio de vida que se haya hecho. Por otra parte, hay que advertir que a veces se cargan las tintas sobre algún acontecimiento como para reforzar el testimonio, pero Dios no necesita de nuestra ayuda. A
los sacerdotes no les convence las fotos o los relatos acerca del sol
que se mueve o que se vio esto o aquello de prodigioso. No les convence
porque, entre otros motivos, también el Enemigo es capaz de hacer y
mostrar signos extraordinarios. Más de una aparición o de un
estigmatizado se vio que era obra del Demonio. Ahora mismo pululan las
falsas apariciones y los falsos videntes. Sin embargo, las personas
dicen haber olido a rosas o cosas por el estilo estando con ellos o
habiendo ido a tal o cual lugar donde se dice que hay apariciones
celestiales. Porque se puede y de hecho se da el engaño, la Iglesia es
tan prudente y tan necesario es el discernimiento de espíritus antes de
dar por auténtico y de origen divino un fenómeno o una manifestación
extraordinaria. Ahora
bien, lo que nunca será capaz el Enemigo es de provocar una auténtica
conversión, llevar a la persona a una vida de verdadera humildad, traer
la paz, la alegría, la paciencia, la afabilidad al corazón. Un
error recurrente y que desmerece todo relato que pretenda dar testimonio
de cambio de vida y encuentro con el Señor es decir “yo me convertí”
o “cuando me convertí”. Primero, ni tú te conviertes ni yo me
convierto, es Dios quien convierte. Segundo, nadie está convertido.
Podemos estar en proceso de conversión pero no “convertidos”. No es
un estado sino un camino en el que somos viadores, caminantes,
peregrinos y ese camino concluirá el último día de nuestra vida sobre
esta tierra. Finalmente,
existe un peligro con el testimonio dicho y es que se puede colar el
orgullo y quien da el testimonio hacerlo no para la gloria de Dios sino
para su propia gloria, para sentirse adulado, reconocido, admirado. Dios
convierte pero el camino tenemos que hacerlo nosotros y por momentos es
arduo. Se camina aligerándose del yo, fortaleciendo la fe por medio de
la oración que nunca debe interrumpirse. Oración
continua significa el corazón elevado constantemente hacia Dios, anhelo
permanente de su presencia, inteligencia y voluntad dirigidas a no
acomodarse a las cosas de este mundo sino a la conversión de modo de
distinguir y obrar la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo
perfecto (Cf Rm 12:2). Quien esto hace dará muchos frutos, aún en el
anonimato de una vida silenciosa. Su testimonio será realmente
veraz y ciertamente dará gloria a Dios. |
2 de octubre de 2010 Ya
desde el comienzo de este mensaje de tanta densidad espiritual nuestra
Madre alude a dos virtudes: la humildad y la justicia. Hay un especial
énfasis en la humildad. Y, en primer lugar, al pedirnos una devoción
que sea humilde nos está diciendo que nuestro acercamiento y nuestra
relación con Dios, con Ella y con todo lo santo, debe ser desde la
humildad. La devoción
humilde es aquella de la oración humilde o sea del humilde que reza
con la certeza que su oración horadará las nubes y alcanzará el
mismo trono de Dios. Apenas
una semana atrás nos exhortaba a vivir con mayor profundidad nuestra
vida de fe porque –decía- ustedes “aún son débiles y no son
humildes”. En aquel mensaje vinculaba la humildad a la fe. En éste
de ahora nos habla de la manifestación de la humildad y mismo de la
fe en nuestra devoción. En
el último comentario algo dijimos acerca de la humildad, veamos ahora
un poco más qué es ser humildes. Ante
todo el humilde se sabe nada ante Dios, reconoce su condición de
pecador y de necesidad de ser salvado por Dios. Reconoce que todo lo
que recibe de Dios es don y que nada lo genera propiamente él, aún
cuando tenga la experiencia que el don de la gracia tenga siempre una
parte de conquista. Sabe que toda su gloria pertenece a Dios. No
presume de grandeza aún conociendo que grandísima es su dignidad:
ser hijo de Dios. Y porque ha descubierto esa gran dignidad que viene
del amor de Dios no aspira tampoco a ninguna grandeza de este mundo.
La persona humilde ha también aprendido que la competencia tiene una
raíz diabólica porque pone al yo por encima de todo y de todos,
desconoce amistades, divide a las personas y las hace esclavas de la
fama y del prestigio del mundo. Para
Santo Tomás de Aquino – ese santo que aprendió más humildad
arrodillándose ante el Santísimo y ante el crucifijo que de todos
los libros juntos- la virtud de la humildad proviene,
por convencimiento interior, de cierto rebajamiento de sí mismo (Summa
Th. II-II q161). También dice que consiste en mantenerse dentro de
los propios límites sometiéndose a la autoridad superior, sin
intentar alcanzar aquello que está por encima de nosotros. (Cf.
Contra Gentiles, lb. IV, cap IV).
Aceptar
humillaciones hace bien a nuestra necesidad de humildad, nos dicen. Sí,
es así pero no siempre. No todas las humillaciones deben ser
aceptadas. El mismo Señor que como hombre se rebajó y aceptó la
muerte ignominiosa de la cruz y que nos dijo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt
11:29), es también quien ante la bofetada recibida replicó: “Si he hablado mal, declara lo que está mal, pero si he hablado bien,
¿por qué me pegas?” (Jn 18:23). La
aceptación de humillaciones vale cuando se realiza con un fin
necesario. Por eso, dice santo Tomás que no es humildad sino un
absurdo aceptar todas y cada humillación; pero cuando la virtud de la
humildad exige hacerlo entonces corresponde a la humildad no dejar de
realizarlo. Y da ejemplos como “no rehusar prestar un servicio
inferior cuando la caridad exige la ayuda al prójimo… Si la mente
de alguien se inclinase a la vanagloria puede usarse con beneficio y
en forma moderada las humillaciones, ya sea autoimpuestas o impuestas
por otros, para medir la exaltación de su alma colocándose al mismo
nivel que la clase más baja de la comunidad en la realización de las
peores tareas” (Contra Gentiles, lb. III, 135). San Josemaría decía:
“las humillaciones llevadas por amor son sabrosas y dulces, son una
bendición de Dios”. Si el
Señor nos ha regalado dones y gracias no es humildad pensar que sean
despreciables o de menor valor que otros. Lo importante es no
adjudicarse esos dones sino saber quién nos lo ha dado y dar siempre
gloria a su Nombre. Y se da gloria haciendo fructificar los dones no
para nuestro beneficio sino para la salvación de las almas y la
edificación del Reino de Dios. Por eso, menospreciarse al punto de
ignorar las cualidades que Dios nos ha otorgado y no hacer nada es
falsa humildad y tentación del demonio. Nosotros, dice san Pablo,
“no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que
viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado” (1
Cor 2:12). Por tanto, tenemos que conocer esos dones gratuitos que nos
hizo el Señor y ser reconocidos a Dios por ellos, sabiendo que no
deben quedar dormidos sino obrando para su gloria. En otras palabras,
la humildad no niega los dones y las cualidades sino que los hace
fructificar (Cf Mt 25:14). Tengamos
siempre en cuenta que la humildad es una virtud eminentemente
positiva, que impide la soberbia y la vanagloria, verdaderos obstáculos
a las gracias. Una
cosa, entonces, es menospreciarse y otra una afirmación aberrante de
la persona. En este caso estamos ante el pecado de la soberbia. Cuando
caemos en la soberbia no escuchamos ni admitimos corrección alguna,
queremos siempre tener razón. Quien no acepta tener defectos no los
corrige y desconoce y rechaza la gracia que Dios brinda para la
perfección del alma. Escribía
san Francisco de Asís: “Debemos ser sencillos, humildes y puros.
Nunca debemos estar por encima de los demás sino, a ejemplo del Señor,
vivir como servidores y sumisos a toda humana criatura, movidos por el
amor de Dios”. La sumisión a la que alude el santo es el
sometimiento al amor por el otro. San
Bernardo ponía de manifiesto la certeza de que en el Infierno no hay
ningún humilde. Decía el santo: “podrán haber allí vírgenes
pero con certeza no habrá ningún humilde”. Todo
el edificio espiritual, afirmaba santa Teresa de Jesús, debe
construirse sobre el basamento de la humildad. San Agustín había
dicho: “Si me preguntáis qué es lo más esencial en la religión..
os responderé, lo primero la humildad; lo segundo la humildad, y lo
tercero la humildad”. En
esta primera parte del mensaje también nos dice la Santísima Madre
que nuestro corazón debe ser justo. Es de corazón justo aquel que
lleva en su corazón la Ley de Dios. La
Justicia viene de la Ley, pero –como nos enseña san Pablo en la
carta a los Filipenses- esa justicia se apoya en la fe en Cristo, en
el conocimiento de Cristo que exige abrazar la cruz y seguirlo. Quien
esto hace es justo de corazón. Muchas
veces nos ha dicho que nuestra arma es la oración, si ahora no la
menciona no es porque haya dejado de serlo, sino porque quiere también
mostrarnos que el sufrimiento tiene un valor profundo de salvación y
que es nuestra defensa y también el medio para conseguir la victoria
en este tiempo oscurecido por la gravedad y la extensión del pecado. El
sufrimiento unido al único y eterno sacrificio redentor de nuestro Señor
Jesucristo es fecundo porque no sólo sirve a nuestra santificación
sino que también es poderoso intercesor para la salvación de otras
almas. Cuando nuestras cruces están unidas a la de Cristo terminan
fundiéndose en ella para volverse una sola Cruz. Los
pecados de este tiempo, a los que alude María Santísima, son pecados
de la carne, pecados de dominio de poder, de fama y de dinero, y
pecados contra la vida y de abierta rebelión a Dios y a todo lo que
es santo. Este tiempo está signado por la gran apostasía general que
se manifiesta ostensiblemente en el rechazo a la cruz, como
significado y aún como signo. Ya advertía el Apóstol, en la misma
carta a los cristianos de Filipos, que los enemigos de la cruz tienen
como dios al vientre y su gloria son sus vergüenzas, sólo aspiran a
cosas terrenas (Cf 3:18s). La
cruz implica dolor, implica sufrimiento pero no tristeza ni
resentimiento. Seguir a Cristo y abrazar la cruz no es cosa triste.
Por eso mismo san Pablo exhortaba a los filipenses: “Estad siempre
alegres, os lo repito, estad alegres”. Esa alegría no la conoce ni
la entiende el mundo. La paz de Dios hace dulce el sufrir, custodia
nuestros corazones, al corazón justo y también custodia nuestros
pensamientos, en Cristo Jesús (Cf Flp 4:4s). Aquí
nuestra Madre más bien explicita cómo deben ser nuestras cruces para
que verdaderamente podamos combatir las tinieblas del mundo. La cruz
debe ser llevada con paciencia, sin atisbo de desesperación. Ello
implica con total abandono y, por tanto, absoluta confianza en Dios.
Debe ser abrazada la cruz con amor, con un amor grande, sin
confines, y en humildad. El
pasado 25 de septiembre nos exhortaba a ahondar la conversión
personal dejando las palabras y esforzándonos para que el testimonio
resulte fecundo. Nuevamente, aprendemos que esa conversión pasa por
el amor humilde y sin límites, por la paciencia en soportar la cruz y
su aceptación en el amor. Así fecundo será el testimonio, o sea así
mostraremos la verdad y seremos luz para quienes están perdidos en
las tinieblas de este mundo de mentiras. Seremos instrumentos en manos
de la Santísima Virgen para la salvación de quienes hoy están en
caminos de perdición. Agrega
también que la llave que nos permitirá reconocer los signos de Dios
no han de ser nuestras especulaciones consultando profecías o
imaginando acontecimientos venideros porque así podremos estar
ignorando el presente cargado de significado. No, la clave está en el
amor. El que tiene abierto su corazón para amar lo tiene también
para recibir el entendimiento que viene del Espíritu y obrar en
consecuencia. Y, a propósito de la correcta disposición y actitud
para ser instrumentos dóciles de salvación, no olvidemos nunca que
nosotros más y antes que difusores de los mensajes somos receptores
de los mismos. Es decir que debemos acogerlos no sólo con la convicción
que vienen del Cielo y que es nuestra Madre quien verdaderamente se
aparece, sino con el cumplimiento de lo que Ella nos está pidiendo. Nos llama “mis apóstoles”,
es decir “mis enviados”. ¡Qué lejos está Medjugorje de esas
supuestas apariciones que hacen creer a sus seguidores que sólo ellos
serán salvados y que, con la excusa de no contaminarse, deben ignorar
al mundo al punto de desentenderse de aquellos que están yendo por
caminos de perdición! La Reina de la Paz nos
envía al mundo hostil a Dios para ayudarla a abrir caminos hacia el
Señor mientras nos da las armas para el combate porque somos y
seremos aún más atacados. Esas armas son la oración humilde, la
cruz aceptada y unida a la de Cristo; el amor; la paciencia; el ayuno
y todo sacrificio entregado por sus manos al mismo Señor; el
testimonio veraz y quizás callado de una verdadera conversión de
vida. La Corredentora nos
llama a ser, junto a Ella, corredentores, es decir aquellos que llevarán
a los alejados, que no conocen el amor de Dios, hasta Jesucristo, Único
Redentor de los hombres. Nuevamente,
los invito a rezar por sus pastores. Junto a ellos yo triunfaré. Algunas veces cuando
habla de pastores entendemos que se refiere principalmente a los
obispos. Pero, ahora el sentido es más amplio y está indicando a los
sacerdotes. Dice entonces algo muy importante: “Junto a los
sacerdotes”, sacerdotes de Cristo y sus sacerdotes en cuanto Madre
de los sacerdotes, ha de ser el triunfo de su Corazón Inmaculado. Recen, recen, recen
por nosotros y nosotros sacerdotes recemos unos por otros y apoyémonos
ahora más que nunca para que seamos humildes, pacientes, amantes de
la cruz, servidores de todos, testigos convincentes y veraces, justos,
santos.
(del Cardenal Merry del Val)
Del
deseo de ser lisonjeado, Líbrame Jesús Del deseo de ser alabado, Líbrame Jesús Del deseo de ser honrado, Líbrame Jesús Del deseo de ser aplaudido, Líbrame Jesús Del deseo de ser preferido a otros, Líbrame
Jesús Del deseo de ser aceptado, Líbrame Jesús Del temor de ser humillado, Líbrame Jesús Del temor de ser despreciado, Líbrame
Jesús Del temor de ser reprendido, Líbrame
Jesús Del temor de ser calumniado, Líbrame
Jesús Del temor de ser olvidado, Líbrame Jesús Del temor de ser puesto en ridículo, Líbrame
Jesús Del temor de ser injuriado, Líbrame Jesús Del temor de ser juzgado con malicia, Líbrame
Jesús Que otros sean alabados y de mí no se haga
caso, Jesús dame la gracia de desearlo Que otros sean empleados en cargos y a mí
se me juzgue inútil, Jesús dame la gracia de desearlo Que otros sean preferidos a mí en todo, Jesús
dame la gracia de desearlo Que los demás sean más santos que yo con
tal que yo sea todo lo santo que pueda, Jesús dame la gracia de
desearlo Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén. |
25 de octubre de 2010 Nuestro tiempo debe estar penetrado por la oración. Oración, sí. Siempre oración. Oración para dar gracias a Dios y para pedir gracias de
Dios. Oración al abrir y al cerrar la jornada, sin que falte
nunca durante el resto del día. Oración de alabanzas y bendición al Señor y de petición para que Él bendiga cada día. Oración ofreciendo la jornada, dando nuestra nada para que Dios la llene con sus dones y estos dones puedan en nosotros fructificar. Oración pidiendo la bendición de la mesa y agradeciendo la Providencia por la comida. Oración para recibir la paz de Cristo y para ser
portadores de esa paz. Oración para interceder y para pedir a la Santísima Virgen y a todos los santos su
intercesión. Oración de reparación. Oración persistente desde la fe. Oración con la y en la Iglesia. Oración espontánea y oración litúrgica. Oración vocal y oración mental. En lo secreto del cuarto y frente al Santísimo. Oración personal y comunitaria. Oración callada y a viva voz. Rezo del Rosario en familia, en grupo o solos. Rosario y Misa. Misa y Rosario. Y adoración. Orar con los salmos. Orar con la Biblia. Oración a tiempo y a destiempo. Oración litúrgica de las horas y más allá de ellas. Orar cuando se prueba gusto, y orar desde la aridez. Orar en la alegría y orar en el dolor. Siempre oración. Orar siempre, en todo momento. “Orar, orar, orar”, pide la Señora y Madre nuestra. Oración constante y persistente como lo es el llamado de la Virgen Santísima a la oración.
Y siempre humilde la oración, de lo profundo del corazón. Porque es ley que cuanto más uno se abaja y se hace pequeño,
más se eleva su oración. Mi
invitación quiere ser para ustedes, hijitos, una invitación para que
se decidan a seguir el camino de la conversión, por eso oren… Este es tiempo de oración porque es tiempo de conversión.
Debemos orar para que Dios convierta nuestra vida a la
suya. Debemos orar para dar gracias y para pedir gracias de
conversión, que es rezar por aumento de virtudes y bienes espirituales.
Orar para crecer y crecer orando, que de esto se trata. El camino de conversión es camino de oración. No hay
otro. De oración para comunicarse con Dios y para que Dios nos comunique su voluntad. Caminamos rezando al Padre por Jesucristo, Nuestro Señor. Por Él y sólo por Él llegamos al Padre. Dejar convertirse implica entrar en la intimidad de Dios. Implica permanentemente hablar con Jesús, nuestro Señor; que Dios se hizo hombre para que nos relacionemos íntimamente
con Él. El camino de conversión es claro cuando pedimos el Espíritu
Santo, que es quien nos ilumina por dentro y nos descubre la voluntad divina, y obra en nosotros la conversión. El camino cuya meta es el encuentro con Dios se vuelve seguro, sin tortuosidades y el paso ligero cuando nuestra oración es de consagración al Corazón
Inmaculado de María. Muchas pueden ser las modalidades
de la oración, pero que nunca falta ni la oración personal, ni el
Rosario ni la Santa Misa. Y orar desde lo profundo del corazón. Orar desde un corazón reconciliado con Dios, purificado. Orar desde el perdón recibido y otorgado a todos los que
nos han ofendido. A propósito de la invitación a
la oración, que nuestra Madre en casi 30 años no deja jamás de
hacernos, valga aquí la siguiente observación. Fijémonos que aunque
muchísimos y muy graves son los problemas que aquejan a la humanidad,
la Reina de la Paz no se detiene a hablar de ellos sino que nos da la
solución: conversión a través de la oración. Rara vez nos ha
exhortado a obras de caridad que no fueran las mayores de todas:
ayudarla a salvar a las almas. No es que las otras obras no importen.
Nada de ello. Simplemente, que es a partir de la conversión a Dios que
todo procede. Pues, los frutos verdaderos del amor vienen de la
santidad. Quien abre su corazón a Dios nunca podrá rechazar al hermano
ni dejarse de dar él mismo a los demás. Abismal es la diferencia de obrar
para el bien desde Dios y fuera de Él. Es la diferencia que media, por
ejemplo, entre la filantropía y la caridad cristiana. Por eso, debemos ahondar la oración
para que la oración sea más profunda, más penetrante. Debemos orar
para edificarnos en la santidad. Y todo comienza por la voluntad.
Ciertamente que impulsada antes y sostenida luego por la gracia. Por
eso, ya mismo debemos decidirnos por la conversión. Por tanto, se trata
de decidirnos por la oración en sus muchas formas. Oración –repetimos- siempre
del corazón humilde y perseverante. En definitiva, si ya estamos en
un camino de conversión tenemos que profundizarlo con más y mejor
oración. Si no es así, si no nos hemos
comprometido a caminar hacia Dios, deberemos tomar muy en serio este
mensaje y empezar ya rezar poniendo toda nuestra voluntad y nuestro ser
en ello. …y
pidan la intercesión de todos los Santos. Cuando, en el Credo, profesamos
nuestra fe católica decimos que creemos en la comunión de los santos.
La comunión de los santos es la misma Iglesia, que es la asamblea de
todos los santos y que contiene en sí todo lo que es santo. Por eso, la comunión de los
santos se refiere tanto a la comunión de las cosas santas como a la
comunión entre las personas santas. Comunión de las cosas santas
porque en la Iglesia hay una comunión de bienes espirituales que vienen
de un mismo Espíritu. El bien por excelencia es Cristo
mismo, que es comunicado a todos los miembros por medio de los
sacramentos y el primero la Eucaristía, vínculo de unidad. Pero, además,
nos ha sido comunicada la fe que viene de los Apóstoles, y los carismas
que edifican a la Iglesia. Por otra parte, en el seno de la
Iglesia también se ponen en común bienes materiales, tal cual hacían
los primeros cristianos. El mensaje va ahora dirigido a la
comunión con las personas santas. Nuestra Madre nos exhorta a que
pidamos la intercesión de los santos. De este modo nos recuerda la unión
estrecha que tenemos con quienes están íntimamente unidos a Cristo. Los santos son nuestros
intercesores ante Dios, y lo son sobre todo en la medida en que acudamos
a ellos en nuestra oración. Pidamos siempre a la Santísima
Virgen, que es nuestra Madre (¡qué cerca tenemos el Cielo!), a san José
y a todos los santos que intercedan por nosotros. Ellos son nuestros
intercesores que presentan -por medio del único mediador entre Dios y
los hombres, Jesucristo- los méritos que adquirieron en la tierra (Cf.
Lumen Gentium 49). El Cielo no es estático y
lejano. No es que ellos, los santos, están allá lejos y nosotros aquí
sumidos en el dolor y en el abandono. Ellos están también aquí cuando
los llamamos y hasta cuando no lo hacemos. Santa Teresita dijo (y mi
propia experiencia como la de muchos lo confirma): “pasaré mi cielo
haciendo el bien en la tierra”. No olvidemos de rezar también a
los santos ángeles. A nuestro ángel custodio y a los tres Arcángeles
san Miguel, san Gabriel y san Rafael. Hoy parece que todo el infierno
esté sobre la tierra. Hoy, más que nunca, debemos acudir al Cielo para
que esté con nosotros. Y acudimos cuando rezamos para que vengan a
nuestro auxilio y en cada Misa que vivimos con devoción. Porque toda la
Iglesia -es decir nosotros bautizados junto a la Santísima Virgen y a
todos los santos y santas (de quienes hacemos memoria)- ofrecemos el
sacrificio de la Eucaristía, que no es otro que el de Jesucristo en la
cruz que se perpetua en cada Santa Misa, y ésta es la oración y el
acto de adoración más sublimes, en comunión con los santos, de cuyos
frutos debemos aprovechar para nuestra conversión. Los santos participan en la vida
de la oración de la Iglesia por su propia oración. Contemplan a Dios,
lo alaban y no dejan de cuidar de aquellos que han quedado en la tierra.
Sobre la tierra fueron “fieles en lo poco” y entraron en la “alegría
del Señor” y Él les confió ahora “mucho”. Por eso pueden
interceder por todos (Cf. CIC 2683). Que
ellos sean para ustedes ejemplo, estímulo y alegría hacia la vida
eterna. Los santos son de admirar y de
imitar. Son nuestros modelos. Cuando leemos las vidas de ellos
notamos que, en la diversidad inmensa de personalidades y situaciones y
aún pese a ellas, cada uno colmó su capacidad de santidad. Que de eso
se trata: de colmar la capacidad de santidad con que cada uno fue creado
y puesto por Dios en su circunstancia espacio-temporal. Notamos también que no hay
santos tristes. Por más que algunas vidas hayan sido de mucho dolor y
de grandísimas pruebas, todos sintieron el gozo íntimo de la amistad
con Dios. Y cuando les tocó pasar por noches oscuras, cuando fueron
probados hasta el límite, no desesperaron sino que siempre recibieron
el impulso divino, la atracción del amor, para caminar aún en medio de
la mayor oscuridad. Con san Pablo todos pudieron decir: “cuando soy débil
entonces soy fuerte” (2 Cor 12:10), porque “todo lo puedo en Cristo
que me da fuerzas” (Flp 4:13). Es conocida la historia de san
Ignacio, quien habiendo sido herido en el sitio de Pamplona y estando
convaleciente en su castillo de Loyola y no habiendo libros de caballería,
de los que mucho gustaba, le dieron a leer vida de santos y leyendo
prendió en él un gran estímulo para emularlos. Veía Ignacio que en
los santos había verdadera fama y gloria, no la pasajera que andaba
buscando en la vida cortesana y en hazañas de caballería. “Ellos
pudieron… bien puedo yo hacer lo que ellos”. Esa idea, desde luego
inspirada, fue el motor que lo movió a ser el gran santo que es.
Nosotros ahora podemos valernos de su ejemplo para impulsar nuestra
decisión de conversión y vivir la verdadera alegría de hijos amados
del Señor y de la Santísima Virgen. Oremos: Virgen Santísima, Madre nuestra, san
José, ángeles custodios, arcángeles y todos los santos interceded por
nosotros ante Dios para que podamos siempre recibir sus abundantes
gracias de conversión y su continua protección. Dios Todopoderoso y eterno, que has concedido
a la gloriosa Madre de tu Hijo y a todos los santos el interceder por
nosotros y el amparo celestial a cuantos los invocan, danos, por su
intercesión, una fe firme, una esperanza viva y un amor ardiente y
constante. Por nuestro Señor Jesucristo, que es Dios y vive y reina
contigo en la unidad del Espíritu Santo, por los siglos de los siglos.
Amén. |
25 de noviembre de 2010 ¡Queridos hijos! Los miro y veo en su corazón muerte sin esperanza, inquietud y hambre. No hay oración ni confianza en Dios, por eso el Altísimo me permite traerles esperanza y alegría. Ábranse. Abran sus corazones a la misericordia de Dios y Él les dará todo lo que necesitan y llenará sus corazones con la paz, porque Él es la paz y su esperanza. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! Comentario ¡Queridos hijos! Los miro y veo en su corazón muerte sin esperanza, inquietud y hambre. ¿Cómo
es la mirada de la Virgen, nuestra Madre? Su mirada es un escrudiñar
desde el amor y la compasión. Compasión porque sufre con nosotros y
por nosotros. Misterioso sufrimiento de quien goza del Cielo, como
ninguna criatura puede gozarlo, pero que ama también como nadie,
excepto Dios mismo, puede amarnos. Por eso sufre, se compadece y nos
alerta. Su
mirada atraviesa nuestro corazón, es decir nuestra intimidad más
profunda, tan profunda que a veces no es totalmente accesible a nosotros
mismos porque está velada por el error o la autosugestión de creernos
aquello que no somos y querríamos ser. La
Virgen, Ella que todo lo conoce de nosotros, ve la falta de esperanza
que lleva a la muerte espiritual y sabe que vivir sin esperanza comporta
desesperación, porque se pierde el horizonte de la vida y, peor aún,
se ignora la promesa de la vida eterna. Cuando
el alma muere, cuando el espíritu languidece por falta de vida
espiritual viene inmediatamente el desasosiego y se vive inquieto, con
miedos, tristes. La persona no lo percibe pero tiene hambre, hambre
espiritual, hambre de infinito y eternidad y ese hambre no puede ser
saciado porque se está viviendo equivocadamente, dejando a Dios fuera
de las propias vidas. No
hay oración ni confianza en Dios… La
falta de esperanza y de paz, la tristeza y la muerte espiritual son síntomas
de una causa profunda y muy precisa: vivir lejos
de Dios. Vive
lejos de Dios quien no lo conoce o quien lo ignora deliberadamente y lo
rechaza. A
su vez, el desconocimiento de Dios implica la falta de un verdadero
encuentro con Cristo. Puesto que el cristiano es alguien que conoce a
Cristo, que lo reconoce como Dios y hombre y sabe por fe que es su
Salvador. Por
eso, el verdadero creyente es todo aquel que se ha encontrado y se
encuentra con Cristo Salvador, y sólo se encuentra quien se deja
encontrar por Él, y le reza y confía en el poder de su amor redentor. …por
eso el Altísimo me permite traerles esperanza y alegría. Es
Ella, la Madre del Señor, que nos trae a su Hijo y nos conduce a Él.
Por estas venidas de María recobramos la esperanza. Por Ella y por
medio de Ella, nos encontramos con Jesucristo que nos da vida y vida en
abundancia. Nuestra
Madre viene a traernos y a llevarnos a la paz y a la alegría que
Jesucristo nos ofrece. Para alcanzar la paz y la alegría perdidas nos
indica los medios: orar y abandonarnos confiadamente en Dios. En una
palabra, abrirnos a la misericordia divina de la que la Santísima
Virgen es portadora con sus mensajes y su presencia de Mediadora. Ábranse.
Abran sus corazones a la misericordia de Dios… Pero,
la oración y la confianza en el Salvador vienen de una apertura previa
a su gracia. Para abrir algo, necesario es remover los obstáculos o
impedimentos, quitar las trabas, salir del encierro. Así es con el
corazón del hombre. Para abrirlo, la voluntad debe estar dirigida a
salir de sí para ir al encuentro del Salvador quitando todo aquello que
lo impida. Abriendo
el corazón a Cristo –la medida de la apertura está en la confianza
que ponemos en el Señor- permitimos que su misericordia llegue a
nosotros. Y, como le decía el Señor a santa Faustina, cuanto mayor sea
la confianza en Él mayor será la misericordia obtenida. Dios
desborda de amor misericordioso hacia nosotros y siempre busca nuestra
salvación dándonos todos los medios para que seamos salvos (la
plenitud de esos medios están en su Iglesia), pero, en virtud de
nuestra libertad, depende de nosotros aceptarlos, rechazarlos o
ignorarlos. Abrir
el corazón implica varias cosas y entre ellas una actitud franca de
humildad, de escucha y de comunicación con Dios en la oración. Abrir
el corazón es aceptar que necesito ser salvado y que Dios es mi único
Salvador. Abrir el corazón es querer y desear encontrarme con el Señor.
Encontrarme en sus sacramentos, especialmente la confesión y la
Eucaristía. La Eucaristía de cada Misa y de cada visita al Santísimo
para adorarlo. Si
la Madre de Dios insiste en la oración es porque es medio eficaz e
insustituible para encontrarnos con Dios. La
oración es “obra del corazón, no de los labios, porque Dios no mira
a las palabras (y esta verdad podemos extenderla a la Virgen), sino al
corazón del orante”. San Cipriano decía: “Dios no escucha la voz,
sino el corazón”. El
encuentro es también con la Palabra que se lee y se asimila, que se
encarna. “Cuando oras, eres tú el que habla con Dios; cuando lees la
Palabra, es Dios que te habla”. …y
Él les dará todo lo que necesitan y llenará sus corazones con la paz,
porque Él es la paz y su esperanza. La
confianza en Dios es la fe que sostiene la vida y aparta los miedos, las
inquietudes, las faltas de paz. Confiar
en Dios significa salir de los escondites en que nos mete el miedo,
dejar también falsas seguridades humanas y sobre todo creer en Él, en
su misericordia, en lo que nos dice desde las Escrituras. Hoy
existe una falsa idea de Dios, muy difundida, que es necesario advertir
y corregir. En muchas partes se suele escuchar: “Dios es
misericordioso” (lo cual es verdad absoluta) y “ha de perdonar a
todos...” o “todos finalmente se salvarán (por lo que el infierno
podría estar vacío o no existir!!!)”... o “hay que ser tolerante
con quien peca o lleva al error (se entiende sobre todo desviándose del
camino de la verdad de fe pero también de desviación moral) porque
Dios es amor”. Todas esas falsas ideas y opiniones (¡qué curioso!
Muchas personas que se consideran católicas opinan sobre la fe y sobre
cómo es o debería ser Dios sin atender para nada lo que dice el
Catecismo y el Magisterio de la Iglesia. Muchos se han vuelto
protestantes sin saberlo porque ellos tienen su propio magisterio, sus
opiniones sobre la fe y la moral) todo esto manifiesta la peligrosa
distorsión de concebir un dios permisivo y tolerante del mal. Se trata
de un puro “buenismo”, en el que se atribuye a Dios, que es
infinitamente Santo y no tolera la mínima mancha de pecado ni de error
en la fe, complacencia o condescendencia con el mal. Dios
ama al pecador pero aborrece el pecado. Dios es misericordioso porque es
justo. Esos atributos –justicia y misericordia- no se contradicen
porque en Él no hay contradicción. La prueba mayor de su justicia es
la misma de su misericordia: Cristo crucificado. Al
banalizar su justicia se banaliza automáticamente su misericordia y se
hace vana la Redención por la muerte de Jesús en la cruz. Pues, ¿qué
queda de la misericordia sin la justicia? ¿Acaso en esta vida la muerte
no es un castigo que viene de un pecado original y transmitido? ¿Acaso
la muerte no fue vencida porque es un terrible mal y lo fue por la
justicia divina realizada en la Pasión y Muerte de Cristo? ¿Acaso no
existe la vida eterna (el Cielo) y también la muerte eterna (el
Infierno)? ¿Qué quedaría de un mundo sin la Justicia de Dios y con la
sola Misericordia (por otra parte inconcebibles una sin la otra)? Dios
quiere que todos los hombres alcancen la salvación y para ello cada uno
debe cooperar con la gracia y hacer su parte de conquista por medio de
la fe y de los actos coherentes con la fe. Esos actos deben ser los que
nos manda Dios por medio de su Ley de amor. Jesucristo nos lo recuerda
con palabras muy duras: “no todo el que me diga “Señor, Señor”
entrará en el Reino de los cielos (se salvará) sino aquel que haga la
voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7:21). Recapitulando,
es el encuentro con el Señor que nos cambia la vida, nos trae la paz y
alegría del corazón, nos abre el camino del futuro esperanzador y
sacia nuestro espíritu con la plenitud de su presencia. Dios
es Padre Misericordioso y Providente. Cuando recurrimos a Él con la
debida actitud y disposición -humildad, confianza, apertura de corazón
(no olvidemos que la otra condición para recibir su Misericordia es ser
nosotros también misericordiosos), arrepentimiento por los pecados
cometidos y decisión de conversión- Él nos da todo lo que necesitamos
tanto material[1]
como espiritualmente. Entonces y sólo entonces no temeremos al futuro,
brillará en nuestras vidas la esperanza, la alegría y recibiremos la
paz que nos transformará en portadores de paz.
[1] Volver a leer Evangelio de san Mateo cap. 6 vers. 24-34 |
2 de diciembre de 2010 Comentario
Ya este inicio del mensaje vale como para todo un comentario aparte. Tan
profundo es su contenido.
Luego de decirnos nuestra Madre por qué está con nosotros: para que
encontremos la fuerza de abrir nuestros corazones cerrados por tantas
cosas; agrega algo importantísimo y es que abriéndolos conoceremos el
poder sin medida de Dios. Y atención a lo que agrega: “sufriente”.
¡Dios sufriente! Y Dios sufriente que nos muestra el poder de su amor.
Nos está diciendo que Dios no es un Dios impasible e inmutable[1]
que se desentiende de nosotros, sino que sufre por nosotros. Nos está
diciendo que no es cierto que el hombre sufra y Dios se quede ahí
mirando. De un modo misterioso y distinto Dios también sufre. Este misterio del dolor de Dios ya se manifiesta en textos del Antiguo Testamento, como el siguiente: “Oíd, cielos, escucha, tierra, que habla Yahvé: Hijos crié y saqué adelante, y ellos se rebelaron contra mí” (Is 1:2). Y sobre todo este otro: "Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme” (Mi 6:3). Son ésas palabras que hablan de dolor. Es el dolor de Dios por la desobediencia de Israel. Dios ha revelado su corazón en la alianza con el pueblo hebreo y la desobediencia lo afecta, lo hiere. Lo que el Antiguo Testamento llama la “ira de Dios” no es atribuir a Dios lo que es sentimiento propio del hombre sino expresión del constante interés por el hombre. Puesto que la ira es amor herido, y es el amor la fuente que hace posible la ira divina. Lo contrario del amor no es la ira sino la indiferencia. Y que la llamada “ira de Dios” viene del amor lo prueba el hecho que esa ira es aplacada ante el arrepentimiento. Así es lo que ocurre, por ejemplo, con los ninivitas en la historia de Jonás.
La cólera
es manifestación de amor porque es siempre cólera contra el pecado y
no contra el pecador: “¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado -oráculo del Señor
Yahvé- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?” (Ez
18:23). Dentro de otro contexto, también está presente en el mismo Pablo el dolor de Dios cuando habla de la posibilidad de “entristecer”, es decir de hacer sufrir, al Espíritu Santo (cf. Ef 4:30). Pero, es sobre todo en Jesús de Nazaret donde se revela plenamente el amor misericordioso y sufriente de Dios, en su vida, su pasión y su muerte. Cuando Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le responde: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre"? (Jn 14:8-9). En el mismo Catecismo leemos: “Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras, sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar” (CIC 516). Contemplando a Jesús y a Jesús en la cruz podemos decir “Ése es Dios, así es Dios”. Como dice el Obispo teólogo D. Bruno Forte: “Es el Dios que da sentido al sufrimiento del mundo porque lo ha asumido hasta hacerlo su propio sufrimiento; este sentido es el amor”. Es por éste su Amor, bondad y mansedumbre, que estoy con ustedes.
Vuelve a lo primero, diciendo que está con nosotros por ese amor de
Dios, manifestado también en su bondad y en su mansedumbre. Así que
nada de estremecimientos cósmicos ni de manifestaciones (teofanías)
terribles porque éste es tiempo de gracia y de misericordia. Ese amor
de Dios que tanto es ofendido ha dado, por su inmensa bondad y
misericordia, este tiempo para llamarnos a la conversión, este tiempo
-que va desde comienzos del pasado siglo hasta nuestros días- signado
por las apariciones y manifestaciones de la Santísima Virgen (o, como a
algunos les gusta llamar, mariofanías) de las que sobresalen, por
intensidad y tiempo de acompañamiento, las de Medjugorje. Los
invito para que este tiempo especial de preparación sea tiempo de oración,
penitencia y conversión.
¿A qué tiempo especial de preparación se refiere nuestra Madre? La
primera respuesta es: al tiempo litúrgico del Adviento, tiempo de
preparación y de espera esperanzada. Pero también al tiempo de la
espera de la Parusía, de la manifestación gloriosa de la presencia del
Señor. Tiempo que no es el del fin del mundo, pero ciertamente el del
fin de un mundo. De este mundo apóstata y repleto de perversiones.
Si antes aludíamos a que este tiempo de la presencia de la Santísima
Virgen se vuelve particularmente intenso desde comienzos del siglo XX,
concretamente desde Fátima, ahora agregamos que en todas las
apariciones verdaderas el mensaje fue el mismo: oración,
penitencia, conversión. Ahora lo reitera.
La pregunta que nos debemos
hacer no es ya cuánta oración o cuánto camino de conversión hemos
hecho, sino cuánta penitencia hacemos. En otras palabras, cómo vivimos
este tiempo. Creo que lo que más nos falta es la penitencia. La
penitencia requiere arrepentimiento por el mal cometido y antes
conciencia de ese mal que hemos hecho. Como recordaba san Juan Crisóstomo,
lo primero es acusarse de los propios pecados. Y para eso “haz que tu
conciencia esté siempre despierta y sea como tu acusador doméstico, y
así no tendrás quien te acuse ante el tribunal de Dios”. La
penitencia supone humildad, disposición de perdonar a otros las ofensas
recibidas y un corazón contrito y generoso.
Las
privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna son formas de
penitencia. La comunicación cristiana de bienes como las obras
caritativas y misioneras son otras. La práctica de la caridad, dice san
Pedro en su primera carta, “cubre una multitud de pecados” (1 P
4:8). Lo mismo dice Santiago el Menor, pero referido a la preocupación
por la salvación de un prójimo (Cf. St 5:20). Todos estos son caminos
penitenciales de conversión. Sin olvidar que tomar la cruz cada día y
seguir a Jesús es el camino más seguro de la penitencia (CIC 1435). Hijos
míos, ustedes necesitan a Dios. No pueden ir adelante sin mi Hijo.
Estas palabras de la Madre del Señor hacen eco a las de su Hijo cuando
nos dice: “sin mí nada podéis hacer” (Jn 15:5). Cuando
comprendan esto y lo acepten, lo que les ha sido prometido se realizará.
Cuando comprendamos que sin Jesucristo nada podemos hacer, cuando
comprendamos que tenemos que abrir nuestros corazones a la oración, a
la penitencia, a la conversión, cuando comprendamos el tiempo de gracia
que Dios nos está concediendo y que este tiempo ha de acabarse, cuando
comprendamos que nuestra Madre nos está visitando no sólo para
consolarnos con su presencia y darnos ánimos ante la dureza de la vida
o alegrarnos porque la sabemos cerca sino, sobre todo, para hacer lo que
nos pide, cuando todo esto además lo aceptemos algo grandioso ha de
realizarse.
¿Qué es eso prometido que se ha de realizar y cómo?
Lo responde a continuación: Por medio del Espíritu Santo nacerá el Reino de los Cielos en sus corazones.
La Iglesia de Oriente concibe al Espíritu Santo como el éxtasis de
Dios. Quiere decir que cada vez que Dios sale de Sí mismo lo hace a
través del Espíritu Santo. Así fue en la creación, así en la
Encarnación en el seno de María, así en cada Eucaristía en la que el
Espíritu Santo obra el misterio de hacer del pan y del vino a
Jesucristo presente. Pues, el Espíritu Santo traerá el Reino a
nuestros corazones y quién es el Reino sino el mismo Jesucristo. Esto
nos habla de Parusía, de una presencia del Señor en nosotros pero
manifiesta, no como ahora. Y esta presencia parece que no puede darse más
que en la Eucaristía. La Sagrada Eucaristía, o sea el Señor, quitará
sus velos para hacerse, en su gloria, sensiblemente presente en el corazón
de sus santos fieles.
Sin la conversión, sin la santidad no se podrá vivir el Reino Eucarístico
que está por venir. Esa será la gran transformación del mundo. Así
nacerá el hombre nuevo que verá una tierra nueva y un cielo nuevo,
porque el Señor viene para hacer nuevas todas las cosas (Cf. Ap 21:15).
Es del
mismo Tertuliano aquella frase: “si el Hijo padeció, el Padre
compadeció”, y “¿Cómo habría podido el Hijo padecer sin que el
Padre compadeciese? (Adv.
Prax. 29; CCL 2, 1203). Según Orígenes el Hijo ya antes de encarnarse y sufrir la Pasión se conmueve por nuestra miseria y también el Padre sufre de un modo inefable y cierto. Escribe: “El Salvador descendió a la tierra por piedad hacia el género humano. Sufrió nuestras pasiones aún antes de sufrir la cruz, aún antes que se dignase tomar nuestra carne. Que si no las hubiese sufrido ya antes no habría venido a participar de nuestra vida humana. ¿Cuál es esta pasión que, desde el inicio, sufrió por nosotros? Es la pasión del amor. El Padre mismo, Dios del universo, Él que es pleno de longanimidad, de misericordia y de piedad, ¿no sufre acaso, de algún modo? ¿O quizás tú ignores que cuando se ocupa de las cosas humanas sufre una pasión humana? Él sufre una pasión de amor”. |
25 de diciembre de 2010 Esta
vez parecería que el mensaje no necesitaría de mucho más comentario.
Por eso, sólo ofreceré un par de reflexiones.
Llegar
a ser “portador y testigo de paz y de alegría” no es algo que venga
de la sola voluntad humana, sin más. En este tiempo recibimos muchísimas
postales y mensajes de correo electrónico con muy bonitos deseos. La
Navidad nos invita a la paz, a ser buenos y nos lo deseamos recíprocamente:
“que tengas paz”, “que te alcance la bondad”, “que Dios te
bendiga”, “alégrate con el nacimiento del Salvador”. Todo eso está
muy bien, claro que sí, cómo no habría de estarlo. También las
personas que no creen en Dios se desean buenas cosas para fin de año. Y
también está bien. Bien en cuanto no pare todo en eso. Pues, si todo
dependiese del sólo quererlo sería muy fácil obtenerlo. Quiero decir,
quererlo sin más. Quererlo para uno y para los demás. El
peligro que anida en este voluntarismo, estas expresiones de buenos
deseos sin la acción que la acompañe, sobre todo sin la aceptación
del camino que Dios nos muestra, es que todo queda en un simple
espejismo, en creerse bueno porque lo deseamos y basta. Esta no es la
realidad de los hechos sino la de las palabras que sin los hechos quedan
vacías. Éste es, por ejemplo, el espejismo de bondad que provoca o
facilita Internet. Alguien recibe un mensaje que le gusta (muchas veces
sin verdaderamente leerlo hasta el final o con detenimiento, basta
algunas imágenes bellas y ya está. Es cuestión de hacer clic y se fue
a no sé cuántos otros que, a su vez, harán otro clic. Sino cómo se
explica que lleguen tantos y tantos mensajes y cómo la mayoría de
ellos son odiosas y supersticiosas cadenas o mensajes voluntaristas de
la Nueva Era). La
realidad de las buenas obras, que siempre vienen del amor (y el amor es
ferial, de todos los días, no de un momento) exige salir del plano del
voluntarismo, del esfuerzo a secas sin sostén en Dios que es la fuente
de todo bien y de todo amor. Por
eso, lo primero que la Santísima Virgen dice en este mensaje, y donde
hay que poner el acento es: “mi Hijo y yo deseamos darles abundancia
de alegría y de paz”. ¿Qué quiere decir esto? Algo tremendamente
importante: el Señor y nuestra Madre desean darnos todo lo bueno y lo
bello, pero ese deseo no basta por sí solo. ¿No parece aventurado
decir esto? Sin embargo es así. Porque si nosotros no nos abrimos a
esos dones acogiéndolos no los recibiremos. Si nuestra voluntad no
coopera con la divina nada ocurrirá. En el fondo, la Santísima Virgen,
de otro modo, nos está llamando a una inmersión en la gracia, a
dejarnos poseer, abarcar y abrasar por el amor de salvación de Dios. Dios
nos ofrece, en la Persona de Jesucristo y a través de la Mediadora de
todas las gracias, la Santísima Virgen, abundancia de gracias,
abundancia de alegría y de paz. Quiere que nos colmemos de alegría y
de paz. ¿Cómo lo conseguiremos? Aceptando a Dios en nuestras vidas,
colmándonos de Él. Dice
el Señor que “de la abundancia del corazón habla la boca” (Mt
12:34) y también que “donde esté tu tesoro allí también estará tu
corazón” (Mt 6:21). Si atesoro, como María, las cosas de Dios en mi
corazón, si atesoro su Palabra y custodio su Presencia en mí, mi corazón
estará en el Cielo y de este Cielo hablaré. Hablaré aún sin
pronunciar palabra, de Dios, de sus beneficios, cantaré sus
misericordias y mi vida será un
canto de alabanzas, obrando en consecuencia a la gracia recibida,
haciendo la voluntad divina, porque el Amor no se puede contener y fluirá
y desbordará. No
puedo dar nada que antes no haya recibido de Dios. Recibir es abrirse a
lo que Dios me da. Paz y alegría que se recibe me hace portador y al
mismo tiempo testigo. Por qué testigo, porque el mundo no conoce la paz
ni la alegría verdaderas. Y cuando alguien la tiene se nota. Por
eso, la Virgen llama, también en este mensaje, a la conversión, a
querer ser santos. No hay que tenerle miedo a la palabra y sí a no
serlo. Querer ser santo es querer poder amar con todas las fuerzas, y
eso es lo más abnegado que pueda existir porque el amor empuja fuera de
uno. Es el Espíritu Santo que nos empuja y eleva. En tres movimientos:
nos empuja horizontalmente hacia los hermanos, hacia abajo para alzar al
caído y tenderle nuestros brazos y nos eleva hacia Dios. Nos elevamos
toda vez que nos arrodillamos en adoración o cuando alzamos las manos
no sólo para suplicar, para interceder, sino también para alabar y
bendecir a nuestro Señor. Este
mensaje es muchísimo más que un mensaje de Navidad muy bonito. Es una
exhortación a emprender seriamente el camino de conversión que es
seguir a Cristo bajo la guía de su Madre. Es conocerlo, rezarle,
amarle, imitarle y adorarle. Si
no olvidamos las palabras de Jesucristo, nunca caeremos en el mero
voluntarismo, en el pelagianismo, en pensar que por nosotros mismos
podemos ser mejores o aún alcanzar la salvación. Esas palabras que
debemos grabar muy bien en la memoria son: “Sin mí nada podréis”
(Cf Jn 15:5). Lo
otro del mensaje que no debemos soslayar, más bien resaltar, es la
frase “en los lugares en que viven”. Es decir, en el propio ambiente
hogareño, de estudio, laboral, de relaciones. Sabemos muy bien que
basta que una persona emprenda un camino hacia Dios para que comience a
recibir ataques en su medio. El caso típico es el de un cónyuge que se
convierte y el otro no, o el resto de la familia sigue lejos de Dios. En
esos casos el Enemigo ataca desde los más próximos y lo hace a través
de burlas, hostilidad, reproches. Como “tú que te dices cristiano (o
que te la pasas en la Iglesia, o que hablas de Dios, etc.) y sin embargo
te comportas así, o haces esto o lo otro”. No hay dudas, es el
Acusador (que se estaba muy tranquilo y ahora hay uno que viene a
perturbarlo escapando de él y arrebatando a otros) quien habla y ataca
por boca de los otros. En estos casos, ¿cómo no perder la paz, cómo
ser portador y testigo de paz? Pues, resistiendo a fe firme, no
respondiendo al ataque, callando y rezando. Más quisiera el Enemigo que
se reaccionara con la misma hostilidad, contraatacando. En tal caso se
caería en la trampa, entrando en su campo que es el de la disputa, la
agresión de palabra y de hecho, la división, la separación. Nada de
eso. Ser portador de paz y alegría es llevar los dones recibidos al
otro, no porque se lo merezca porque tampoco quien lo recibe es por mérito
sino por amor gratuito de Dios que los da. Gratis recibimos gratis
debemos dar. Recibimos paz, no perdamos la paz porque nos ataquen.
Seamos paz en medio de la guerra. Seamos aquello en lo que el Señor nos
va transformando. Hemos sido tocados por el amor y la paz de Dios que
provoca gozo en nosotros, y eso debemos transmitir, pese a todo. En todo
caso sigamos aquel consejo: “en lugar de hablar tanto de Dios a tus
hermanos, habla más a menudo a Dios de tus hermanos”. A
no desesperar pues sino a seguir firmes en la fe, porque el Señor obra
en nosotros y sobre ellos, a través de nosotros. Recibamos la bendición de la Madre de Dios y hagámosla fructificar. Su mensaje más que de bendición es en sí mismo bendición. Si hacemos lo que viene pidiéndonos, es decir dejarnos convertir por Dios, seremos una bendición para los demás porque les llevaremos la paz y la alegría que desconocen.
A
todos ¡Santa Navidad! |
SUBIR. |
.¡Bendito, Alabado y Adorado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar! |
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