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Año 2008 | |
25 de enero de 2008 Por
otra parte, la Reina de la Paz habla para el momento actual y,
especialmente, para el determinado por el tiempo litúrgico. Si
prestamos atención a todos sus mensajes mensuales veremos que así lo
hace siempre y, ahora, alude a la Cuaresma que se aproxima. Valga
esta introducción al presente comentario para también recordar que si
bien la Madre de Dios se dirige a unos pocos –sus videntes y luego la
parroquia- en verdad habla siempre, y subrayo el “siempre”, a todos
sus hijos. Y le habla personalmente a cada uno. Hoy
nos presenta a la tierra, que ha sido arada y está pronta a recibir la
semilla –semilla que ha de germinar y dar su fruto-, como imagen analógica
de nuestro corazón que –como la tierra- se abre a la gracia que Dios
–cual semilla- derrama en nosotros y nos transforma. La semejanza es más
que pertinente porque la gracia de Dios no se agota en la siembra sino
que persiste en la gracia actual, que como la lluvia serena y buena y
los nutrientes permiten que la semilla germine y fructifique. Del mismo
modo, con la apertura y aceptación sin condicionamientos a la gracia
divina el don de Dios fructifica multiplicándose, el bien se expande,
los beneficios acrecen en quien los recibe. Dios
nos va convirtiendo a Sí en la medida de nuestra voluntaria cooperación
a su gracia. La
labranza a la que alude la Madre de Dios es el trabajo que hacemos en
nosotros a través de esa disponibilidad, sin titubeos ni resistencias,
que se consigue con la oración y no sólo con la oración sino con la
oración y el ayuno. Dice
la Sagrada Escritura: “Mira, yo pongo hoy delante de ti la vida y el
bien, la muerte y el mal” (Dt 30:15). Éstos, los dos caminos que Yahvé
antepone a su pueblo, son los que se abren a cada momento en nuestras
vidas. Esa es la elección que todos estamos obligados a hacer cada día.
Y esta elección dependerá de nuestra adhesión a la ley de Dios, más
aún a Dios mismo, porque Él es el Sumo Bien. En
el mismo pasaje del Deuteronomio, Yahvé, por medio de Moisés, sigue
diciendo: “Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la
tierra; te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge
la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios,
escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en ello está tu vida, así
como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que
Yahvé juró dar a tus padres Abrahán, Isaac y Jacob” (Dt 30:19-20). “Escoge
la vida- manda Dios- para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé
tu Dios… pues en ello está tu vida…”. Dios
nos creó libres y nos deja la libertad en cada circunstancia de elegir
el bien o el mal, la vida o la muerte, pero –parece un contrasentido
aunque no lo es- dejándonos la libertad nos da mandamientos. Sus
mandamientos son, precisamente, para preservarnos de la muerte y del mal
porque su Ley es de amor, porque Dios quiere que todos los hombres se
salven. El
llamado libre albedrío, la libre decisión de tomar uno u otro camino
podrá depender de condicionamientos, a su vez aceptados anteriormente o
no rechazados suficientemente. No es lo mismo, para poner un caso límite,
el rechazo que pueda hacer de la droga una persona que nunca se drogó
que uno que ya es drogadicto. Este último tiene cercenada su libertad,
no es libre de elegir por estar condicionado por una fuerte adicción,
producto, a su vez, de anteriores aceptaciones al mal. “Escoge
la vida… amando a tu Dios”. Ésta es la llave de la vida: el amor a
Dios, o sea la adhesión plena, existencial, visceral a Dios. Vida y
bendición es vivir en comunión de amor con Dios y seguir su ley
inmutable de amor. Para
aquello se debe entender qué es la libertad y dónde está radicada su
esencia. La libertad viene del amor y al amor debe estar sujeta para ser
verdaderamente tal. La libertad no es para hacer lo que a uno le venga
en ganas, la libertad no es para el mal, la libertad no es para matar y
para la muerte sino para la vida y el amor. Mientras
la adhesión a la ley divina es verdadera libertad, la rebelión lleva a
la esclavitud. San
Pablo, en su carta a los efesios, escribe: “Porque en otros tiempos
fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de
la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y
verdad” (Ef 5:8-9). Conversión
es pasar de las tinieblas a la luz y cada día caminar hacia la luz. La
luz la encuentro en Aquel que dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Cf Jn
8:12). La luz la encuentro en Cristo que está presente en su Iglesia:
en los sacramentos, en la oración comunitaria y personal, en la adoración,
en el Magisterio que me enseña el camino de la verdad y de la fe, que
me ilumina para que no me pierda y desvíe, en tiempos tan confusos y
oscuros. El
sacramento de la reconciliación, o confesión sacramental, es el
encuentro con Cristo que nos libera del pecado y nos da las gracias para
continuar el camino de conversión. El
sacramento de la Eucaristía es el de su Pasión y también de su
Presencia. En cada comunión se produce un encuentro, encuentro que
prolongamos en la adoración al Santísimo Sacramento. Y esos encuentros
–nuevamente con nuestra cooperación a la gracia- llegan a ser
profundos y, por ello mismo, profundamente transformantes. La
presencia de Cristo cambia nuestras vidas. Cristo
es la luz y cuando lo sigo no permanezco en tinieblas, no camino en la
oscuridad sino que tengo la luz de la vida (Cfr Jn 8: 12). Cristo
no permite que nos perdamos en la noche del mundo porque Él ha vencido
el mal, el error, la ignorancia, la muerte y a los espíritus de las
tinieblas. Hoy
el mundo, sumido en un total relativismo, pretende hacernos creer que
las leyes morales que Dios ha puesto en las conciencias y la Ley que nos
ha revelado pueden ser cambiadas. Es cuando se nos dice que la Iglesia
debe adaptarse a la cultura de la época en que se vive y cambiar
aceptando, pongo sólo por ejemplo, que en algunos casos sea permitido
el aborto o que sea la Iglesia menos rígida en materia de moral,
aduciendo que “antes era así pero ahora no” porque “los tiempos
no son los mismos”. ¡Lo exigen como si la Iglesia tuviera el poder de
modificar la Ley divina y de decir que lo que antes y siempre fue malo
para Dios ahora es bueno! Cuando
no se acepta la Ley, cuando se la menosprecia, cuando no se cree que
Dios pueda haber legislado, cuando se piensa que el hombre puede hacer
cuanto le viene en ganas, cuando existe sólo lo que cada uno cree que
es bueno o le conviene a él, entonces impera el anárquico subjetivismo
moral. Ese subjetivismo se traduce en relativismo moral: todas las
opciones son válidas puesto que el bien y el mal es relativo a cada
uno. Ya no hay una verdad sino verdades. Cada uno posee “su verdad”.
Ya no hay pecados sino experiencias. Y a ese relativismo se lo arropa
con las vestiduras de una encomiable tolerancia. Pero,
la realidad es bien otra, porque en la práctica se ve que no todo es
aceptado, o más bien que todo es aceptado menos Cristo y su Iglesia.
Para todo hay “tolerancia” menos para la Iglesia de Cristo. Ejemplos
palmarios recientes son el rechazo a aceptar las raíces cristianas en
la constitución europea y el no permitirle al Santo Padre hablar en la
Universidad de La Sapientia. Un
grupo de profesores y un grupúsculo de estudiantes del ateneo romano,
en nombre de la “tolerancia” le impidieron disertar. Este disparate
si no fuera trágico sería cómico. No
deja de ser ridículo el hecho que se le quite la libertad de palabra a
un Papa que es Profesor Universitario emérito, que se quiera amordazar
a un gran intelectual que busca siempre el diálogo y conciliar fe y razón.
Sí,
resulta ridículamente absurdo que no se le permita pisar la Universidad
que fuera fundada en 1303 por el Papa Bonifacio VIII. Una universidad
fundada por un Papa era la norma en la Edad Media. La Iglesia es no sólo
fundadora de todas las Universidades europeas antiguas de tanto
prestigio como la de Paris, o la de Bolonia, o la de Oxford sino la que
por vez primera legisló sobre la autonomía universitaria. Tremendas
contradicciones en un ámbito académico y en personas que diciéndose
“tolerantes” no dejan de citar a Voltaire en aquello de “no
comparto lo que dices pero me batiría hasta el fin para que tú puedas
decirlo”. Estamos
asistiendo a la negación de la cultura. Estamos ante la noche misma de
la cultura y, peor aún, ante la cultura de la muerte. Porque para las
sociedades que viven esta cultura es lícito abortar, es lícita la unión
homosexual y la adopción de niños por uniones de desparejas
homosexuales, pero es condenado quien defiende la vida, porque cercena
la libertad de elección de la mujer (de matar) o se lo acalla y hasta
encarcela por homófobo cuando trata de defender ya ni siquiera la
familia sino el mismo buen sentido. El
ejercicio del libre albedrío implica un corazón puro, una mente clara,
es decir no condicionada por la cultura del engaño y la confusión. Es
imposible poder elegir el bien cuando al mal se lo disfraza de bien o de
normal. ¿Cómo puede ser libre de elegir quien está totalmente
condicionado por lo que ve en la TV, por los noticieros y los reality
shows, por lo que le venden políticos corruptos ávidos sólo de poder?
Esa persona acabará por aceptar lo inaceptable, quizás en función del
minimalismo de aceptar el mal menor, sin darse cuenta que en esa
pendiente de descenso moral el mal menor de hoy era ayer una aberración
inadmisible. Mientras
es evidente que la conversión es caminar hacia Dios, queda asimismo muy
claro lo opuesto: toda separación de Dios lleva finalmente a la
perversión. Conversión
implica discernir entre el bien y el mal y también entre lo que es
bueno y lo que es perfecto ante Dios. Para
bien escoger debemos orar y ayunar. Ayunar de todo lo que pervierte
nuestra mente, de todo lo que es perjudicial y nocivo para nuestra vida.
Ayunar de noticias que condicionan nuestra conducta, afectan
negativamente nuestra opinión y envenenan nuestra alma; ayunar de
programas de televisión que denigran la dignidad humana, que promueven
vulgaridad, que inducen a la promiscuidad y otras inmoralidades; ayunar
de música y modas que ofenden a Dios; ayunar de habladurías y de malas
lecturas; ayunar de chats de Internet en los que se pierde
lamentablemente el tiempo cuando no es, la más de las veces, ocasión
de pecado y de sitios ofensivos a la dignidad humana y no constructivos;
ayunar de ociosidades y banalidades. Ayunar,
claro está, de todo pecado y también ayunar a pan y agua, miércoles y
viernes, como pide nuestra Madre y como antiguamente hacían los
primeros cristianos, los miércoles y los viernes (ver la Didaché). Orar
y ayunar, que se acerca la Cuaresma, que con la oración y el ayuno
recibiremos la luz y la independencia de criterio como para saber
siempre elegir el bien, como para escoger la vida, como para ser siempre
bendecidos. Oración
y ayuno también para discernir lo bueno de lo perfecto y para tener la
fuerza de llevarlo a cabo. Por la oración, potenciada por el ayuno, el
Señor inspira pensamientos y propósitos para que veamos qué debemos
hacer y tengamos la fuerza de cumplir lo que hemos visto. Sembrar
alegría, como la Reina de la Paz nos invita a hacerlo, es ser motivo de
alegría para otros por lo que se hace o se evita hacer, por lo que se
dice o se calla, por lo que se da o se atesora. Se
siembra alegría cada vez que se obra el bien, cada vez que se lleva la
luz a la oscuridad de una vida, cada vez que se consuela al afligido,
que se tiende una mano, que se reconcilia con el hermano o que se da una
caricia en nombre del Señor. Sembrar
alegría puede simplemente ser regalar una sonrisa o dar una respuesta
amable. Se
siembra alegría en otro y se cosecha en uno y en otros. Se
siembra alegría sembrando amor y para sembrar amor menester es recurrir
a la fuente del amor que es Dios. Nuestra
Madre nos acompaña en este camino de conversión con su presencia
protectora y su intercesión. El Señor nos da y renueva sus gracias. Sólo
de nosotros depende ahora la respuesta. Oh,
Señor, que con el don de tu amor nos colmas de todas bendiciones,
transfórmanos en nuevas criaturas para prepararnos a la Pascua gloriosa
de tu reino. Amén.
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25 de febrero de 2008
Sin embargo, a
pesar de tratarse de un mensaje simple y directo, de inmediato nos surge una
pregunta: ¿quiénes son los “que no han conocido el amor de Dios”?. Y
ésta, se verá, no es una pregunta meramente teórica porque va en la
respuesta la razón de la motivación con que recemos y ofrezcamos nuestros
sacrificios. Es decir, no es lo mismo que a alguien se le pida oraciones por
personas de quienes desconoce los motivos que por otras que sí sabe qué
están padeciendo. En esto la misma Santísima Virgen es Maestra, sino baste
recordar las apariciones de Fátima, cuando en una de ellas –la tercera,
el 13 de julio de 1917- les mostró a los pastorcitos el infierno y las
pobres almas que caían en él y les pidió sacrificarse por los pecadores y
muchas veces decir “Jesús, es por tu amor, por la conversión de los
pecadores y en reparación de los pecados cometidos contra el Inmaculado
Corazón de María”. Jacinta, con apenas 7 años, no dejaba de pensar en
la visión y de repetir “¡Ay, el infierno! ¡Qué pena me dan las almas
que van al infierno!” y no paraba de rezar y hacer grandes sacrificios por
la conversión de los pecadores para arrebatarlos de la condena eterna. Al
mes siguiente, el 19 de agosto, la Virgen les vuelve a recordar la necesidad
de intercesión por medio de oraciones y sacrificios diciéndoles: “Orad,
orad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al
Infierno por no tener quien ore y haga sacrificios por ellas”.
Evidentemente, no es lo mismo saber por quiénes estamos orando que
no saberlo o tener una noción demasiado genérica, diríamos
abstracta.
La primera
respuesta a la pregunta de quiénes son “aquellos que no conocen el amor
de Dios” la tenemos de los mismos videntes de Medjugorje y de Mirjana, en
particular, cuando nos dicen que es así como nuestra Madre Santísima llama
a los no creyentes o ateos. Lo otro, que también debemos recordar, es que
en torno a Medjugorje hay secretos y que se trata de fuertes advertencias y
grandes correcciones, cuando no de castigos, que Dios ha de enviar a esta
nuestra humanidad, y que la Reina de la Paz cuando pedía orar y hacer
sacrificios por los no creyentes decía con tristeza: “porque “¡no
saben qué les espera!”.
Esa es la razón
poderosa por la que la Santísima Virgen insiste al pedir oración por
“aquellos que no conocen el amor de Dios” y les dedica un día especial,
los dos de cada mes, en sus apariciones a Mirjana.
Evitemos pensar
que los no creyentes son sólo aquellos que no van a Misa los domingos.
Muchas personas pueden ir por hábito, por obligación impuesta por ellos
mismos o por otros, pero no por verdadera fe ni porque hayan tenido un
encuentro personal con Jesucristo.
Al comienzo de
las apariciones, estando la iglesia parroquial de Medjugorje repleta, los
videntes le dijeron a la Gospa: “Madre, estarás muy feliz al ver tantos
fieles en la iglesia”, a lo que Ella respondió: “los verdaderos
creyentes se cuentan con los dedos de la mano”.
La Madre de Dios
no culpabiliza a esas personas sino que busca, como Madre que es, de esos
también hijos suyos, la salvación para ellos y por eso apela a los otros
hijos, los que siguen y viven sus mensajes para que la ayuden a salvarlos.
Entonces, los que
“aún no conocen el amor de Dios” es una amplísima gama de personas que
va de los indiferentes y tibios a los incorregibles que se rebelan
abiertamente contra Dios, y a los satanistas.
Ahora mismo, en
España hay todo un movimiento que se ha dado en llamar “Apostasía” y
manifiesta delante de Catedrales exigiendo que se los cancele como
bautizados. El bautismo no es algo que se pueda cancelar porque “imprime
carácter”, es decir, que la señal espiritual es indeleble y, por eso
mismo, no se reitera y es para siempre. En pocas palabras es un sacramento,
como el del orden sagrado y la confirmación, para siempre. Sin embargo,
allí están vociferando y llenos de odio rechazando al Salvador y a la
Iglesia. Nuestra reacción, en este caso, aparte de la tristeza que pueda
provocarnos, más que de indignación debería ser de intercesión por ellos
y de reparación a Dios por la ofensa que se comete. Al amor de Dios se lo puede desconocer por distintos motivos, por circunstancias de vida como el hecho de haber nacido en una cultura atea, por cerrazón personal, por indiferencia, por sofocamiento de conciencia, por opulencia y autosuficiencia, por soberbia, por apego al pecado, por caída profunda en el vicio, por ambición de dinero, de poder y de vida lujuriosa, por tibieza, por hipócrita fariseísmo y por un largo etcétera. Esas personas no han tenido, porque lo han rechazado o apagado en ellos, una experiencia
del Dios vivo que es Amor. Pero, en tanto estén aún en esta tierra, ellos
no están perdidos para siempre sino que Dios, en el momento menos pensado,
puede tocar sus corazones, puede darles la iluminación que no tienen, puede
vencer las resistencias que ellos mismos se han construido.
Si por un lado
nos enfrentamos al misterio de la libertad del hombre, que lo puede llevar a
rechazar a Dios y elegir para sí la muerte eterna, por el otro está el
misterio del amor de Dios y de esa participación solidaria de su amor
salvador que se llama la comunión de los santos. Comunión de los santos
que se expresa en nuestra intercesión mediante oraciones y sacrificios,
unidos a la intercesión ante el Padre de Cristo, de la Santísima Madre y
de todos los santos y ángeles del cielo. Sin embargo, pese a que la mediación
de nuestro Señor es de valor infinito, nuestra parte es fundamental e
insustituible en el plan de salvación de Dios.
Quizás ahora,
reflexionando, sobre quiénes son en concreto “aquellos que no conocen el
amor de Dios”, nuestra oración y nuestro sacrificio cobre un nuevo
sentido y se vea más motivado. Y aún más lo sea porque, segura y
lamentablemente, habrá, entre ellos, muchas personas que conocemos, quizás
parientes cercanos y amigos, que no están en un lejano horizonte sino en
nuestras mismas cercanías. Es por ellos que estamos pidiendo y ofreciendo.
Por ellos, para que no se pierdan y pierdan para siempre.
Permítaseme
ahora ir a un tema práctico, sabiendo que algunos hermanos nuevos en la fe
lo apreciarán. Se trata de saber o proponer cuáles pueden ser estas pequeñas
y fervientes oraciones, de las que habla nuestra Madre. La respuesta
inmediata es cualesquiera, con tal que sean del corazón. Pueden ser las
simples oraciones que nos viene de la tradición y de la misma liturgia o
bien jaculatorias conocidas. Sólo como ejemplos de adaptaciones podría ser
el trisagio: “Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de
nosotros y de todo el mundo (o de aquellos que no te conocen)”; o bien la
oración permanente del peregrino ruso: “Jesús, Hijo de David, ten piedad
de mí y de todos los pecadores”. También
la jaculatoria de Fátima: “Oh, Jesús mío, perdónanos, líbranos del
fuego del infierno lleva al cielo a todas las almas y socorre principalmente
a las más necesitadas (algunos dicen: “…perdona nuestros pecados”….
“a las más necesitadas de tu misericordia”), o bien “Dios mío, yo
creo, adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los que no creen, no
adoran, no esperan y no te aman”, y también: “Santísima Trinidad,
Padre, Hijo y Espíritu Santo, os adoro profundamente y os ofrezco el
preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesucristo, presente en
todos los sagrarios de la tierra, en reparación por los ultrajes,
indiferencias y sacrilegios con que Él mismo es ofendido y por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y del Inmaculado Corazón de
María os ruego la conversión de los pobres pecadores”. Esta última
oración, dictada por el ángel a los niños de Fátima, es eminentemente
eucarística, ya que se ofrece la Eucaristía, o sea la fe en la presencia
real y verdadera de Jesucristo en el Santísimo Sacramento,
en reparación por las ofensas al mismo tiempo que se intercede por los
pobres pecadores apelando a los Sagrados Corazones. Otra oración
relativamente breve y efectiva es la coronilla de la Divina Misericordia,
también eucarística. Y todas las que el Espíritu Santo nos dicte.
En el mismo orden
de cosas, quienes puedan estar cerca de iglesias con la exposición
permanente del Santísimo Sacramento podrán visitarlo frecuentemente
durante el día y la semana, aunque sean breves visitas de reparación e
intercesión.
En cuanto a las
renuncias, qué ejemplo nos daban -no sólo de renuncias sino también de
mortificación- los pastorcitos de Fátima cuando en el calor del mediodía
estival no bebían agua, ofreciendo la sed para la salvación de las pobres
almas o cuando se privaban de la merienda por lo mismo.
Dejando de lado,
por obvio, que la primer renuncia es al pecado y todo lo que ofenda al Señor
como modas y vida licenciosa y que todas esas renuncias deben ser para
siempre, podemos ver cuántas cosas nos gustan y que podemos ofrecer al Señor
como sacrificio además del ayuno de miércoles y viernes: el café, los
dulces, determinadas comidas o bebidas, el mirar la TV, el ir al cine…
En definitiva,
nuestra Madre del Cielo nos llama a ejercer concretamente esos tres pilares
de la piedad en este tiempo cuaresmal y de gracia: la oración, la renuncia
(el ayuno y otros sacrificios) y la misericordia. Recordemos con san Pedro Crisólogo que los tres no pueden separarse. El santo llega a decir que quien posee uno solo de los tres y no posee los otros, no posee ninguno. A la oración sin la renuncia le está faltando el alma y sin la misericordia la razón de ser. Quien ora, que ayune, quien ayuna que se compadezca. “El ayuno no germina si la misericordia no lo riega”. “Tú que ayunas, piensa que tu campo queda en ayunas si ayuna tu misericordia; lo que siembras en misericordia, eso mismo rebosará en tu granero. Para que no pierdas fuerza de guardar, recoge a fuerza de repartir; al dar al pobre, te haces limosna a ti mismo; porque lo que dejes de dar a otro no lo tendrás tampoco para ti”. Esto no sólo vale para el dinero o el sustento material que demos a los indigentes sino, y muy especialmente, para los más pobres, los que están sumidos en la miseria del corazón y han desfigurado hasta hacerla irreconocible la imagen de Dios en ellos. Por estos pobres, los que no conocen el amor de Dios, dirijamos, a lo largo de nuestro día, nuestras súplicas del corazón al Señor y ofrezcámosle nuestras renuncias.
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18 de marzo de 2008 Pero,
¿por qué nos dices que no temamos? ¿Cómo podemos tener miedo de ti? ¿Es
que quizás ves que rehuímos tu ayuda? Probablemente, nos veas indiferentes
o apáticos. ¿O quizás sabes que llegarán momentos de pánico, de caos o
tal vez de calamidades y no sabremos dónde ir? Es que tú ves todos los
peligros que nos acechan y de los que no somos conscientes. Sí, debes estar
anticipándote a momentos de mayor oscuridad y por eso ahora nos dices “no
teman y tómense de mis manos. Sepan que les estoy extendiendo mis manos y
que en mí encontrarán ayuda, refugio, porque los llevo con mano firme en
medio de la confusión y les traigo la paz de mi Hijo, el amor de Dios con
el que los amo. Fíjense y no olviden -lo muestro con mi presencia- que a
pesar de las tribulaciones el destino que les espera es de amor y de alegría,
junto a mí, junto a mi Hijo. Si se toman de mi mano y no se desprenden de
ellas, si perseveran conmigo, que permanezco a vuestro lado, serán
salvados”. Nosotros,
Madre nuestra, queremos alzar al cielo en júbilo nuestras manos para
tocarte y para alabar a Dios. Pero, hay veces, tú lo sabes, que las manos
también se elevan en desesperación cuando claman ayuda de lo alto. Son
esos momentos en los que, como el salmista, decimos: “en mi angustia te
busco, Señor mío; de noche extiendo las manos sin descanso” (cfr sal
77). Tú
ahora le dices a quien angustiado implora que hay otras manos extendidas
hacia la tierra: son tus manos, María, tus manos
de Madre. Que
nadie desespere, entonces, porque vea muerta su esperanza, que nadie se
aflija y aplaste ante el poder de las tinieblas, que nadie sucumba ante la
ruina, el dolor, el sin sentido de la vida, que nadie crea que está muerto
por la droga; sólo alce sus manos hacia Ella que lo sostendrá y rescatará. Oh,
sí, esas manos tuyas, Madre y Reina nuestra, saben dar amor y paz y salvación.
Son las manos que tocaron con ternura infinita a Jesús, son las que cuando
era pequeño lo llevaban asido de la mano. Sí que saben esas manos de amor
y de salvación. Éstas que tú nos ofreces son las mismas manos que por última
vez acariciaron el cuerpo del Señor depuesto de la cruz. Son las manos que
lo abrazaron resucitado. Son las que se unen en plegaria e interceden por
cada uno de nosotros y consiguen la paz de Cristo, la única paz posible,
cuando te invocamos, Señora y Reina nuestra. Éstas
son las manos que vio tu hija Catalina Labouré, iluminadas por rayos de
gracias que descendían hacia tus hijos de la tierra. Son
las manos suaves pero firmes que nos sostienen en el camino de la prueba,
que nos alzan en la caída, que nos conducen por la vía de la salvación.
Las manos de quien conoce muy bien el camino –estrecho y difícil- que
lleva a Dios, las manos de las que Él se sirve para nuestra salvación. Oh,
sí, esas manos saben de amor y de vida porque han acunado, nutrido,
acariciado a Aquél que es Amor y que es Vida. Oh, sí, esas manos saben de
salvación porque estuvieron, manos corredentoras, apretadas ante la cruz y
abiertas para entregar el Hijo al Padre cuando Jesús expiró. Ya eran
entonces manos de Madre nuestra, porque, momentos antes, Jesús te había
ensanchado infinitamente el corazón para abarcarnos a todos, tus pobres
hijos pecadores. Madre,
no tenemos miedo de aceptarlas. Vendrá lo que vendrá, lo que tenga que
venir, lo que el mundo apóstata se ha buscado y merecido, pero sabemos que
aquí, ante nosotros, están tus manos virginales, maternales, amorosas, que
nos llevan por el camino de la paz a la salvación: a tu Hijo, el Salvador. Tu
gozo, Madre, es que escuchemos tu voz y acudamos a tu llamado. Tu gozo es
que nos decidamos a caminar contigo en la santidad hacia la salvación. Esa
es la felicidad de tu corazón: aceptarte, tomarnos de tu mano, dejarnos
guiar en medio de las dificultades, de las pruebas, de las caídas,
confiadamente, sin desesperar. Podamos
nosotros, Madre, a imitación tuya, extender también nuestras manos hacia
otros hermanos que no te conocen, que no conocen a tu Hijo, para que también
ellos puedan gozar un día del amor y la alegría que no tiene fin. P.
Justo Antonio Lofeudo mss |
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25 de marzo de 2008 Nuestra Madre llega hasta nosotros para que la escuchemos, para que salgamos de la apatía que –por tenernos lejos de Dios- nos va matando y reaccionemos haciendo lo que nos pide hacer. Y, ¿qué nos pide hacer? Trabajar para nuestra conversión personal. Trabajar quiere decir esforzarse, poner todas las potencialidades, todas las energías de las que disponemos en acción y dedicarnos muy seriamente a nuestra conversión. Quiere decir darle máxima prioridad porque es para nosotros verdaderamente cuestión de vida o muerte. Quiere decir no dilatar más el tiempo para hacer el cambio de vida, no postergar la conversión a Dios sino disponerme ya a hacerla. Hoy mismo, debo trabajar en mi conversión personal. Y ese hoy es un hoy permanente. Es el hoy de nuestras vidas, de tu vida, de mi vida. De esta vida que pasa y con ella todo lo que es efímero. De esta vida que fue creada para tener sed de eternidad y que, desde la eternidad, es llamada a ser eterna y no pasajera. Porque qué nos queda a nosotros si todo nuestro tiempo lo gastamos en lo que está destinado a la herrumbre, a la corrosión, a la corrupción de la muerte. Qué será de las cosas que hoy llaman mi atención cuando estas cosas son hechas de materia corruptible. Qué será de todo lo que pueda vanamente hoy inquietarme cuando pase mi tiempo sobre la tierra, si nunca me he encontrado con Dios. La conversión parte de un encuentro personal con Dios y ese encuentro se produce cuando la persona- por más alejada que haya estado- responde al llamado de Dios, comenzando un diálogo de acercamiento. Cuando Adán pecó, Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? (cfr Gen 3:9). Escribió el filósofo judío Martin Buber, que cuando el hombre respondió al llamado de Dios, saliendo del escondrijo, allí mismo comenzó el camino del hombre. El Papa Pablo VI decía que hay un camino de Dios hacia el hombre y un camino del hombre hacia Dios. A Dios, que está en mi búsqueda, lo encuentro si lo busco. Buscar a Dios es siempre responder a su llamado. Hoy Dios eligió una manera muy especial para llamarnos: a través de su Enviada, la Santísima Virgen María, Madre de Cristo y Madre nuestra. Como a Elías, Dios no se manifiesta en el poder aterrador de las fuerzas cósmicas sino en la brisa de la amistad, en el susurro de estos mensajes. Porque éste es todavía tiempo de misericordia, tiempo de gracia a aprovechar. Debemos no demorar en responder al llamado que, hoy concretamente, es el de la oración y de la adoración al Santísimo Sacramento. Es en el Santísimo Sacramento del altar donde está Jesucristo presente, en toda su humanidad y toda su divinidad, sólo ocultas por el velo eucarístico. Allí está Dios trino y uno, porque estando Jesucristo, que es la Persona del Verbo, está el Padre y está el Espíritu Santo. Cristo está presente y yo lo busco si respondo al llamado, lo encuentro, lo adoro, lo amo. Hace
muy poco recibí un testimonio de una capilla de adoración perpetua.
Alguien había dejado el siguiente mensaje: “No estoy segura pero es
probable que sean más de 10 años que no vengo a una iglesia católica
y si en el pasado lo hice fue sólo para alguna visita de arte. Aún no
sé cómo ocurrió pero estoy aquí. Creo en esta paz y me gustaría
encontrarla”.
Este
breve testimonio encierra dos aspectos importantes de la gracia de Dios. El
primero es que esta persona -que se ve es una mujer- se sintió atraída
de algún modo desconocido para ella –pero, no para el Señor- y
recibió la gracia de reconocer la paz y, también de algún modo, la
fuente de esa paz. Estoy cierto que si persiste en abrir el corazón, lo
que escribió en ese momento es el inicio de un hermoso camino de
conversión personal. Lo otro, es que si esa persona pudo entrar en esa
capilla fue porque otras habían antes respondido al llamado del Señor
y se hicieron adoradoras comprometidas con una hora de adoración,
permitiendo así que las puertas de aquella capilla estuvieran abiertas.
Y esa respuesta a ser adorador es también una gracia a la que se le ha
dado respuesta, un don que ha sido acogido y que, por ello, produce sus
frutos. Fijémonos el final de la frase: “Creo en
esta paz y me gustaría encontrarla”. En la medida en que se quiere
encontrar la paz que viene de Cristo ya se ha empezado a hallarla. Desde su morada eucarística nos llama el Señor: “Venid a Mí, vosotros que estáis fatigados y agobiados que yo os aliviaré”. “Venid a Mí” es el llamado al encuentro de corazones. A todos invita el Señor a su presencia. Cuando se responde a este llamado del Corazón de Jesús se produce el encuentro que sana, que salva, que trae la paz y la alegría. Aún sabiendo que Jesucristo está presente en
la Sagrada Hostia, viéndola así en su simplicidad, en su pobreza, en
su vulnerabilidad y fragilidad, en su mudez, podría parecernos que no
estuviera haciendo nada y, sin embargo, Él lo está haciendo todo. Del
mismo modo que cuando estaba colgado en la cruz y se lo veía derrotado,
acabado, vencido, muriéndose parecía el fracaso total de aquel
esperado Mesías y sin embargo, en ese preciso momento, estaba salvando
a toda la humanidad. Por eso mismo, porque a quien se adora es a
Jesucristo, realmente, verdaderamente presente en la Eucaristía, la
adoración nunca es pasiva. El que adora trabaja en su conversión e
intercede para la conversión de otros. “Marta, Marta, tú te preocupas y
te agitas por muchas cosas pero una sola es necesaria y María ha
elegido la mejor parte que no le será quitada”
le dijo el Señor a Marta, hermana de Lázaro cuando le reclamaba que
María se había quedado contemplándolo, mientras que ella debía
ocuparse de servirlo (Cfr Lc 10:38-42). El Señor no desprecia la
hospitalidad de Marta sino que opone a ella algo mucho mejor, mucho más
profundo, algo no del momento sino para siempre: la hospitalidad del
alma. Es la hospitalidad del alma que recibe a su Señor, que lo acoge,
que lo escucha, que lo contempla, que lo adora. Lo único necesario… la mejor parte
que no le será quitada.
Esto es la adoración al Santísimo. Por eso, el Santo Padre Benedicto
XVI ha dicho: “la adoración no es un lujo sino una prioridad”. Quien
adora, respondiendo al llamado a acercarse, entra en la intimidad de
Dios. Para esa persona Dios no es un extraño sino un amigo, un dulce
amigo, el mejor de los amigos a quien encuentra en cada adoración y
bueno, muy bueno, es quedarse largo tiempo con ese amigo, Creador y
Salvador nuestro, que se ha encontrado. Es entonces que el encuentro se
vuelve pura interioridad y el Señor hace su morada en el corazón. Como
enseñaba el muy amado Papa Juan Pablo II: “Es bello relacionarse con
Él e inclinados sobre su pecho, como el discípulo predilecto, ser
tocados por el amor infinito de su corazón”. Y observaba: “hay una
renovada necesidad de quedarse largo tiempo, en conversación
espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo
presente en el Santísimo Sacramento”.
La adoración silenciosa delante del Santísimo Sacramento permite
escuchar a Dios, porque la presencia eucarística es Palabra que se
adora y que habla a mi silencio y yo la escucha mientras adoro. Escucho
la voz del Señor que dice: “Mira
que estoy
a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre,
entraré
en su casa y cenaré con él y él conmigo”
(Ap 3:20). ¡Él, mi Dios y mi Señor,
quiere entrar en mi vida para que pueda yo entrar en su intimidad! Pero,
esto es verdaderamente algo enorme y no puedo, después de saberlo, no
abrirme a su gracia infinita. “Si alguno escucha mi
voz y me abre,
entraré en su casa”.
Si tú escuchas la voz del Señor y le abres la puerta de tu corazón,
Él entrará en tu casa, en tu vida y te hará verdaderamente feliz. Todo pasa, nos recuerda la Virgen Santísima,
sólo Dios permanece y sólo Dios da en cada momento de adoración
aquello que no le será quitado porque ya ese momento de adoración sabe
a eternidad. El que adora, el que ora mueve el mundo porque
mueve el Corazón de Aquél que todo lo mueve, que todo lo puede. Y el
primero en ser movido, transformado, es el propio adorador, el espíritu
orante. Ante el Santísimo Sacramento, el Señor nos
va transformando, nos va llevando de
gracia en gracia, por el camino de la santificación personal,
porque adorando al Santo somos conscientes que debemos ser santos, es
decir, emprender un camino de conversión personal.
Delante del Santísimo, de rodillas, renovamos nuestra profesión de fe
en la real y verdadera presencia de Cristo. Sin embargo, adorando no sólo damos testimonio de nuestra fe y de nuestro amor hacia el Señor presente en la Eucaristía, sino que fortalecemos y alimentamos nuestro amor y nuestra fe, haciendo de ella una fe viva, no una fe declamada y no vivida. Y así, el tiempo que transcurrimos en adoración al Señor cobra un valor infinito, se multiplica en gracias y bendiciones, se ensancha, profundiza y alarga hasta tocar el cielo. Ese tiempo se mide en plenitud y ansias de eternidad. No
debemos cansarnos de orar y adorar. Estamos, como Israel del Antiguo
Testamento, en un combate. Nuestro combate es espiritual contra el
mundo, contra el espíritu del mundo, contra Satanás y contra nosotros
mismos en nuestras malas inclinaciones y nuestra vida desordenada. Como
Moisés, debemos subir al monte, al monte de la oración y de la adoración
y no bajar los brazos. Debemos alzar las manos hacia Dios. Debemos
arrodillarnos en adoración para ser más fuertes que el mal, para
recibir la protección divina, para crecer en la fe, en la esperanza, en
la caridad. He
leído que el nuevo Beato Rosmini había dejado, como testamento
espiritual, tres palabras: callar,
adorar y gozar. Callar
para hacer silencio y permitir la escucha de la Palabra, por amor a la
Palabra. Adorar, para rasgar
la rutina y penetrar el cielo. Gozar,
porque el Evangelio es la Buena Noticia, porque adorando a Dios se
encuentra la paz y la alegría que el mundo jamás puede darnos. Es
hora de gozar del amor del Señor que nos ha dado y nos envía esta
grandísima y bellísima Madre, que nos ama y está con nosotros en
nuestro camino de conversión. Porque es tiempo de profundizar la
conversión, trabajando en ella, orando, adorando y haciendo silencio
para que Dios hable en nosotros y nos dé la fe viva que necesitamos y
la vida eterna que anhelamos. Madre
de Dios, Reina de la Paz, tú agradeces nuestra respuesta, cuánto
debemos darte gracias nosotros por estos llamados tuyos de salvación.
Desde que te seguimos nuestra vida ha cambiado, nuestro horizonte se ha
dilatado al infinito, nuestra fe se ha vuelto viva y nuestra sed de vida
eterna nos ha ensanchado el espíritu. Gracias,
Santísima Virgen, por tus mensajes, por todo este tiempo que estás
junto a nosotros y con tanto amor nos alientas y nos guías. Gracias,
Señor, Salvador nuestro, por enviar a tu Madre en este tiempo de tu
misericordia. A Ti, Señor, la alabanza, la adoración, el poder, el
honor y la gloria. P.
Justo Antonio Lofeudo mss |
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25 de abril de 2008
Nuestra
Madre a través de estas analogías que toma de la naturaleza, al mismo
tiempo que nos llama a no ser indiferentes a la maravillosa creación
que refleja la belleza y bondad del Creador, nos introduce, por así
decirlo, en el misterio del amor de Dios.
La
primera lección es entonces que debemos aprender a ver en la naturaleza
el misterio que nos trasciende y también a orientar la mirada por
encima de las cosas de la vida cotidiana que ofuscan nuestro espíritu
-como las imágenes que en su vulgaridad y carnalidad nos invaden e
impiden un desarrollo de nuestra espiritualidad- hacia el amor de Dios
en lo creado y en nosotros mismos.
Como
alguna vez lo recordó el entonces Cardenal Ratzinger: a consecuencia de
la marea de imágenes de nuestro tiempo, nos amenaza una ceguera del
corazón que nos impide ver nuestro interior y no estamos en condiciones
de percibir el interior de las cosas y de los seres humanos, la belleza
de la creación, la bondad oculta, lo puro y lo grande que habita en un
hombre y a través de lo cual nos contempla la bondad misma de Dios.
Así
como la flor es sensible a su medio y cuando éste es propicio se
desarrolla y crece, así también crecer en el amor de Dios implica ser
sensibles a ese amor, siendo conscientes, receptivos y abiertos a ese
amor divino que todo lo envuelve y lo abarca, puesto que en
Él existimos, nos movemos y vivimos (cfr Hch 17:28).
La
primavera empieza a despuntar cuando se ven los almendros y los naranjos
en flor, cuando otras plantas y frutos comienzan a aparecer y abriéndose
colorean el ambiente y lo impregnan del perfume que exhalan. Así también
Dios, por su amor hace crecer el amor en quien se siente amado y se deja
amar por Él. Cuando nos dejamos alcanzar y tocar por Aquél que nos amó
primero, recibimos la fuerza vital de la gracia que nos permite dar
frutos y que esos frutos
perduren y no se marchiten (cfr Sal. 1).
Descendiendo
del amor divino al humano podemos ver otra analogía observando cómo
las personas crecen y se realizan como tales en ambientes donde hay amor
y cordialidad y cómo, en cambio, se frustran o cierran en la oscuridad
de las pasiones y resentimientos cuando el ambiente es opresivo, hostil
y falto de amor. Si esto es así en el plano humano, infinitamente más
lo es cuando se trata del amor divino, al punto tal que sólo crece
verdaderamente como persona en toda su dignidad quien, sintiéndose hijo
de Dios, es sensible al amor de Dios y por consecuencia se abre a él y
vive en él y de él.
Si
bien el amor de Dios es omnipresente, la libertad del hombre y el
condicionamiento que proviene del mal puede ignorarlo y hasta negarlo.
Muchos
se preguntan qué se puede hacer cuando la persona ha crecido y vivido sólo
en un ambiente de odio, de vicios, de mal y se dicen: “siendo cada uno
también producto de su medio, qué libertad de elección tiene quien
toda su vida ha vivido en un ambiente lejos de Dios, de mentiras, de
crimen o de mendicidad” para concluir con deducciones fatalistas como
“esos casos no tienen remedio, es lo que les ha tocado en vida” y
justificantes como “no tuvieron otra posibilidad y por eso hacen lo
que hacen”.
Pues,
la respuesta es doble: por una parte es cierto que seguramente ante la
justicia de Dios habrá atenuantes y agravantes según las
circunstancias que han rodeado la vida de cada uno, porque “a
quien mucho se le dio mucho se le pedirá” (Lc 12:48). A esto hay
que agregar que Dios quiere que todos los hombres se salven y a todos da
las gracias necesarias para salvarse. Eso en primer lugar, pero además
hay otra exigencia paralela a la anterior y es: “y
a quien se confió mucho, se le reclamará más” (cfr ibidem). Es
decir, que la salvación del otro también depende de mí -a quien Dios
más ha confiado- de mí que soy cristiano y que además leo, recibo con
atención y hasta alegría los mensajes del cielo y quiero ser receptivo
a ellos y vivirlos. La salvación, queridos hermanos, no es aventura
personal por lo que en tema tan eminentemente vital somos todos
solidarios.
Nunca
hay que pensar “yo me salvo y eso me basta” porque lo primero que el
Señor nos preguntará cuando estemos frente a Él, ha de ser “¿Dónde
está tu hermano? ¿Dónde lo has dejado? ¿Por qué no viene
contigo?”
Por
eso mismo, estamos llamados a ser los brazos extendidos de Dios hacia
los que viven aquellas situaciones de alejamiento, y lo seremos en la
medida que vivamos en Dios e imitemos a Cristo.
A
veces me pregunto: ¿Qué hubiera sido de la Magdalena sin el amor de
Cristo? Ella, mujer rechazada y condenada por pecadora. ¿Qué hubiera
sido de ella sin haberse sabido por él amada y perdonada? ¿Qué sería
de nosotros si no supiéramos de la misericordia de Dios, de su amor
sin límites que espera siempre nuestro arrepentimiento y contrición?
-“María”...
-“Rabunní”. ¡Qué inmensa dicha, María! Has encontrado a quien
buscabas, has encontrado a tu Señor y Dios. Por eso, María de Magdala,
serás tú la primer testigo del Resucitado y podrás llevar a todos la
luz y la alegría de la Resurrección, de la certeza de la Salvación.
Amar,
perdonar, hacer el bien a quien encontramos en el camino de la vida,
entregarse e interceder ante Dios es imitar a Cristo para que el otro
alcance al Salvador y resucite de su muerte. Es Dios quien en su amor nos vuelve sensibles hacia el mal, para rechazarlo, y hacia la víctima y también hacia el victimario que se condena, para que vayamos al rescate mediante la oración, el ejemplo, la compasión, el auxilio y el acto concreto de amor.
Entonces, entenderemos que la
voluntad de Dios “que todos los hombres se salven” debe actuarse en
nosotros hacia el que está lejos de Él por la razón que fuera.
La
Virgen Santísima nos exhorta a crecer -así como crecemos en la vida
natural nos pide que crezcamos en la espiritual- para poder llegar a dar
de aquello que hemos recibido.
La
Reina de la Paz explicita qué es ese crecer: es dar amor, hacer el
bien, buscar en todo la voluntad de Dios. Es volvernos instrumentos de
paz, de concordia, de unión en cada ocasión, en cada circunstancia
concreta de nuestra vida de todos los días.
Crecer
en el amor de Dios es ensanchar nuestra tienda para cobijar al desnudo
por su pobreza y su miseria. Crecer en el amor de Dios es alargar el
propio horizonte para hacer próximo al que está lejos y llevar todos
hacia Dios. Crecer es atraer a los alejados con el testimonio, con la
oración que intercede, con el amor recibido e irradiado que conquista.
Crecer es ser cada uno mejor en lo que le toca vivir y actuar.
Al
contemplar a Dios en el santuario del corazón, en la oración secreta,
en la celebración eucarística cuando Jesucristo rasga el cielo y en la
adoración, somos envueltos en su amor porque Dios es Amor (cfr 1Jn
4:8). Amor de Dios que nos conquista y nos hace capaces de amar, de
vivir en el continuo estupor y en la permanente felicidad del amado.
Amor de Dios, fuerza vital, que nos cobija, nos nutre y nos hace crecer
en la belleza, en la bondad, en el amor, en la humildad.
Crecer
en el amor de Dios es también comprender que para contemplar y adorar
al Santo hay que ser santo, es decir, estar dispuesto a hacer un camino
de santidad. Y eso, precisamente, es buscar la voluntad de Dios en todo,
no la propia sino la perfecta divina voluntad, orando para saber cuál
es el proyecto de Dios en mi vida.
El
gozo, que a través de Jesucristo Dios quiere darnos, si somos sofocados
por el mundo terminamos no anhelándolo ni buscarlo porque otras alegrías
fugaces e intrascendentes nos distraen y nos ciegan.
Nuestra
Madre Santísima nos llama a la verdadera alegría, para que viviéndola
transforme nuestras vidas en fuente de alegría para otros. Recordemos
que la Madre lleva siempre a su Hijo y es Jesús quien quiere allanarnos
el camino que nos lleva a la alegría de Dios. Por eso toma la cruz
sobre sí. Es Él quien lleva nuestras oscuridades, nuestros dolores,
para que se abran nuestros ojos, para que lleguemos y recorramos ese
camino.
Mirar
a Jesús, contemplar su vida y su pasión, fijar la mirada en su
presencia eucarística en adoración, significa penetrar la alegría de
Dios, aprendiendo de Jesús que a través de la renuncia y el dolor
somos conducidos al auténtico gozo.
Crezcamos
en el amor de Dios para ser portadores de su amor ante los hombres,
busquemos hacer la voluntad de Dios para así hacer siempre el bien a
los demás y santificarnos. Así, sólo así, seremos luz y alegría en
este triste mundo de oscuridad. P. Justo Antonio Lofeudo mss www.mensajerosdelareinadelapaz.org |
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25 de mayo de 2008 Desde
sus primeros mensajes en Medjugorje, la Reina de la Paz nos llama a la
conversión. El llamado a la conversión es universal y permanente. Ese
ha sido el primer grito evangélico, el del Bautista (cf Mt 3:2) y del
mismo Jesús al comienzo de su vida pública (cf Mt 4:17). Convertirse
significa hacerse disponible a la gracia de Dios para que sea Él quien
nos vaya convirtiendo o sea cambiando el corazón, orientándolo hacia
Él y guiándonos en su amor. Nada
hay menos egoísta que ocuparse de la salvación de uno mismo; nada hay
menos mezquino que seriamente dedicarse a la propia conversión; nada
hay más altruista, generoso y bueno que desear llegar a ser santo, es
decir un amigo de Dios, uno que crece en la perfección del amor. Por
tanto, la conversión nunca es un asunto meramente personal sino que,
necesariamente, implica a otros. Así como el mal nunca es asunto
privado tampoco lo es el bien, puesto que tanto en uno como en el otro
somos siempre solidarios. La
gracia divina sobre mi persona -la que me va transformando en la medida
de mi acogida y cooperación a ella- hará que, al ir convirtiendo mi
corazón a Dios, pueda transmitir lo recibido a los que encuentre en mi
camino. Entonces, mi paz será paz que a otros lleve; mi mirada sobre
los demás ha de cambiar el juicio severo e implacable por la
misericordia; recibiré amor de la fuente del amor y podré dar amor;
seré mejor y cuanto pueda hacer o decir o pensar será mejor y
beneficiará a otros; descubriré al prójimo en mi vida, es decir que
aquel que estaba fuera de mi horizonte será alcanzado por mí y lo
acercaré y me preocuparé por él o me ocuparé de él, ayudándolo,
hablándole de Dios o intercediendo ante a Dios por su persona. Convertirse
implica necesariamente comprometerse en la obra de salvación, volviéndose
corredentores con el único Redentor, Jesucristo(1).
Por
eso, inmediatamente después de llamarnos a la conversión, nuestra Santísima
Madre nos pide trabajar para la salvación del mundo, y esto debemos
entenderlo como que la conversión personal es condición necesaria para
poder llegar a ser instrumento de salvación para otros por obra del único
Salvador, Jesucristo. Dios
nos muestra el camino: la asunción de nuestra humanidad en Jesucristo
es solidaridad de Dios con el hombre a quien no abandona a la muerte y a
la condena eterna. Esa solidaridad y condescendencia de Dios la origina
su amor misericordioso y la misma exige la participación de cada uno de
nosotros, en el sacrificio de Cristo, a la Redención universal. Cada
uno es llamado, entonces, a participar del sacrificio de Cristo como
corredentores, es decir colaborando, cooperando con el Señor a la obra
de salvación que Él mismo ha iniciado y realizado, pero que no se
completa sin nosotros. En el plano exclusivamente personal podemos decir
con san Agustín que “quien te hizo sin ti, no te justificará sin
ti”. Para
nuestra salvación y la de los otros, el Señor quiere nuestra cooperación,
nuestro sí a su sacrificio redentor, nuestra aceptación de fe y de
vida que camina hacia la santidad. El Salvador de toda la humanidad
espera, por así decirlo, que el hombre, aunque sea éste el último y más
deleznable pecador, acepte y coopere a su salvación para que
verdaderamente acontezca. Convertirse
no es aislarse en una torre de cristal desde donde se echa en cara la
falta de fe de los otros, creyéndose mejores y jueces de los que están
lejos de Dios, sino volverse más sensibles y misericordiosos amando a
Dios en el hermano y amando al hermano en Dios. Convertirse es extender
la mano y ensanchar la tienda para auxiliar y arropar al que está
desnudo, solo y desamparado y ayudar a levantar al que se cayó, es
prestar el hombro para que se apoye el que desfallece por perder sus
esperanzas. Convertirse es profundizar la amistad con el Señor,
entrando en su intimidad, rezando y adorando desde y con el corazón.
Convertirse es aumentar la confianza en Dios, profundizar el abandono,
recrear la amistad en el amor de donación. Convertirse es hacer todo en
el silencio y el secreto del corazón donde solamente Dios ve y tiene
acceso. Desde
los mismos evangelios se nos muestra -“Si
alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sígame" (Lc 9:23)- siguiendo por san Pablo y
toda la tradición posterior de la Iglesia, que el seguimiento de Cristo
en los sufrimientos y en las virtudes son caminos en los que
contribuimos a la salvación no sólo propia sino de muchos otros.
Veamos
sino qué escribe san Pablo a los
colosenses: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en
favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1:24). ¿Qué
significa “que falta a las tribulaciones o padecimientos de Cristo”?
¿Acaso que su sacrificio no fue perfecto? Desde luego que no.
Claramente, significa que cada uno, por esa solidaridad hacia Dios -que
es el primero que por su Alianza nueva y eterna, se hace solidario con
el hombre-, debe participar incluso con sus sufrimientos, cuando estos
son asociados al de Cristo, a favor de la Iglesia, cual instrumento de
salvación de la humanidad. Es decir, que el sufrimiento del cristiano
cobra un sentido y un valor infinitos, porque asociado al de Cristo es
medio eficaz de salvación para otros. Debería maravillarnos el
comprobar que el amor de Dios es tan grande que nos asocia a toda su
inconmensurable obra redentora para que participemos de su gloria. Todo
esto lo podemos resumir en que la fe y el amor son el camino a la
participación nuestra en la salvación propia y de los demás.
Participación a la salvación, que viene del único sacrificio de
Cristo Jesús en la cruz y que actualizamos en cada Eucaristía. “Dios es misericordioso y concede
gracias especiales, y por eso, pídanlas por medio de la oración” Para
que Dios obre la conversión en nosotros hacia Él, menester es abrirse
a su gracia, aprovechando este tiempo que se nos concede y en el que nos
da dones particulares a raudales. Es
en la oración sencilla y del corazón, es en cada Rosario recitado y
meditado con unción que nos abrimos a esas gracias especiales que la
misericordia de Dios nos brinda en este tiempo. Y han de ser las gracias
especiales que nos impulsarán y harán eficaz nuestra obra, la que el
Señor determine para cada uno, por la salvación del mundo. Advertimos,
sin embargo, que la Reina de la Paz no sólo nos invita a trabajar por
la salvación del mundo sino que agrega: “especialmente
mientras estoy con ustedes”. Es como decirnos: “háganlo ahora,
no dejen pasar este tiempo de gracia. Ahora, que estoy con ustedes de
este modo único, que son estas apariciones y mientras Dios me deja
venir y darles estos mensajes”. Una
de los grandes signos de este tiempo de misericordia son, precisamente,
estas apariciones de la Santísima Virgen, sobre todo desde la década
del 80, en Medjugorje. Ahora Ella está con nosotros de un modo que
sentimos y hasta palpamos como muy cercano. Un tiempo en que su
presencia se ha vuelto coloquial y entrañablemente familiar. Ella es
nuestra Madre, que viene por sus hijos, a sacarlos de la oscuridad y de
las sombras de muerte, y que les habla y los cita periódicamente y se
aparece cada día a sus elegidos videntes y convoca a todos dos veces al
mes, los días 2 y los 25, para que se enteren lo que del Cielo viene a
decirles. Esto lo entienden y lo atienden y lo siguen los sencillos de
corazón, los simples, los hijos atentos a su Madre. En cambio resulta
incomprensible y piedra de escándalo al escepticismo y la duda
racionalistas, a la consecuente pérdida de lo sobrenatural, al orgullo,
a la suficiencia, a las elucubraciones alambicadas y complicadas. Es
muy cierto lo que se dice: que las apariciones se extienden largamente
en el tiempo (pronto serán 27 años ininterrumpidos de apariciones);
que la Virgen repite cosas ya dichas muchas veces en los mensajes; que
se aparece diariamente y además sigue a los videntes donde ellos estén.
Todo
eso es muy cierto, pero que no sea ello motivo de objeciones porque
parezca excesivo lo que está haciendo la Madre de Dios quien -también
se aduce en contra de Medjugorje- es tan locuaz cuando tan parca aparece
en los Evangelios. Sería,
en cambio, de desconfiar sobre la figura que la Iglesia tiene desde
siempre de la Madre de Dios si Ella, en estos tiempos de tanta
dificultad, de tanto pecado generalizado, de tanta oscuridad moral y
espiritual, hubiera estado ausente o permanecido muda y no insistiese en
repetir lo ya dicho y seguir a sus hijos donde ellos estén. También
se arguye en contra de Medjugorje el apartarse de otras apariciones en
que poco estuvo y poco habló, y se suele tomar como ejemplo a Lourdes
donde en total fueron 18 las veces que apareció, durante apenas cinco
meses y pocos los mensajes transmitidos, o bien Fátima donde en cuanto
a número de apariciones, en 1917, fueron pocas, pocos los meses y pocas
las palabras. Pero, al razonar así no se tiene en cuenta que, primero,
fijar pautas a la acción de Dios es un gran equívoco porque Dios es
libérrimo y María Santísima es su enviada, y siendo Dios
misericordioso ha dispuesto para estos grandes males que hoy padecemos y
los aún peores con los que somos amenazados, remedios extraordinarios.
Aquellas objeciones tampoco son de considerar porque no hay estereotipos
de apariciones como para fiarse que deban seguir ciertas pautas
necesariamente. Y sino en qué se parecen entre sí por ejemplo La
Salette, Kibeho, Amsterdam y Laus(2),
por sólo mencionar algunas de las apariciones aprobadas. María,
siempre Virgen y más que santa, es la Madre de la Iglesia y nosotros,
como los discípulos de Jesús en el Cenáculo, oramos junto a Ella.
Somos la Iglesia orante que reza con María y todos unidos constituimos
una fuerza grande que atrae al Espíritu Santo, la más poderosa fuerza
de lo alto, sobre la tierra y convierte los corazones, sana las heridas
del pecado, extiende el bien y aniquila el mal como la luz disuelve las
tinieblas. Es por la oración que vienen las gracias de Dios y el mayor
de los dones, el mismo Santo Espíritu que obra en la Iglesia de Cristo,
que somos nosotros junto a los santos y a la Madre de la Iglesia, la
salvación del mundo. Cuando
la Reina de la Paz no esté con nosotros, cuando no haya más mensajes
ni apariciones, cuando no sople el viento del Espíritu, cuando se haya
agotado el tiempo de la gracia extraordinaria que la misericordia de
Dios dispuso para este tiempo de apostasía entonces todo será mucho más
difícil. La
insistencia que se vuelve repetición de la Madre, que no se cansa en
llamar a sus hijos, es para que no ocurra lo que con palabras muy duras
y temibles advierte la Escritura cuando dice que “os
llamé y no hicisteis caso, os tendí mi mano y nadie atendió,
despreciasteis mis consejos, no aceptasteis mis advertencias… no
aceptaron mis consejos, y despreciaron mis advertencias” (Prov
1:24-25,30). En cambio, en medio de la tribulación con cuáles palabras
de consuelo termina para aquellos que sí escucharon las advertencias y
obraron en consecuencia: “Pero
el que me escucha vivirá seguro, tranquilo y sin miedo a la
desgracia” (Prov 1:33). Es
hora de recordar que en torno a Medjugorje hay diez secretos y que
ninguno de ellos se ha dado a conocer porque los grandes acontecimientos
en ellos encerrados aún no han acontecido. En ese orden de cosas,
debemos tener presente que los secretos son advertencias para la
humanidad y que cuando comiencen a verificarse, los acontecimientos han
de sucederse muy rápidamente. Por lo que no hay que esperar esos
momentos, de evidencia de la presencia de la Santísima Virgen en
Medjugorje y de la intervención divina sobre el mundo, para convertirse
porque –como lo advirtió la misma Virgen- no habrá tiempo. No hay que esperar aquel tiempo -que no sabemos cuán lejos está aunque más bien parece que sino es inmediato es sí cercano- sino aprovechar este otro tiempo presente que la misericordia de Dios nos ha otorgado y que no ha de volver. Nuestra Madre nos lo viene advirtiendo desde hace años y con palabras muy claras. Su mensaje en la Navidad de 1989 fue: “Queridos
hijos, hoy los bendigo de manera especial con mi bendición maternal, e intercedo
ante Dios por ustedes para que les conceda la conversión del corazón.
Desde hace años los estoy invitando y exhortando a una vida
espiritual profunda en la simplicidad. Pero ustedes ¡están tan fríos!
Por eso, hijitos queridos, les ruego que reciban y vivan mis mensajes
seriamente, para que sus almas no se entristezcan cuando yo no esté más
con ustedes y no pueda guiarlos como a niños inseguros en sus primeros
pasos. Por eso, hijitos, lean cada día los mensajes que les he dado y
transfórmenlos en vida. Los amo y es por eso que los invito a todos
al camino de la salvación con Dios. Gracias por haber respondido a mi
llamado”. “Trabajar
por la salvación del mundo” No
hay mayor peligro para la conversión que creer que uno ya está
convertido, que no necesita de conversión, y mirar al costado como si
el llamado que hace la Virgen fuera para otros. Lamentablemente, en la
misma Iglesia suele ocurrir que se puede estar haciendo muchas cosas
pero si no hay oración, si no hay un verdadero camino de conversión,
todo no pasa de ser mero movimiento que se vuelve vano o hasta
contraproducente. Se puede hasta correr el riesgo de dar escándalos o
antitestimonios. De
esto, por cierto, no estamos exentos ninguno ni tampoco las personas que
se han comprometido en difundir los mensajes de Medjugorje. El caso
extremo es el de la falsa religiosidad contra la que fue durísimo el Señor:
“¡Ay
de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los
hombres el Reino de los Cielos! Vosotros ciertamente no entráis; y a
los que están entrando no les dejáis entrar”
(Mt 23:13). Por
ello, vale la pena recordar el mensaje de hace 17 años atrás: “Queridos
hijos, hoy los invito a todos ustedes que han escuchado mi mensaje de
paz, a llevarlo a cabo con seriedad y con amor a la vida. Son muchos
los que piensan que hacen muchísimo hablando de los mensajes, pero no
los viven. Los invito, hijos queridos, a la vida y a que cambien
todo lo que es negativo en ustedes, para que sea transformado en
positivo y en vida. Queridos hijos, estoy con ustedes y deseo
ayudarlos a cada uno a vivir y a que den testimonio con sus vidas de la
Buena Nueva…” (25 de Mayo, 1991). Evitemos
caer en arrogarnos representatividades y apropiaciones que nadie dio. Ocupémonos
y preocupémonos de nuestro camino de conversión. No estemos ansiosos
por difundir los mensajes o dar la última noticia sobre Medjugorje si
dejamos de lado lo esencial: amar, adorar, rezar, aprovechar cada gracia
que Dios nos ofrece. Lo fundamental de estos mensajes de nuestra Madre
es vivirlos, encarnarlos, que el resto vendrá por añadidura. Si
hacemos lo que hoy nos pide, mañana, cuando ya no esté como ahora está
entre nosotros, no hemos de lamentarlo porque Ella no nos dejará nunca
solos. Porque quien la haya escuchado y seguido, quien haya vivido sus
mensajes en profundidad vivirá en paz a pesar de todo y habrá
contribuido a la salvación de muchos. Que así sea para cada uno de
nosotros. P.
Justo Antonio Lofeudo mss www.mensajerosdelareinadelapaz.org (1)
A propósito de corredención, ¡cuántos problemas parece provocar esta
palabra cuando se la aplica a la Santísima Virgen! El prejuicio que
algunos, incluso católicos, tienen
contra la Santísima Virgen, hace que les resulte inaceptable el término
por correr el riesgo -se arguye- de hacer de la Virgen una figura igual
a la del Hijo. Lo que parece ignorarse, siempre por ese prejuicio, es
que no se le adjudica, ni jamás podría hacerse, el título de
Redentora sino de Corredentora, aquella que en grado sumo ha cooperado y
coopera más estrechamente a su Hijo por la salvación de la humanidad. (2) La Iglesia acaba de aprobar las apariciones de la Santísima Virgen a Benoite Rencurel, una pastora de 17 años, quien comenzó a recibir las visitas de la Virgen en mayo de 1664, en la aldea de Saint-Étienne-le-Laus, donde vivía con su familia. Las apariciones se extendieron durante 54 años, hasta 1718. No fueron diarias como en Medjugorje pero sí cubrieron un tiempo mucho más largo. |
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25 de
junio de 2008
Comentario En este mensaje desbordante de alegría, la Santísima Virgen expresa con palabras lo que para los videntes ha sido una experiencia inmensamente más rica: la de poder percibir la inefable dicha de la Madre que está con sus hijos a quienes tanto ama. Nuestra Madre Santísima está feliz porque puede estar con nosotros de este modo único. Para nosotros es la alegría con que festejamos 27 años de su presencia ininterrumpida, y festejándolos damos gracias al Señor que nos envía a su Madre. Todos debemos sentirnos felices de gozar de tanta gracia en este tiempo de misericordia divina. La Reina de la Paz nos invita –con gran alegría en su corazón- a escuchar sus mensajes y a seguirla. Escuchar el mensaje significa más que simplemente leerlo u oírlo, porque escuchar supone poner atención a lo que se lee u oye para luego conformar la vida a esa escucha. A su pueblo Yahvé le da como primer mandato el de escuchar cuando, por medio de Moisés, le dice: “Escucha, Israel: el Señor es uno, uno solo es nuestro Dios”. Y luego agrega: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas. Los mandamientos que hoy te doy quedarán grabados en tu corazón…” (Dt 6:4-6). Le manda Dios prestar mucha atención y, para no olvidar su mandamiento, grabarlo en el corazón. Es decir que no le exige una simple rememoración sino que le manda “recordar”, o sea repasar lo acontecido que fue grabado en el corazón, para que cada mandamiento sea parte de la vida misma de cada miembro del pueblo de Dios. Así como Yahvé manda a Israel a amarlo con todo su ser y a grabar los mandamientos en el corazón, así también ahora para verdaderamente satisfacer el llamado de la Madre de Dios hay que poner todo el corazón en lo que se escuche, haga y recuerde. El corazón es lo más íntimo, secreto y sagrado de cada uno y de allí debe partir cada oración, cada sacrificio, cada ofrenda a Dios. Por eso, también el corazón debe ser purificado de toda mala intención, de todo mal pensamiento y de todo mal sentimiento renunciando al odio, al ánimo de venganza, al resentimiento, a la envidia, al egoísmo que hace del otro un objeto de pertenencia o que lo ignora y desprecia. Debe ser el corazón purificado con el perdón que se da y con el perdón que se pide a Dios por la ofensa cometida y a quienes hemos herido. Debemos,
como nos enseña la Santísima Virgen, purificarnos acudiendo
asiduamente al sacramento penitencial y de reconciliación, es decir a
la confesión sacramental porque allí nos reconciliamos con Dios
recibiendo su perdón y al mismo tiempo las gracias, las fuerzas y la
bendición para seguir en el camino de fe y de amor. Nuestra Madre reclama nuestra atención a sus mensajes para que tomemos muy seriamente sus llamados y poder así seguirla. Por eso dice “los invito a seguirme y a escuchar mis mensajes”. En realidad el orden es el inverso, puesto que lo primero que debemos hacer es escucharla para después poder seguirla. Seguirla significa poner en práctica lo que nos pide y que hemos escuchado con atención y grabado en nuestros corazones, y luego ponerla a Ella como modelo y como guía que conduce a Cristo, que lleva a Dios. No hay dudas, la Santísima Virgen nos está conduciendo por el camino que asciende a Dios, llevándonos a su Hijo, enseñándonos a ser Iglesia, viviendo devota y comprometidamente la fe, escuchando y meditando la Palabra, orando y adorando con el corazón, acercándonos a los sacramentos con unción y con la confianza que en ellos están los medios que el Señor dejó a su Iglesia para la salvación del mundo. María Reina de la Paz nos guía, pero lo hace no a la distancia sino acompañándonos, estando siempre muy cerca. Fijémonos cómo en este mensaje una vez más nos dice: “estoy con ustedes”. Quiere decirnos estoy cerca de ustedes, no en el infinito celestial sino que desciendo a la tierra, a la vida de cada uno para estarles muy cerca. Lo hemos comprobado en todos estos años: si la Santísima Madre reitera sus pedidos es porque no se ha puesto delante de nosotros para que la sigan los que puedan, sino que va acompañando a cada uno, sobre todo al rezagado, y se detiene para que puedan avanzar los que se han quedado en el camino y los que acaban de llegar. Y lo hace así, repitiendo mensajes ya dados, porque Ella es Madre y como Madre ve todo y sabe que no cumplimos cabalmente sus pedidos y que no siempre nos empeñamos a fondo en vivir los mensajes. El
que verdaderamente escucha a la Madre de Dios y pone en práctica sus
palabras edifica su vida sobre la roca, que es Cristo, y queda al abrigo
de las tempestades y de los ataques a la vida que vienen del mundo (cf
Mt 7:25). El mensaje de hoy es también el de ser portadores de paz y de amor hacia el mundo descreído, triste, violento, oscuro. Para ser portadores de paz y de amor hay que primero escuchar para aprender a seguir a María, Reina de la Paz. No nos dice ser meros transmisores sino portadores, esto es personas que viven aquello que llevan al mundo y lo dan con alegría. Porque Ella nos exhorta a ser portadores alegres de la paz, aludiendo seguramente a la alegría de las bienaventuranzas, cuando el Señor declara dichosos, felices, verdaderamente alegres por ser bienaventurados, a aquellos que crean la paz en su alrededor porque serán llamados hijos de Dios (cf Mt 5:9).
Ser llamados hijos de Dios, en el sentido bíblico no es un simple apelativo sino que implica serlo verdaderamente. En un sentido espiritual pero profundo, se es hijo de Dios porque Dios se hizo hijo del hombre. Si unimos a tal dignidad, la de ser hijos de Dios, lo que nos fue revelado en Jesucristo, que Dios es amor (cf 1Jn 4:8), como hijos del Amor participaremos del amor y de la paz que vienen de Dios y seremos sus portadores y propagadores, y los reflejaremos en el mundo que es ciego y oscuro porque no conoce a Dios, porque lo niega y huye de Él. Este mundo niega a Dios y lo rechaza en cada acto, en cada opción, en cada manifestación y en cada decisión política. Quien siembra divisiones, quien no tiende puentes de entendimiento, quien no actúa con grandeza, quien no es capaz de perdón y es animado por deseos de revancha, niega a Cristo, niega a Dios, niega la paz y el amor. Los hijos de Dios son los que nacen de lo alto, del Espíritu, llevando consigo la impronta divina del amor y el sello de la paz de Cristo en el corazón. Qué gran alegría y qué consuelo saber que el Señor y su Madre están tan cerca de nosotros, que Jesucristo, Rey de la Paz, y su Madre, Reina de la Paz, nos bendicen. Ella con su bendición maternal y real, Él con su bendición divina. ¡Muy
feliz 27mo. aniversario a todos con nuestra Madre del Cielo! www.mensajerosdelareinadelapaz.org |
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25 de
julio de 2008
Comentario
Es ya tiempo de vacaciones, tiempo de pensar en el descanso después de
las fatigas del año, tiempo de distracción quizás. Es cuando muchas
personas suelen hacer planes de recreación, pensando dónde y cómo
pasar ese tiempo. www.mensajerosdelareinadelapaz.org |
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25 de agosto de 2008
¡Queridos hijos! También hoy los invito a la conversión personal.
Sean ustedes quienes se conviertan y con su vida testimonien, amen,
perdonen y lleven la alegría del Resucitado a este mundo en que mi Hijo
murió y en que la gente no siente la necesidad de buscarlo ni
descubrirlo en su vida. Adórenlo y que vuestra esperanza sea la
esperanza de aquellos corazones que no tienen a Jesús. ¡Gracias por
haber respondido a mi llamado!
“También
hoy los invito a la conversión personal”. “Sean ustedes quienes se
conviertan y con su vida testimonien...” La
conversión personal -decisión que cada uno debe no sólo hacer sino
renovar cada día- no implica sólo a quien se convierte sino que a
otros también beneficia. Nuestra búsqueda y seguimiento de la santidad
interpela y contagia a los demás, y esa es la razón por la que la Santísima
Virgen apela constantemente a nuestra conversión, para poder así también
alcanzar a aquellos otros hijos que no la escuchan, que no saben o no
quieren saber nada de Ella ni de Dios. Cuando
nos pide conversión, lo primero a tener en cuenta es que nadie puede
afirmar “yo estoy convertido, ese llamado no es para mí”. No es así,
todos somos llamados a convertirnos cada día. Tampoco debemos caer en
lo opuesto: desesperar porque no avanzamos y porque reiteramos los
mismos vicios o pecados. En
todo camino de conversión hay obstáculos, marchas atrás, desvíos,
recorridos tortuosos y caídas. En este tiempo, la presencia de la Santísima
Virgen, con sus mensajes, es el atajo y ayuda inestimable que Dios
graciosamente nos ofrece y que debemos acoger con entusiasmo y gratitud.
Aunque los seres humanos somos capaces de virtudes heroicas también lo
somos de grandes miserias y siempre seremos necesitados de redención, o
sea de la presencia del Salvador Jesucristo en nuestras vidas. “Separados
de mí nada podréis”, nos dice el Señor (Jn 15:5). Nuestra
realidad es la de seres heridos por el pecado propio y ajeno, de
criaturas frágiles y vulnerables que el amor de Dios las eleva a la
altura celestial de hijos de Dios. Podemos caer en tentación pero también
ser alzados nuevamente por la misericordia divina –siempre que a ella
acudamos- que es mayor que cualquier mal. No
hay conversión verdadera que no conduzca al amor. Amor a Dios, amor a
los santos y a todo lo que es santo –es decir amor a la Iglesia- y
amor a toda persona, empezando por aquellas que están más cerca hasta
atravesar la frontera de la enemistad para llegar a amar aún al
enemigo, como nuestro Señor Jesucristo nos lo pide (cf Mt 5:44). La
conversión exige siempre el perdón, en sus dos dimensiones: perdonar y
pedir perdón. Pedir perdón a Dios por la ofensa a su amor toda vez que
se peca; pedir perdón a quien se ha ofendido, reparando el daño
cometido, y perdonar a todos, siempre. Las
heridas más frecuentes y en ocasiones las más dolorosas, suelen ser
provocadas en la convivencia -de grupos,
comunidades o familiar- cuando se producen desencuentros que se
transforman en ofensas de palabra o de hecho. Para recuperar la paz es
necesaria la reconciliación y a ella se llega por el perdón. Es en
esas circunstancia que se debe combatir el propio orgullo y hasta las
propias razones, sabiendo humillarse si es preciso y pedir perdón
-oponiendo a la palabra y al gesto agresivo la palabra y el gesto de
amor- que cicatriza la herida en el otro. Así se crece en amor y en
humildad. En
el evangelio de Mateo, cuando el Señor enseña a sus discípulos a
orar, dándoles el Padrenuestro como modelo de oración, pone luego de
relieve la importancia del perdón que se da para alcanzar el perdón
que a Dios se pide (cf Mt 6:14-15). Así
como en el Padrenuestro pedimos que Dios nos dé el pan de cada día -el
pan del sustento material, el pan espiritual de su Palabra y sobre todo
de la Eucaristía- el perdón que rogamos es también cotidiano, porque
cada día cometemos pecado, cada día obramos el mal aunque sea en lo
pequeño: deseando lo que es contrario a Dios, pensando
mal y dejándonos llevar por malos e impuros pensamientos,
condenando a otros, no haciendo el bien o lo bueno que podríamos haber
hecho, o participando, por activa o por pasiva, de maledicencias. Sólo
el corazón reconciliado puede orar y entrar en comunión con Dios, por
eso la oración personal y la Eucaristía deben siempre comenzar con una
petición de perdón a Dios y si tenemos algo contra alguno debemos
perdonarlo, para que también el Padre nuestro, que está en los cielos,
perdone nuestras ofensas (cf Mc 11:25). Ya
desde el principio de las apariciones, en su primer mensaje, la Santísima
Virgen dice que la paz –don divino- viene por la reconciliación del
hombre con Dios y entre los hombres (mensaje del 26 de Junio de 1981). En
una oportunidad, también al comienzo de las apariciones, la Reina de la
Paz dijo que no hay ningún hombre en el mundo que no necesite confesar
sus pecados, por lo menos, una vez al mes. Si alguien dice que no peca
falta a la verdad, se engaña a sí mismo. En cambio, “si
reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Dios, para perdonarnos los
pecados y purificarnos de toda injusticia” (cf 1 Jn 1:8-9). Amar
y perdonar es lo que el Señor hace siempre con nosotros. Nos ama con
amor eterno y nos perdona cuando arrepentidos regresamos a Él. La
Reina de la Paz nos exhorta a convertirnos para llevar la alegría a un
mundo triste y desesperado. La persona que deja que Dios vaya
convirtiendo su corazón, con su vida da testimonio del Resucitado y
manifiesta el gozo de Dios que salva. La Resurrección de Cristo es
motivo profundo de alegría porque Él venció toda muerte y rompió las
cadenas de la esclavitud a la que nos tenía sometidos el Maligno, y lo
hizo para todos y cada uno de nosotros que lo reconocemos como Dios,
Hijo de Dios y Salvador nuestro. Por ello, su resurrección es mi
resurrección, es la fuerza de mi esperanza y el sustento de mi
fe. En
este mensaje nos recuerda que su Hijo Jesucristo cumplió su obra
redentora muriendo por nosotros para darnos la vida eterna y que su obra
de salvación continúa siempre, pero la mayoría de los hombres son
indiferentes a ella. En una breve mención nos está recordando la
verdad de nuestra fe, que la Palabra que estaba junto a Dios y que era
Dios, antes de toda la creación, se encarnó asumiendo nuestra
humanidad, en y por María, y colmando así el abismo infinito que había
entre Dios y los hombres, vino a salvarnos desde nuestra propia
humanidad, rescatándonos de la esclavitud del pecado, por el que vino
la muerte y de aquel –Satanás- por quien el hombre dejó la amistad
de Dios y su gracia. Él
vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, Él permanece con
nosotros pero muchos lo ignoran y lo desprecian. Él es la luz y los
hombres no aceptan vivir en la luz sino que prefieren las tinieblas
porque sus obras no son buenas. Pero, a quien lo recibe, a quien lo
acepta como su Salvador y Señor, Dios le da el poder de hacerse hijos
de Dios (cf Prólogo de Jn). Ese,
que cree en el nombre del Hijo de Dios, que eres tú, que soy yo, es a
quien llama ahora la Madre de Dios para que colabore, junto a Ella, en
la salvación de quien no lo acepta, no lo busca, no lo reconoce, no lo
ama, de quien lo niega, vive indiferente a su presencia y a su obra
redentora, lo ofende y ultraja profanando su nombre. Hoy,
la Santísima Virgen pide adoración, adoración como reconocimiento de
la presencia divina en la Eucaristía, adoración como testimonio de fe
y de amor en esa presencia y en el sacrificio redentor que le da origen.
Nos pide adorar por quienes no adoran, amar por quienes no aman, creer
por quienes no creen y esperar por quienes no tienen esperanza alguna.
Pero,
por sobre todo en el contexto del mensaje, al exhortarnos a la adoración
está aludiendo a las dimensiones de reparación e intercesión ante la
presencia eucarística del Señor. Y esto nos recuerda las apariciones
del Ángel de la Paz a los pastorcillos de Fátima, cuando presentándoles
la Sagrada Forma y el cáliz les hacía repetir aquella oración en la
que se ofrece la Sagrada Eucaristía –sacramento del sacrificio
redentor y de su verdadera presencia que está en todos los sagrarios de
la tierra- en reparación por
todos los ultrajes, indiferencias y sacrilegios con los que se ofende a
Dios y al mismo tiempo se intercede, por los infinitos méritos del
Sacratísimo Corazón de Jesús –otra forma de aludir a la misma
realidad eucarística- en estrecha unión al Corazón Inmaculado de María,
pidiendo la conversión de los pobres pecadores, es decir de aquellos
mismos ofensores. Ésta es la reparación, en adoración, que exige la
Justicia del Altísimo. Pero, como en Dios no es posible separar la
Justicia de la Misericordia, junto a la reparación su Misericordia
clama intercesión por los pobres pecadores. En
efecto, la santidad de Dios exige que las graves ofensas cometidas
contra su Majestad sean reparadas, pero también es su voluntad que no
muera el pecador sino que se convierta y se salve (cf Ez 33:11). Por
eso, somos llamados a interceder. Adorando
reconocemos la misericordia y majestad del Señor, por quienes no las
reconocen; expresamos nuestra esperanza por quienes han perdido toda
esperanza y poseemos su presencia, recibimos sus gracias y bendiciones
por todos los que no lo tienen y mueren espiritualmente.
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2 de
setiembre de 2008
“Hoy los llamo, con mi corazón de Madre, a reunirse en torno a mí para amar a vuestro prójimo”
Nuestra Madre nos quiere reunir en torno a Ella porque quiere enseñarnos a
amar. La misma María que nos viene enseñando a orar quiere ahora hacer de nuestra oración un acto de amor. Quiere que
junto a Ella acojamos a los hermanos y nos alegremos con ellos, cuando ellos
están alegres, y que quitemos el dolor de ellos cuando sufren, por el único
camino posible que es el de la consolación y comprensión que vienen del
amor que se manifiesta en la tierna delicadeza y en la bondad. Sí, Ella nos
enseña a orar y a amar con el amor concreto de cada día, porque la caridad
es cotidiana. Amar siempre es amar a todos y en toda ocasión. Al orar con
María, acaba de decir el Santo Padre en Lourdes, nuestro corazón acoge a
los que sufren. Nuestra vida entonces se convierten en lugar de hospitalidad
para nuestro prójimo, decía el Papa. La
Virgen Madre de Dios hace brillar en nosotros el amor cuando estamos
reunidos en torno a su presencia maternal y nos enseña que, como también
decía el Santo Padre, basta con amar. Detenernos
de qué, por qué, podríamos preguntarnos. Detenernos de nuestro camino de
egoísmo, de nuestra insensibilidad, de nuestra miopía que nos hace ver sólo
a quienes sentimos cerca o quienes comparten nuestros gustos o nuestra
situación mientras que los demás, los que no entran en nuestro círculo
permanecen ajenos. Detenernos para ensanchar nuestros angostos límites y
avanzar la frontera de la proximidad. A esos que ni los consideramos o que
despreciamos ahora, de pronto, la Madre de Dios nos pide que los miremos a
los ojos y que veamos en ellos a su Hijo, nuestro Señor. Ella nos pide ese
cambio radical y nosotros podemos seguir preguntándonos por dónde empezar.
Desde luego que por la voluntad de hacer lo que la Madre de Dios nos pide,
simplemente porque Ella, porque Dios nos lo pide. Pero, luego caemos en la
cuenta que para ver al prójimo, para hacer prójimo a quien lo teníamos
lejos, es preciso que nuestros ojos estén sanos y limpios. “Tu ojo es la lámpara de tu cuerpo. Cuando tu ojo está sano, todo tu
cuerpo está iluminado” (Lc 11:34), dice el Señor. Si
mis ojos han sido purificados con el amor, con la verdad, con el
arrepentimiento y confesión de mis culpas, entonces quien mirará en mí
será el Espíritu y podré ver a Jesús en el otro. Ya, entonces, mi mirada
no será de posesión, de egoísmo, de envidia, de desprecio, en una palabra,
de pecado. Mi mirada no estará dirigida hacia mí mismo sino hacia Dios. Mi
mirada no será de tedio sino de amor y misericordia. La
Santísima Virgen nos pide reunirnos en torno a Ella porque Ella tiene el
poder de hacer cambiar nuestra mirada hacia Dios y hacia el otro, hacia
aquel que ahora veremos como hermano. Amor
es amar y ser amado. Es dar y recibir. “Dad y se os dará”, dice el Señor
(cf Lc 6:38). Si yo me doy al hermano, me estoy dando a Jesús y el Señor
se dará a mí. Y el Señor hará milagros en mí y en el hermano. Porque Él
tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas. Para Jesús, que vive en mí,
que está estrechamente unido a mí por el amor, nada es imposible. En
este mensaje, la Madre de Dios nos hace comprender claramente que ha venido
y sigue viniendo hasta nosotros no simplemente para enseñarnos un modo de
orar o para refundar una espiritualidad olvidada o para recordarnos la
importancia del ayuno. No es la oración del corazón o el ayuno del corazón
lo sustantivo. Oración y ayunos son medios insustituibles para lo que es
fundamental: cambiar nuestro corazón enseñándonos a amar. Ese y no otro
es el triunfo de su Corazón: el amor, que sus hijos amen. |
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25 de setiembre de 2008 ¡Queridos hijos! Que su vida sea nuevamente una decisión por la paz. Sean portadores alegres de la paz y no olviden que viven en un tiempo de gracia, en el que Dios, a través de mi presencia, les concede grandes gracias. No se cierren, hijitos, más bien aprovechen este tiempo y busquen el don de la paz y del amor para su vida, a fin de que se conviertan en testigos para los demás. Los bendigo con mi bendición maternal. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado! Comentario
“Que
su vida sea nuevamente una decisión por la paz” Decidirse
por la paz es decidirse por Dios y cada día, en cada circunstancia, nos
estamos decidiendo por Dios o contra Él, porque la indiferencia no es
neutralidad sino tibieza y rechazo de Dios. Pongamos un ejemplo, si ante
la cultura de muerte, como la llamó Juan Pablo II, manifestada, entre
otras, en las leyes homicidas del aborto y de la eutanasia, no me
pronuncio o no les doy prioridad en mis decisiones políticas y me
importa más mi bolsillo a la hora de elegir un candidato de gobierno,
sin tener en cuenta cuáles son sus convicciones acerca de la vida, ya
en eso estoy decidiendo en contra de la paz porque hago caso omiso a la
Ley de Dios. Las guerras antes de declararse tales por los estados han
ya estallado en el corazón del hombre. Quien no se decide por la vida
no se decide por Dios y por tanto está en contra de la paz. Por
ello, lo más importante es aquella opción fundamental de nuestras
vidas dirigida a Dios y aunque a veces podamos contrariarla en casos
determinados y en circunstancias desgraciadas, siempre queda la adhesión
primera e irrevocable a Dios y a sus leyes a la que podemos regresar en
el arrepentimiento y la reparación. Sabemos que toda vez que desviamos
el rumbo es necesario corregirlo y que si caemos tenemos Quien nos
vuelve a alzar. A pesar de ello, no podemos negar que ciertas decisiones
de ayer pueden quedar olvidadas o revocadas hoy, y esto muchas veces sin
darnos siquiera cuenta. Por eso, si quiero seguir a Dios debo renovar mi
seguimiento cada día. Lo
importante no es la fe que yo pueda declamar y la sujeción a la Ley que
pueda aducir sino la vida, la vida misma en cada manifestación. Si me
decido por la paz, quiere decir que no puedo contradecirme en ningún
hecho, que no puedo permanecer en la discordia, que no puedo ni debo
profundizar los desencuentros, que debo estar dispuesto siempre al perdón,
que debo renunciar a todo ánimo de venganza y a todo resentimiento. Más
aún, que debo descubrirlo en mí, porque estas cosas no se advierten a
simple vista. Porque hay viejos rencores que están tapados por la
ceniza del tiempo, pero siguen como rescoldos allí ocultos y en el
primer soplido vuelven a encenderse. Decidirse
por la paz es trabajar para la paz y ello implica que yo tengo que ser
paz para el otro. Significa que la paz sólo la alcanzo por la gracia de
Dios, cuando permanezco en su amor, y que ese don -que conquisto con mi
sumisión a la voluntad divina, con mi oración- debe irradiar desde mi
persona en cada gesto, en cada actitud, en cada palabra con los que me
relaciono y comunico con los demás. Grande es el poder de una sola
sonrisa cuando la persona vive la paz porque vive en Dios. El
acercamiento a Dios, el caminar por los caminos que Su voluntad quiere
que transitemos, es siempre motivo de alegría. Por eso mismo, la paz es
motivo de alegría. Lo dijo el Señor en el sermón de la montaña:
“Dichosos los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados
hijos de Dios” (Mt 5:9). Dichosos, entonces, los portadores de
paz, los que se convierten en paz para el otro y obran para restablecer
la paz donde ella se perdió. Esos son portadores de Cristo. Y llevar a
Cristo en uno es motivo de inmensa alegría. Luego
de exhortarnos a ser portadores alegres de paz –siendo la alegría
consecuencia de la misión- nos recuerda que éste es tiempo de gracia y
que esa gracia (así puesta en singular) se manifiesta a través de las
grandes gracias que Dios nos concede por manos de la Virgen, puesto que
Ella es la dispensadora de las gracias. Dios
nos hace solidarios en el bien y en el mal. Ésta es una verdad
comprobable a cada paso de la historia universal y personal. Por eso, en
su misericordia sin medida, nos asocia, a través de Cristo, a la
salvación de los demás. Por eso, la salvación no termina en mi
persona y no se trata de una cuestión de “me salvo yo y que cada uno
se arregle como pueda”. Dios pregunta: “¿Dónde está tu hermano?” (Cf. Gn 4:9) “¿Qué has hecho de
él?” “¿Dónde lo has dejado?”. Y
si todos estamos implicados en la salvación, cierto es que por sobre
toda persona humana está la persona de la Santísima Virgen que fue
creada para ser Madre de Cristo y Madre nuestra como Corredentora.
Porque Dios ha querido que el sacrificio salvador del Hijo pasara por el
Corazón de María. Y porque es Corredentora, porque participó del
sacrificio redentor de Jesucristo -hasta el punto que la cruz de Cristo
fue su cruz, donde inmoló su amor y todo su dolor en ofrenda agradabilísima
al Padre-, porque es Corredentora es Mediadora de todas las gracias. Las
gracias que Dios derrama sobre el mundo en estos momentos han pasado por
el Corazón de la Virgen, porque Dios así lo ha dispuesto y porque Ella
las obtiene para nosotros con sus súplicas constantes. Es Mediadora
porque es Abogada, porque es Intercesora. Y todo por Cristo, porque la
salvación nos viene únicamente por Él. Por esto mismo, Medjugorje es
lo que es: el lugar de la presencia de María, el lugar de las grandes y
sobreabundantes gracias que Dios, en estos tiempos en que grande es el
pecado, derrama sobre el mundo por medio de la Virgen Santísima. El
llamado a no cerrarnos es para todos. También para quienes tienen el
deber de discernir estos tiempos y este lugar de gracias. Todos somos
responsables de que estas ingentes gracias no se pierdan, que este
tiempo único de misericordia –que como todo tiempo algún día tocará
a su fin- sea aprovechado, dé sus frutos de conversión, de vida, de
amor, de glorificación a la Santísima Virgen y a Dios mismo. Este
llamado debe interpelarnos. Debemos, cada uno en la intimidad de su
conciencia, preguntarnos ¿Cuánto aprovecho este tiempo? ¿Qué ven los
otros en mí? ¿Ven a Cristo, ven a un portador de paz y de amor? ¿Soy
luz para los demás o caigo en las trampas del mundo y temo dar
testimonio? ¿Qué clase de testigo soy del amor de Dios, de la paz de
Cristo, de la vida y la resurrección? ¿Desespero de mi salvación o
por lo contrario creo que me puedo salvar a mí mismo? ¿Procuro amar y
busco la paz en mi vida y lo hago con toda tenacidad y conciencia o me
resigno a mi estado? ¿Pongo obstáculos a la acción de Dios o
participo de su plan de salvación? En definitiva, ¿rezo poniendo mi
corazón en la oración para que esos dones de la paz y del amor me sean
dados y renovados y para acogerlos en su plenitud? Cuando
estamos a las puertas de acontecimientos que amenazan ser tremendos para
la humanidad, cuando se ven muy oscuros nubarrones en el horizonte, la
Reina de la Paz no viene a decirnos nada de eso en este mensaje. Sólo a
decirnos que todavía gozamos del tiempo de gracia y que debemos
aprovecharlo. Nos muestra la luz en la noche del mundo. Allí está
Ella, aquí están las gracias que viene a traernos. No debemos
desesperar sino alzar nuestros corazones para acoger estas gracias y
hacer que sean verdaderamente fructíferas. Ahora… antes de que sea
demasiado tarde. ¿Por
qué la Virgen viene a decirnos estas cosas –que tenemos que ser
instrumentos de paz decidiéndonos por ella y llevándola a otros; que
debemos aprovechar este tiempo que se nos brinda de gracias; que debemos
hacer todo con alegría y dar testimonio- y a repetirlas? Simplemente,
porque nadie lo dice o quien lo dice no es convincente y se trata más
de principios declamados y no vividos. Insiste y repite también, porque
las actividades nos distraen de lo esencial -como la semilla de la parábola,
que no puede abrirse paso y germinar porque cayó entre espinos y
abrojos que la ahogan (Cf. Lc 8:7)- o por ser indiferentes o insensibles
a la propia salvación. En todo esto que la Santísima Madre viene a
recordarnos e insiste nos va, nada más ni nada menos, que la vida…
pero la vida eterna. Recibamos,
queridos hermanos, con corazón abierto, la bendición maternal de
nuestra Madre, para que así logremos aprovechar este tiempo de gracia,
que la misericordia divina nos está ofreciendo, volviéndonos alegres
portadores y mensajeros de paz y de amor.
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25 de octubre de 2008
Comentario
“De
manera especial los llamo a todos ustedes para que oren por mis
intenciones a fin de que por medio de sus oraciones se
detenga el plan de Satanás ...” La mayoría de las personas, informadas por periódicos y otros medios, advierten que algo muy grave está aconteciendo en el mundo de las finanzas y de la economía con serias consecuencias sociales, que puede desembocar en una catástrofe sin precedentes históricos. Esa mayoría, sin embargo, suele desconocer lo que calla la prensa y que en cambio nos llega por capilaridad: la gran persecución a los cristianos en Irak, Irán y muchos otros países musulmanes, la caza feroz contra familias cristianas a quienes se está matando, procurando el exterminio del cristianismo en la India, por medio de hinduistas y en Sri Lanka a manos de budistas. Miles y miles de muertos y éxodos en Asia y en África. Otras violentas persecuciones ya se han asomado en América Latina. Quizás, por acostumbrados a tanta mala noticia, en la resignación muchos olviden todos los ataques a que hoy están sometidas las personas que quieren vivir la fe verdadera e intentan mantener la moral cristiana en este mundo. Y aún cuando todo esto se sepa, la Santísima Virgen ve más allá aún y sabe muchísimo más que nosotros, en rigor lo sabe todo. Sabe que lo que estamos viendo y sabiendo es parte de un plan de exterminio y aniquilación que conduce el mismo Demonio. Un plan en pleno desarrollo que pretende llegar a su fin: la total destrucción de la humanidad. Por ello, en este llamado hay una urgencia adicional y por eso mismo nos pide, especialmente, que recemos por sus intenciones. Rezar por sus intenciones significa postergar las propias por urgentes que ellas sean. Nada más ni nada menos. Todos tenemos nuestras propias necesidades y personas que piden nuestra intercesión. Pues, ahora debemos relegarlas y concentrarnos en pedir y ofrecer por las intenciones de nuestra Madre. Este mensaje es francamente perentorio.
Lo que vemos, lo que experimentamos nos hace preguntar: ¿Cómo no pensar que estamos en el corazón de las profecías, que ante nosotros se está cumpliendo lo que nos es revelado por las Escrituras? ¿Cómo no ver que el diluvio de apostasía y de mal supera a la propia naturaleza humana?
Refiriéndose al
misterio del mal y luego abordando específicamente la mayor necesidad
de la Iglesia, que es defenderse contra Satanás, el Papa Pablo VI
recordaba que el pecado, que surge como perversión de la libertad del
hombre, es la causa profunda de la muerte (por el pecado entró la
muerte en el mundo) porque es separación de Dios (que es la Vida)
y-agregaba- que es efecto de una causa interviniente en nuestras vidas y
en el mundo: el Demonio. Y, ya tratando más específicamente acerca del
Enemigo, decía: “El mal no es sólo una deficiencia, sino una
eficiencia, un ser vivo,
espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y
terrificante”. Advertía luego el Santo Padre que quien niegue reconocer esta realidad o quien lo toma como un principio en sí mismo y autonomía de Dios o quien lo concibe como un concepto o personificación fantástica, está fuera de la enseñanza de la Biblia y de la enseñanza de la Iglesia (Del discurso de Pablo VI del 15/11/72).
A Satanás también se lo conoce en la Biblia como la antigua Serpiente o como el Dragón. Hoy el Dragón está vomitando de sus fauces como un río de agua, detrás de la Mujer, para arrastrarla con su corriente, pero la tierra viene en auxilio de la Mujer; abre la tierra su boca y traga el río vomitado por las fauces del Dragón (Cf. Ap 12:15-16). A la Mujer del Apocalipsis la tradición la ha identificado con la Iglesia pero también se la personifica en la Santísima Virgen. Por tanto, ese pasaje puede ser interpretado –a la luz de este presente- como que Satanás siembra el caos y los hijos de la Santísima Virgen responden a su llamado con sus oraciones y sacrificios para absorber el mal. La Mujer está enfrentando a la Serpiente en batalla decisiva y llama a los suyos, a su linaje para la lucha frontal. Su linaje es ese talón que aplasta la cabeza de la pérfida Serpiente (Cf. Gn 3:15).
¿Por qué el mensaje es perentorio? Porque si nuestra Santísima Madre nos está convocando especialmente no es tan sólo porque lo que ya se viene desarrollando sino más bien por lo que está por venir, porque el Enemigo está por descerrajar un gran golpe cuando menos se lo piensa ni espera. No sería de extrañarnos que golpeara contra la Iglesia y contra la fuente de gracias que es Medjugorje. Por tanto, debemos tomar muy seriamente este mensaje y esforzarnos por cumplirlo. Por cierto, la
gravedad de la situación no ha de medirse por las consecuencias que
empiezan a avizorarse sino, en parte, por las causas que están
produciendo los devastadores efectos. Las causas principales son, en los
países cristianos, el alejamiento, cada vez mayor, de Dios y en el
resto las derivaciones demoníacas de fanatismos religiosos o filosóficos.
Sin embargo, por debajo de todas las causas esencialmente hay un
causante y éste es Satanás. Por esta razón la Santísima Virgen habla
de Satanás y de su plan. Satanás es el
homicida desde el principio, enemigo de Dios y de los hombres.
Precisamente, “satanás” significa “enemigo, adversario”. En él
no hay verdad, es el padre de la mentira. Es el que quiere -en su loco y
alucinante orgullo- ponerse en el lugar de Dios, ser como Dios. Incita
al hombre a la rebelión y por su envidia y odio quiere destruir la
humanidad. Es enemigo de todo lo bello, de todo lo bueno, es decir de
todo lo santo. San Pedro exhortaba a los cristianos a ser sobrios, a
estar alerta y a permanecer firmes en la fe ante las asechanzas del
demonio, que ronda como león rugiente buscando a quien devorar (Cf. 1P
5:8-9). Jesucristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Satanás es la Perdición, la Mentira y la Muerte. Él ataca todo lo que es santo y fuente de santidad, de ahí su furia arremetedora contra las familias y contra la vida consagrada a Dios. Dios hizo al hombre de barro, pero lo hizo a su imagen y semejanza. Satanás destruye la imagen divina en el hombre volviéndolo sucio barro. Somos testigos, sobre todo en los últimos
años, de la frenética velocidad del despliegue de este plan satánico
para acabar contra las familias. Comenzó y continúa quebrando hogares,
rompiendo la unión entre marido y mujer al mismo tiempo que fue y va
contra la juventud para rebelarla a sus padres y maestros y pervirtiéndola
con la droga y el sexo. Ha convencido a muchas mujeres que son libres si
se deshacen de sus hijos cuando les plazca y que los hijos no son tales
cuando se los gesta sino un apéndice de sus cuerpos, de quienes se
puede disponer a voluntad. Ha conquistado legisladores y jueces en todo
el mundo para que aseguren que el aborto no sólo no es un delito sino
un derecho. Ha corrompido el lenguaje para disfrazar la muerte y a los
abortos los hace llamar “interrupción voluntaria del embarazo” y
parecidos eufemismos para la muerte de ancianos, enfermos y de niños
que vienen al mundo con minusvalías físicas. Ahora, mediante la enseñanza
pública, va contra los más pequeños con una pervertida educación
sexual en las escuelas. La tragedia es la total indefensión de la
familia ante la legislación de los estados que, por sus gobernantes, se
han vuelto instrumentos de ese plan. Si bien su modo de
obrar ordinario es a través de las tentaciones, disfrazando lo malo de
bueno y apetecible –y para ello cuenta con el arma eficaz de la moda,
la publicidad, el cine, la TV e Internet-, en estos tiempos ofusca además
los corazones y las mentes con la confusión y el caos. Su primer propósito
es separar al hombre de Dios, su Creador y Salvador. Como sólo la
Iglesia es la voz que se alza denunciando el mal y trayendo luz en medio
de la confusión, su cometido inmediato es acallar a la Iglesia
empezando a querer relegar la religión al ámbito privado para que no
se pueda pronunciar públicamente. Por eso, ahora su objetivo primordial
es la misma Iglesia. Y la ataca desde afuera a través de todo tipo de
literatura y de otros medios y la ataca, también, desde dentro. No se
puede ignorar ese ataque interno a la Iglesia de Cristo, donde siembra
confusión, incertidumbre, insatisfacción, enfrentamientos, divisiones.
Y actúa en todos los frentes minando, por un lado, la fe con argumentos
de apariencia teológica, pero que no son otra cosa que perversa
doctrina y falsa teología; mientras en los consagrados provoca
acedia, tristeza, mundanización y consecuente alejamiento de la
vida de oración. A menos que no seamos
iluminados por la verdadera fe y por una vida espiritual hecha de
constante adoración y oración perseverante no llegará a percibirse la
intervención demoníaca en la Iglesia y en el mundo. Satanás está
zarandeando a muchos, los está cribando. Y allí está Pedro, el Papa,
para cumplir con el mandato de Cristo de confirmar a sus hermanos en la
fe. En estos tiempos de
oscuridad y gran confusión el Santo Padre es, más que nunca, guía
luminoso. Y, porque lo es, se trata de acallarlo, ignorarlo,
ridiculizarlo. El Señor, que prometió no abandonar a los suyos, ha
enviado para estos tiempos a su Madre. Por eso, aquí está la Madre de
Dios y Madre de la Iglesia para asistirla, para alertarnos, para
denunciar el error, para conducirnos por el recto camino y enderezar lo
que está torcido, para reparar y alentarnos y darnos la seguridad de su
cercanía protectora, para –en fin- conducir la batalla. Por ello, no
es posible desmerecer o despreciar su venida entre nosotros alegando que
no agrega nada a la Revelación. Es que no se trata de revelaciones sino
de algo fundamental para este tiempo y es la guerra que Satanás está
cometiendo para acabar con la humanidad, mientras Ella, Madre de Dios,
se opone con todas sus fuerzas: su poderosa intercesión y nuestras
oraciones y sacrificios intercesores y reparadores. La guerra no es ya
contra la jerarquía o contra aquel o este movimiento eclesial sino
contra el mismo Cordero. Satanás está desgarrando un ataque furibundo
desviando del camino a muchos buenos sacerdotes y fieles, mostrándoles
un bien inmediato en el que preocuparse en cambio de la misión esencial
que es llevar a Cristo al mundo. Logra que se banalice lo sagrado y que
se use el santo nombre del Señor como pretexto de ideologías y herejías
al servicio del demonio. Mientras el mundo, persiguiendo el solo placer,
rechaza la cruz, la perversión herética niega la cruz como instrumento
de salvación y a la Eucaristía como verdadero alimento para el espíritu
y sacramento salvífico. En lugar de vida espiritual se tienen planteos
materialistas, psicologistas y utilitaristas. En tanto se desprecian los
sacramentos como medios de santificación y salvación se sostiene que
la religión debe servir para solucionar problemas temporales. Como en
tiempos de Jesús, se busca sólo el pan que sació el hambre de miles,
pero cuando se trata del pan bajado del cielo todos abandonan al Señor
dejándolo solo. Se disuade a los cristianos del sacrificio. No se debe
hablar de sacrificios ni de ofensas a Dios, ni de pecado, ni de castigo,
ni de Infierno, ni de Satanás, ni siquiera de Purgatorio porque todo
eso puede herir la sensibilidad de las personas y ahuyentar a los
fieles. Hay que -se dice- atraer con la miel y no espantar con la hiel.
Todos esas aparentes buenas intenciones son en realidad inspiradas por
el espíritu del mal y de muerte. El objetivo es acallar a la verdad, así
Satanás tiene el camino libre para seducir, confundir, asesinar. Aunque esté empeñado
el Demonio en socavar el edificio de la Iglesia hasta producir su total
derrumbe, ciertamente no lo logrará porque “las puertas del Infierno
no prevalecerán sobre ella”. Sin embargo, en su feroz intento está
causando un gran daño y una gran confusión entre los creyentes. Críticas
y dudas a la fe católica, relativización de la verdad que niega el
dogma, banalización del misterio, degradación de la liturgia, falsas
divisiones entre fe e historia y entre fe y razón, rebelión al
Magisterio y contestación a la jerarquía son algunas de las acciones
diabólicas que ha venido intensificando últimamente. Sobre todo desde
la finalización del Concilio Vaticano II, hasta el punto de que algunos
creyeran que a partir del Concilio había nacido una nueva Iglesia. De
aquí los esfuerzos de los Papas Benedicto XVl y de Juan Pablo II para
poner las cosas en su debido lugar, recuperando, por una parte, la
belleza y el misterio litúrgico que hace a la esencia de la fe y
respondiendo a los ataques con la sana doctrina a través de encíclicas
y otros documentos y libros y de los Concilios sobre la Eucaristía y,
actualmente, sobre la Palabra. La Iglesia es del
Cielo y de la tierra, es militante y triunfante. La Iglesia no termina
aquí sino que aquí comienza, echa su raíz para elevarse a las
alturas. Viene de lo Alto y a lo Alto va. Por eso, y porque las medidas
son contestadas y no recibidas, porque la acción del Demonio es intensa
y cada vez más furibunda, el Cielo viene en auxilio de la tierra y
viene en la persona de María Santísima. Viene a que la oigamos y -a
quienes la oímos- hagamos lo que Ella nos pide en este mismo momento. “Por
eso hijitos, ármense con la oración y el ayuno para que sean
conscientes de cuánto Dios los ama y puedan hacer la voluntad de
Dios” La oración y el
ayuno son al mismo tiempo armas defensivas y de ataque en este combate.
La Santísima Virgen nos pide que oremos con Ella y por sus intenciones.
Cuando rezamos el Santo Rosario es a Ella a quien oramos y con Ella nos
adherimos al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a
todos los hombres (Cf. CIC 2679). Siempre nos pide
rezar con el corazón. Orar con el corazón es orar elevando el alma a
Dios. Es hablar con Dios desde lo
más profundo de un corazón reconciliado, purificado, humilde y
contrito. El corazón es la
morada más oculta donde sólo Dios y nuestra Madre tienen acceso. La Santísima Virgen llama al encuentro de la oración porque es la Enviada -del Dios que llama- y nosotros debemos responder. Responder intercediendo por las intenciones de la Santísima Virgen es responder a la misericordia de Dios. La oración y el ayuno(1)
son el camino que nos abre a la comprensión del misterio del amor de
Dios por nosotros y también nos otorga la luz para conocer la voluntad
de Dios y la fuerza para cumplirla en nuestras vidas. El pedido de la Reina
de la Paz es el de despojarnos de nosotros mismos, puesto que al orar sólo
por sus intenciones excluimos nuestras necesidades espirituales, y al
ayunar nos abstenemos de alimentos y de otras cosas materiales para reducirnos
a lo esencial. Queridos hermanos,
seamos conscientes de la urgencia de este llamado que nuestra Madre María
Santísima nos hace. Recemos con todo el corazón y en toda ocasión por
sus intenciones. Ofrezcamos los sacrificios de las Misas por sus
intenciones y también nuestros pequeños sacrificios. Oremos y
ayunemos. Oremos y ayunemos dando nuestra cuota de sacrificio ofrecido a
Ella, para conocer aún más el amor de Dios que se está manifestando
en este mismo mensaje y en cada momento de este tiempo de gracia y de
nuestra vida, y así podamos, por la gracia que Él nos dé, hacer su
perfecta y santa voluntad de salvación nuestra y a través de nosotros.
P.
Justo Antonio Lofeudo mss (1)
Una vez más conviene recordarlo: el ayuno que se nos pide es a
pan y agua, los miércoles y viernes. Quienes por razones de salud no
pueden hacerlo estrictamente a pan y agua siempre podrán privarse de
alimentos y bebidas a los que están apegados o acostumbrados. |
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25
de noviembre de 2008
Hoy
también los invito, en este tiempo de gracia, a orar para que el pequeño
Jesús nazca en el corazón de ustedes. Lo
hemos visto y dicho reiteradas veces que la Santísima Virgen respeta y
sigue el tiempo litúrgico. Por eso, ahora nos ofrece un mensaje para el
Adviento. Adviento es el tiempo de espera del Señor que vino y que ha
de regresar y, por lo mismo, es tiempo de esperanza. El que viene es el
mismo que ya está en medio de
nosotros, más aún, que está en nosotros aunque no en todos ni
siempre. Está en aquellos que lo reciben con corazón sincero y que
saben permanecer en su gracia. Deja de estarlo en la medida en que se lo
rechace con el pecado. Por eso, la necesidad de orar para que nazca en
cada corazón. Pues, orando se le va preparando el lugar donde nacer ya
que la oración trae la luz y el calor en nuestras vidas. Por
medio de la oración se ilumina nuestra conciencia y el Espíritu Santo
nos devuelve el ardor. De ese modo la oración disipa la oscuridad y
quita la frialdad del corazón sumido en la indiferencia y en el pecado
y purificándose se vuelve entonces acogedor y Jesucristo pueda morar en
él. Decía
el siempre recordado Juan Pablo II: “No temáis en darle vuestro
tiempo a Cristo. Ved a adorarlo. Por medio de la adoración seréis
iluminados y guiados”. Él
vino a los suyos y los suyos no lo recibieron (Cf. Jn 1:11), Él sigue
viniendo y no se lo sigue recibiendo. Él está a la puerta de tu corazón
y te llama y si tú oyes su voz y le abres Él entrará y cenará
contigo y tú con Él; Él entrará en tu vida, en tu intimidad y tú en
la suya (Cf. Ap 3:20). Y serás su amigo y podrás amar como Él te pide
que ames (Cf. Jn 15:14). Porque a todo aquel que lo acoja, que crea en
su nombre, le da el poder de ser hijo de Dios (Cf. Jn 1:12) y al que
guarda su mandamiento de amor lo hace su amigo (Cf. Jn 15:12.14). Y ¿quién
no quiere tener como amigo a ese niño que está por nacer? ¿a este
Dios que se ha escondido en ese pequeñito en el seno de su madre, pero
que es infinitamente grande y poderoso y ya, antes de nacer y mucho
antes de morir en la cruz por ti, te está mostrando cuánto te ama? Así
es nuestros Dios. Dios que se hace hombre por ti, por mí, por todos los
hombres porque viene a hablarnos como hombre para que lo entendamos.
Viene a mostrarse próximo a nosotros, a nuestras alegrías y nuestras
penas. Si
Moisés pudo llamar a la admiración al pueblo hebreo preguntándole: “¿hay
alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como Yahvé
nuestro Dios está
cerca de nosotros siempre que
lo invocamos?” (Dt 4:7), nosotros podemos
responder que nadie pudo imaginar proximidad más perfecta que ésta:
Dios con nosotros que viene por María. Y esa cercanía se nos ha vuelto
permanencia en la Eucaristía. Así
se manifiesta a quien le recibe, a quien le teme con el santo temor, es
decir que lo reverencia y lo adora. Así se manifestó al profeta Elías,
no en el poder que avasalla –siendo Él Todopoderoso- sino en la
suavidad de la brisa. Así se revela nuestro Dios a quien lo ama de
verdad, a quien lo recibe a Él que a todos recibe. Mira
a Jesús y regocíjate contemplándolo. Míralo, que está por nacer.
¿No te conmueve? ¿No sientes estupor por algo tan grande? Tan
grande que no te bastará la eternidad para saborear el inefable
Misterio de amor. Él
vino a poner su Morada entre nosotros (Cf. Jn 1:14), no lo rechaces, no
le impidas que nazca en tu corazón. Ora para que sea aceptado no sólo
por ti, que ya lo estás recibiendo, sino por el mundo que ahora lo
niega. Que pueda nacer en este mundo que se avergüenza de Jesucristo,
que lo rechaza, que no tolera la cruz y la hace quitar de aulas porque
agrede las conciencias y que ha arrancado pesebres o belenes de los
lugares públicos porque también ofende, dicen, a otras creencias o no
creencias. ¡Claro que Jesucristo agrede a las conciencias, a las malas
conciencias que sólo piensan en matar, que no dejan que nazca la vida,
que matan a inocentes, que aprueban y se regodean en la muerte!
Ciertamente, que no es posible soportar al Crucificado que muestra el
precio de sus llagas, porque a ese que han matado y siguen matando es la
Verdad y por ser la Verdad es Juez aunque ahora calle y parezca muerto.
Pero, ¿sabes?, le temen
porque no está muerto. ¿Y cómo ha de estarlo si Él es la Resurrección
y la Vida? ¡Si Él es Dios! No pueden soportarlo y rechazándolo se están
condenando y para siempre. Para quienes lo niegan no hay parte en la
victoria sobre el pecado, la muerte y Satanás. La
misericordia que viene arropada en la carne de este pequeño es la que
clama oración y sacrificio por los pobres pecadores que viven ya un
infierno y van camino al eterno. Que
Él, que es la misma paz, a través de ustedes done la paz a todo el
mundo. Por ello, hijitos, oren incesantemente por este mundo turbulento
sin esperanza, para que ustedes se conviertan en testigos de paz para
todos. Que la esperanza comience a fluir en sus corazones como un río
de gracia. Éste
es tiempo de gracia, tiempo acordado por el Altísimo para que todo
hombre regrese a Él, para que se convierta y viva. Cuando termine este
tiempo será todo mucho más difícil. ¿O acaso no nos damos cuenta que
por la gravedad y cantidad del pecado del mundo, por la generalizada
rebelión a Dios de las naciones, debería el Señor haber ya castigado
a esta humanidad con mayores calamidades que en el pasado? ¿No
advertimos que el mundo (lo dijo la Gospa) está hoy peor que Sodoma y
Gomorra? Si no hemos tenido una guerra aún peor que la última mundial,
si no hemos volado todos por los aires o si no hemos sucumbido al terror
nuclear ni sufrido aún mayores penurias no ha sido por mérito nuestro
sino por pura misericordia divina que ha establecido un tiempo de
gracia: el que estamos viviendo, el de la visita de nuestra Madre del
Cielo. Hagamos
caso de lo que nos pide, ahora que hay tiempo ya que la gracia
extraordinaria no nos ha sido quitada. Luego, será demasiado tarde.
Oremos incesantemente por este mundo turbulento, agitado por las olas
satánicas que quieren devorarlo todo. Por este mundo que cada vez más
se parece a un infierno, porque no hay lugar para Dios pero sí para
toda clase de mal. Jesús
es el Mesías de Israel, el Salvador del mundo y por Él, sólo y únicamente
por Él, viene la paz porque sólo Él es Príncipe de la Paz.
Jesucristo nos rodea de paz, nos trae la paz y donde Él está, allí
mismo, hay paz. Ésta es la experiencia que cualquiera puede hacer tan sólo
entrando a una capilla donde esté el Santísimo Sacramento expuesto.
Por eso, el llamado de orar incesantemente es una invitación renovada
que la Reina de la Paz también nos hace a adorar sin interrupción. «La
Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad de culto eucarístico. Jesús
nos espera en su sacramento de amor. Que nuestra adoración no cese jamás»
(Juan Pablo II, «Dominicae Cenae», 1980). Quien
adora cambia su mirada sobre el mundo y sobre sus propios
acontecimientos y esa mirada renovada es una mirada de fe. No mira lo
que hizo sino lo que Dios hizo en él, como el leproso sanado por Jesús
que constata que su lepra ha desaparecido sin que él haya hecho nada más
que un acto de fe. Pues, la
esperanza ha de venir por la fe en el Resucitado, por la fe en su
presencia eucarística, por la fe en su amor redentor que todo lo puede,
todo lo sana, todo lo salva. Convirtámonos,
entonces, en intercesores, junto a la Madre de Dios, por el mundo sin
Dios, y en testigos y dadores de paz y de esperanza. P.
Justo Antonio Lofeudo
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25 de diciembre de 2008 |
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¡Queridos
hijos! Ustedes corren, trabajan y acumulan, pero sin bendición. ¡Ustedes
no oran! Hoy los invito a que se detengan ante el Pesebre y mediten sobre
Jesús, a quien también hoy les doy, para que Él los bendiga y les ayude a
comprender que sin Él no tienen futuro. Por eso, hijitos, pongan sus vidas
en las manos de Jesús para que Él los guíe y proteja de todo mal. ¡Gracias por haber respondido a
mi llamado! |
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¡Queridos
hijos! Hoy los invito de manera especial a que oren por la paz. Sin Dios no
pueden tener paz ni vivir en paz. Por eso, hijitos, hoy, en este día de
gracia, abran sus corazones al Rey de la Paz para que nazca en ustedes y les
conceda su paz y sean ustedes portadores de la paz en este mundo sin paz. ¡Gracias por haber
respondido a mi llamado! |
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Comentario Fatigarse,
acumular, correr sin la bendición de Dios es correr sí, pero tras el
viento. ¿Qué provecho saca el hombre de todas sus fatigas si Dios no está
con él, porque él ignora a Dios? Todo es pura vanidad, no sirve a nada. Eso
era lo que ya observaba el Qohélet y que leemos en el Libro del Eclesiastés.
Por
lo contrario, quien busca el reino de Dios y su justicia, es decir quien
busca a Cristo con corazón sincero y se esfuerza por seguirlo, haciendo una
vida buena ante Dios, puede estar seguro que -sabiendo el Padre del cielo cuáles
son sus necesidades- nada esencial le ha de faltar. A ése, Dios se le
presentará como Padre Providente. Desde
Adán, cada vez que el hombre peca se esconde de Dios, pero si acepta la
gracia de salvación y emprende el camino de retorno podrá reencontrarse
con Él. Ese camino de retorno, que es todo camino de conversión, se hace
en la oración. Para seguir caminando hay que seguir orando puesto que de la
oración no sólo vienen el impulso y las fuerzas para seguir sino que la
oración es sobre todo mantener la cercanía con nuestro Creador y Salvador.
Cuando
se pierde la oración se apaga el interés por Dios, por todo lo santo y por
la vida espiritual y esa pérdida primera es el comienzo de mayores
separaciones hasta el deseo manifiesto de desalojar a Dios de las vidas. Por
ello, el abandono de la oración trae como consecuencia el alejamiento de
Dios y la pérdida de su providencia divina. Si Dios no está con nosotros
entonces todo esfuerzo resulta inútil y toda expectativa vana. El trabajo,
la acumulación de bienes, las corridas están destinados al fracaso. Así
nos dice la Santísima Virgen en este mensaje, así lo dice el salmista con
otras palabras: “Si
el Señor no construye la casa, en
vano trabajan los albañiles; si
el Señor no custodia la ciudad, en
vano vigilan los centinelas. Es
inútil que os levantáis temprano, y
después retrasáis el descanso, que comáis el pan de vuestros sudores, ¡Dios
lo da a sus amigos mientras duermen!” (Salmo 127) Dios
premia con sus dones y sus ingentes gracias a sus amigos, a aquellos que lo
aman. Sin
la bendición de Dios la vida se va secando y no es posible recoger frutos. “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en
él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada”
(Jn 15:5), dice el Señor. Fuera de Él nada podemos, nada somos, no tenemos
futuro. Permanece
en Cristo quien ora y cumple su mandamiento de amor. Sin
corazón humilde no hay oración verdadera. Sin oración la fe pierde su
fuerza, el corazón atracción y la conciencia su luz. Cierto,
que el corazón sea humilde y amar con el amor de desprendimiento y oblación
que el Señor espera de nosotros, no es algo que se tenga con simplemente
quererlo y ya está. Por eso mismo la conversión es un camino que terminará
el último día de nuestra vida aquí en la tierra. Ante
la falta de humildad y de amor debemos aferrarnos a la gracia de Dios y
colaborar con nuestra voluntad para que por la gracia se recojan frutos de
la oración. El fruto primero es la bendición de Dios. Bendición de Dios
es su presencia en nuestras vidas y donde está Dios allí está la paz, que
es su sello. Entonces, todo cambia en nuestras vidas y aún las adversidades
las atravesamos indemnes porque Dios cuida de nosotros. Somos sus amigos y
por eso recibimos sus beneficios. La
bendición de Dios viene de la oración en la que nos comunicamos con Él y
lo llamamos, clamando, ante las grandes necesidades, pero también lo
bendecimos y alabamos y le damos gracias y gloria en adoración. Después
de advertirnos fuertemente sobre la falta de oración en nuestras vidas, la
Madre de Dios nos invita al recogimiento. Dice: “hoy los invito a
detenerse ante el pesebre”. Ese hoy es el hoy del día de Navidad
–cuando Ella dio el mensaje- pero también el hoy de la octava de Navidad
que se extiende hasta
el 1 de Enero, solemnidad de la Madre de Dios y más allá del tiempo de la Navidad es
el hoy siempre actual. Debemos detenernos ante el misterio de Jesús, Dios
oculto en ese niño recién nacido. Nuestra Madre del Cielo nos está
invitando a contemplar la gloria de Dios en ese pesebre y a extasiarnos ante
ese niño que ilumina el mundo. Deteniéndonos en tan sublime meditación
estaremos recibiendo la paz que irradia el recién nacido, porque Él es
Dios. Fuera de él no hay paz. Nadie,
absolutamente nadie, puede darnos la paz que Cristo nos da. A quienes ponen
su confianza en los hombres, a quienes creen que de ellos y no de Dios vendrá
el bien y la paz, el Señor les habla, por boca de Jeremías, cuando dice:
“Maldito el hombre que confía en el hombre...
y del Señor se aparta en su corazón...
bendito aquél que pone su confianza en el Señor pues el Señor no lo defraudará.
Es como árbol plantado a la vera
del agua...
No temerá cuando viene el calor,
y estará su follaje frondoso; en año de sequía no se inquieta ni deja de
dar fruto” (Cf Jer 17:5-8). En
la pobreza del pesebre está Dios que se hizo niño para que no le temamos y
poder acercarse a nosotros como más no sería posible hacerlo. Y aquí
estamos nosotros adorándolo, amándolo (¡qué fácil es amar a este Niño!)
y dejándonos acariciar por sus manitas que nos bendice. Hasta aquí nos ha
traído la Madre y ahora nos ha dejado, se ha apartado silenciosamente para
que cada uno tenga su momento de intimidad con este pequeño Jesús. Para
que le hablemos y hasta lo abracemos y estrechemos contra el pecho y lo
adoremos en el silencio de la noche. Señor,
nuestra vida sin ti no tiene futuro. Es más, sabemos muy bien que no tiene
presente y que sin ti nuestro pasado nos condena. Porque estás tú, porque
has venido a salvarnos, porque eres nuestro Salvador, porque el mayor mérito
que podemos presentarte es tu misericordia es que te entregamos el pasado,
este hoy, y toda nuestra vida, la que tú decidas tengamos por recorrer en
esta tierra, con la esperanza de estar contigo en la eternidad. Tú eres el
Rey de la Paz, sin ti no hay paz, fuera de ti no hay ninguna posibilidad de
paz ni siquiera efímera. Ya hemos visto qué han logrado los hombres cuando
ellos mismos han querido hacerse el paraíso en la tierra sin ti, y estamos
ahora viendo lo que hacen cuando te desalojan de la vida: sólo violencias,
guerras, muerte. Tu
Madre, nuestra Madre, hoy también nos llama a la paz, a no separarnos de
ti, Rey de la Paz, y a orar en particular por la paz. Tu Madre ve lo que
nosotros no vemos ni podemos sospechar. Ella, como en el pasado, en momentos
graves para la humanidad, nos está advirtiendo de la seriedad de la situación[1]
y al mismo tiempo diciendo qué debemos hacer. Ahora mismo, Señor, acudimos
a ti, para que nos des tu paz, para hacer de nosotros portadores de tu paz. ¡Oh,
Señor!, no te apartes de nosotros. No nos dejes afuera donde sólo hay
oscuridad. Quédate con nosotros, Señor, que ya se hace noche. Acompáñanos
en nuestro caminar iluminándolo, bendiciéndolo, protegiéndonos, porque
sin ti nada podemos, Jesús. A
todos: ¡Muy Feliz Santa Navidad y Bendecido Año Nuevo 2009!
P.
Justo Antonio Lofeudo
[1] En el mensaje de diciembre de 1990 la Reina de la Paz mencionó -como ahora en el mensaje dado a Jakov- 7 veces la palabra paz. Pocos días después comenzaba la guerra del Golfo. Démonos prisa en cumplir con lo que nos pide: ¡orar por la paz! |
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.¡Bendito, Alabado y Adorado sea Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar! |
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